Publicado en el Periódico El Restaurador - Año II N° 7 - Junio 2008 - Pags. 12 y13
RETRATO DE DON JUAN MANUEL Por RAFAEL PADILLA BORBÓN
Rafael Padilla Borbón, por linea materna emparentado a la casa real de España, tuvo inquietudes literarias, entre las que figura su libro “Rosas, el Restaurador de las Leyes” y varios interesantes artículos, pronunciando también numerosas conferencias. Fue también un pintor bien conceptuado.
No sólo en la nuestra, sino en la historia de cualesquiera otros pueblos del mundo, muy pocas figuras -tal vez ninguna- aparecen ante nuestros ojos, serenados por la razón crítica o apasionados por el fervor partidario, con un perfil tan claro y rotundo como la del señor Don Juan Manuel de Rosas. Podemos odiarlo o amarlo, exaltarlo o vituperarlo, unirlo a los mejores recuerdos del pasado nacional o situarlo como centro del período más sangriento y doloroso de nuestra historia; lo que no podemos hacer es ignorarlo, desdeñarlo, soslayar su nombre señero, rebajarlo del vértice que su gobierno significó en nuestra evolución política; lo que no es posible es desdibujarlo, difuminarlo en las nieblas insustanciales de una actualidad vulgar o vulgarizada, porque el alma y la vida de Rosas aparecen, y cada día que pase se destacarán más, como tallados en cristal, en prismas gigantescos que relucen como soles y cuyas aristas cortan como espadas. Rosas es, ciertamente, una figura exponencial; más aún: es una figura tipo, una figura de control y referencia. Es un hito ciclópeo que fija rumbos y marca fronteras: hacia allí...; hasta allí... Por, eso, a medida que entre nosotros, los argentinos, se robustece la conciencia colectiva, el nombre de Rosas se destaca más y más y se delimita como el campo lógico y natural en que se debaten, y pelearán durante muchos años, nuestras concepciones sobre el sentido de la patria y la estructura del Estado. Estar con Rosas o estar contra Rosas, ahora que las pasiones personales se entibiaron, es defender o atacar un principio político, una forma de gobierno, una interpretación de la nacionalidad, una comprensión de la vida.
Quiero reconocer, anticipando otros comentarios, que el fondo sobre el cual realza el retrato de don Juan Manuel, está excesivamente cargado de sangre, pero el tono trágico que en él predomina no tiene su causa en Rosas, sino más bien se resuelve en él como un efecto. Antes de Rosas y después de Rosas esto no fue, precisamente, una Arcadia; el período histórico en el cual gobierna el Restaurador se caracteriza por un dramatismo extraordinario, que ni siquiera es peculiar en la Argentina sino que por igual caracteriza a todas las otras repúblicas americanas, cuyo proceso de emancipación corre paralelo del nuestro. La muerte de Quiroga, Lavalle, Dorrego, Villafañe, Latorre, Santos Ortiz, Liniers, Urquiza... se produce en circunstancias que estremecen de horror, y en tan desastrosos fines Rosas interviene o no, Rosas es el instigado o, por el contrario, el blanco al que apuntaban los disparos homicidas; Rosas es coetáneo de las víctimas o de sus padres o de sus hijos. En buenas palabras: las mismas escenas violentas que se producen mucho antes de su ascensión al poder y continuaron produciéndose mucho después de su caída.
Difícil resulta trazar en un par de
páginas la silueta moral de Don Juan Manuel y no por falta de elementos de
juicio, sino al contrario; no porque sus rasgos aparezcan imprecisos, sino
porque sus calidades son tan categóricamente esplendorosas, que ofuscan. Es
mucho más fácil dibujar una brizna de hierba, que un bosque; es mucho más sencillo
pintar una estrella, que el sol.
Al primer golpe de vista Rosas
se nos aparece como el perfecto hombre de campo, con todos los vicios y
virtudes que le son propios: rudeza, picardía, sobriedad, honestidad,
altanería... Sólo el hombre de campo puede hacer una teoría del arte de
fingirse tonto y preocuparse de fingir senilidad y vejez para que los
adversarios no considerándolo ya enemigo peligroso, dejen de acosarlo; sólo un hombre
de campo puede encarar y desafiar frente a frente poderes y potencias que, sólo
en la amenaza, ya aterrorizan. Rosas sólo en el campo se siente feliz y, lo
mismo en su juventud que en el gobierno y el destierro, busca en la naturaleza
la paz reconfortadora y el sedante regenerador. Gusta de bolear y de pialar,
del asado y del mate, de dormir a la intemperie acostado sobre el recado y de
bailotear en ferias y fiestas. Cuando en Inglaterra, revolviendo papeles, aparece
el nombre de un viejo amigo en una carta que los años envejecieron, escribe al
margen: "El mejor caballo que he tenido y tendré, me lo regaló él: era
bayo y murió en la expedición al sud, comido por un tigre..." y de ésta su
ruda fuerza campestre de ésta que podríamos llamar virginidad argentina, nace
toda su preocupación de gobernante que en el fondo viene a ser la antinomia,
la lucha entre la capital y las provincias, la ciudad y el campo, porque para
él el campo era el arca sagrada en que se guarda el tesoro inapreciable de las
virtudes de la raza y la ciudad el vertedero donde se vaciaban todos los
desperdicios extraños a patria. Amaba al gaucho porque era el cien por cien de
argentinismo y odiaba al gran señor y al erudito profesor porteño, porque no eran
más que un reflejo de ideas y preocupaciones europeas; ajenas por completo a
nuestra manera de ser.
