Publicado en el Periódico El Restaurador - Año II N° 7 - Junio 2008 - Pag. 14
El espíritu de verdad....¿lo respetamos?
Por el Ing. Alberto Bondesío
Cuando los que
quieren “arrimarse” a conocer los pormenores de nuestro pasado, el pensamiento
y el proceder de sus protagonistas, como así también el contexto en el que se
debieron desenvolver, suelen tropezarse
con lo que podríamos definir la “conjura
contra la verdad”.
Esta conjura
diabólica contra la verdad no arranca, por cierto, de ayer. La perversión de
los criterios morales ha desembocado en el recurso sistemático de la estrategia
de la mentira.
José Orlandis,
un pensador de nuestro tiempo, nos decía que “para amplios sectores de la humanidad, tan celosa de una pretendida
autenticidad, la verdad objetiva, el valor verdad, no está de moda”.
El mal que padece el mundo, de siempre, es la falta de
verdad, la falsedad.
En tanto, el
Papa Juan XXIII nos decía: “la causa y la
raíz de todos los males que, por decirlo así, envenenan a los individuos, a los
pueblos y a las naciones y perturban las mentes de muchos, es la ignorancia de
la verdad. Y no sólo su ignorancia, sino a veces hasta el desprecio y la
temeraria aversión a ella. De aquí proceden los errores de todo género, que
penetran como peste en lo profundo de las almas y se infiltran en las
estructuras sociales, tergiversándolo todo, con peligro de los individuos y de
la conciencia humana”.
Sentimos que la falta de veracidad, el empleo frío y premeditado de la
mentira, de la falsedad, del engaño, se ha convertido en táctica habitual en la
sociedad, de ayer y de hoy.
La “insinceridad”, es causa de
disgregación y de decadencia. Esta aparece elevada a la categoría de
estrategia, en la que la mentira, la deformación de las palabras y de los
hechos, el engaño, se han convertido en clásicas armas ofensivas, que algunos
manejan con maestría, orgullosos de su “habilidad”.
Muchos,
particularmente los historiadores y políticos, parecieran identificarse con el
pensamiento de Voltaire, que en una de sus cartas a M. Thierot, le decía: “La mentira no es un vicio sino cuando causa
un mal; es una gran virtud cuando hace el bien...; mentid, amigos míos,
mentid!”.
Quizá algunos al leer esas recomendaciones de Voltaire, se espanten ante
la idea de suscribirlas, pero...¿no la profesan, acaso, de un modo vergonzante,
en el terreno de los hechos, cuando se enfrentan con la concreta realidad de
sus actividades profesionales, cuando están en juego sus intereses económicos o
cuando les ciega el apasionamiento en la lucha política e ideológica ?.
Conviene aquí
decir que la verdad es, según nos la define J. Orlandis, en su acepción profunda,
“una virtud eminentemente social,
en cuanto que es virtud que el hombre debe tanto a Dios como a su prójimo, a
los otros hombres que conviven con él y constituyen una misma comunidad. Es por
tanto, el único cimiento firme de la unidad entre los hombres”.
Los que desean
constituir una sociedad seria, están obligados a observar mutuamente el deber
de veracidad. Debe la verdad regir las actuaciones públicas que desarrollen los
ciudadanos de una sociedad políticamente organizada.
Así como los
gobernantes deben defender el imperio de la verdad en la vida pública, los
historiadores deben registrarla y transmitirla con rigor académico
Ambos deben
garantizar que esa verdad inspire las instituciones políticas que hayan de
informar y servir de cauce a la convivencia nacional. Las instituciones
públicas,
Es fácil
constatar el innato sentimiento de desconfianza que muchas gentes buenas y
sencillas suelen sentir hacia la política, los políticos y los historiadores
que escriben respondiendo a los intereses o conveniencias de los primeros.
No tenemos que
olvidar que el derecho a la verdad es anterior y superior a todo derecho y
exigencia. En virtud de este derecho, los ciudadanos debemos aspirar a que
quienes intervienen en la vida pública y en la formación académica sean
verdaderos en sus actitudes. Nadie tiene el derecho a recurrir a la estrategia
de la mentira. Es por ello que afirmamos que sólo una íntegra y clara veracidad
garantiza la moralidad en todas las actividades públicas y privadas.
Muchos hombres
ni la respetan ni la estiman. La crisis de la verdad acarrea fatales
consecuencias a las sociedades.
Testimonio y
evidencia, dos criterios de verdad y dos caminos, cada uno con su propio
método, para llegar al conocimiento de la realidad.
En ausencia de
la verdad, se fraguan rumores y noticias sin fundamento, sobre apariencias e
indicios insuficientes, que a veces son el origen de mil falsedades, quizá
injuriosas y malévolas. Estas falsedades se extienden por que las difunde por
doquier la cadena sin fin de los que repiten como un eco, y muchas veces
fantásticamente exagerado, todo cuanto llega a sus oídos, sin preocuparse de
comprobar la verdad, o aun siquiera la verosimilitud de aquello que oyeron.
Todo esto
tiene especial gravedad cuando se da en personas que tienen a su disposición
medios con los que actuar e influir sobre la opinión pública. Los historiadores entre ellos.
Pensar la
verdad es, por tanto, pensar con verdad, rectamente, sin prejuicios ni ánimo de
falsear y por cierto con probidad intelectual. Hace falta, por tanto, adquirir
la ciencia precisa sobre los hechos históricos que hayan de enjuiciarse, obtener
adecuada información y valorarla debidamente.
Los
historiadores, entre otros, formadores de la opinión pública, deberían
descubrir el valor del silencio cuando por no haber pensado la verdad se
encuentran incapacitados moralmente para comunicarla.
Este marco,
abarcativo de principios y conceptos, es el que estuvo ausente cuando se empezó
a escribir la historia de nuestra Patria y el desempeño de sus protagonistas.
Pedro de Paoli
nos decía respecto a los inicios del estudio de los hechos históricos que eran “…tratados empíricamente, desde su
importancia como episodios, y dentro de los límites puramente formales y
estrechos de la crónica. Jamás se fue al contenido de los hechos históricos,
como tampoco se los trató en su conjunto como raíz de un pueblo nuevo y como
causas de un acontecer que se proyectaba hacia el futuro obedeciendo al sino de
un momento histórico dado, y al que ninguna fuerza era capaz de detener”.
El “revisionismo histórico”, aquel que
supo no contaminarse de intereses bastardos que obedecían y obedecen a fines
puramente políticos, que supo imprimir en su investigación un férreo espíritu
académico tomando distancia de las pasiones y actitudes obsecuentes, es el que
al día de hoy nos da luz intensa y profunda sobre nuestro pasado y sobre aquellos
hombres que supieron, con sus más y con sus menos, forjar los cimientos de
nuestra nacionalidad.
La historia oficial es un mentís a lo que
desarrollamos sobre la verdad. Claramente respondió y responde a intereses de
familias, de grupos políticos, que no escatimaron esfuerzos para dinamitar todo
lo que tuviera que ver con nuestras auténticas tradiciones y porqué no con
nuestra religión.
Por cierto que
en su tarea no estuvieron solos...contaron con el inestimable apoyo de
Para ilustrar
un poco lo que venimos señalando bástenos citar a un ex presidente argentino,
Domingo Faustino Sarmiento, quien respecto a su obra “Facundo” al escribirle al Gral. Paz el 22 de Diciembre de 1845 le decía
que era una “Obra improvisada, llena por necesidad de
inexactitudes, a designio a veces”,...y en otra dirigida
a Valentín Alsina del 7 de Abril de 1851 le confesaba que había sido escrita
sin “Sin documentos a la