Todos saben del furor ardiente con que
él combatió a las logias masónicas y, comúnmente, se interpreta su acción en
este sentido como un resultado de su fervor católico; yo me inclino a creer que
esta lucha lo animaba la preocupación de ver en la masonería no tal o cual
credo filosófico o religioso, sino una inmensa potencia universal regida por
directores extraños al pueblo argentino. Detestaba a los unitarios, sin duda
los hombres más cultos de la época, porque eran un eco de las ideas que en
Europa habían encendido el romanticismo y se habían consagrado con la
revolución de 1848, y defendía el federalismo, porque era el principio
histórico y tradicional argentino, y por lo tanto de semilla española, es
decir, antieuropeo, ibérico. Organiza el Estado de abajo a arriba, de las
raíces a las hojas, con una inmensa emoción popular, pero lo organiza de
arriba, autoritariamente, con fuerte mano de capitán, con ese impulso creador
que caracteriza al genio singular, inconfundible, de la raza. Y quiere ser tan
personal y nacional en su obra, que puede transigir con todo menos con una
intervención, con un consejo, con una simple insinuación extranjera.
Afectos aparte, y sobre la base de la
más estricta justicia, preciso es reconocer en Rosas circunstancias que bastan
para enaltecer, y en el peor de los casos justificar, su buena memoria. En
primer término, Rosas no es un dictador vulgar, que asalta el poder valiéndose
de una cuartelada y contrariando los deseos de la opinión pública. No. Rosas llega
al gobierno llamado por los representantes legítimos del pueblo y escudado en
un plebiscito que arroja en su favor mayoría abrumadora. No se puede decir que
quienes lo llamaron y apoyaron ignoraban sus propósitos, y mucho menos que él
se hubiese rectificado y desmentido al ser investido con la más alta
magistratura: Rosas había exigido plenos poderes para el gobierno y se los
dieron, y había anunciado un inequívoco programa legislativo que, hasta el
último instante de su vida oficial, fue cumplido punto por punto. Pocas vidas y
pocas actuaciones tienen una trayectoria tan recta y firme como la suya, clara
y consecuente desde el principio al fin. Rosas es una afirmación, aceptable o
recusable, pero jamás una duda, una vacilación, una sinuosidad. Se le ha
ridiculizado por aceptar homenajes que tienen mucho de culto idolátrico -sus
retratos, llevados procesionalmente como la imagen de los santos...- pero hay
que comprender que en el sentido místico de este fervor descansaba su concepción
del poder: autoridad, autoridad indiscutible que es el único origen que
legitima el derecho y el deber de la obediencia; autoridad racialmente de
origen divino; autoridad moral, sobrehumana, hace posible la solidaridad nacional,
la unión apasionada de todos los ciudadanos en la defensa de la patria.
Muchas virtudes adornan al gran
argentino, siendo las más dignas de destacarse, a mi juicio, su ternura, su
capacidad de trabajo, su sentido de la responsabilidad y la serenidad con que
encara los años más adversos de su vida.
Conmueve el afecto con que
acaricia a su hija, con que juguetea con los nietos, con que se dirige a
cuantos seres le son íntimamente queridos; asombra la resistencia con que
estudia y despacha durante horas y horas de labor ininterrumpidas, resoluciones
y decretos de todas clases; convence la firmeza férrea con que acomete los
problemas más arduos y las situaciones más complicadas, jugándose en todo
instante hasta la última de sus reservas; admira la superior tranquilidad con
que soporta, en el infortunio, no ya las acometidas de quienes fueron sus
enemigos a muerte, sino la cobarde deslealtad de quienes fueran sus partidarios
entusiastas.
Rosas fue un hombre extraordinario y
para persuadimos de ello nos basta considerar el juicio que mereció, entre
otros muchos, a tres grandes argentinos que lo conocieron muy de cerca y cuyo testimonio
es, por mil razones, irrecusable: Alberdi, Urquiza y el más grande de nuestros
patriarcas: Don José de San Martín.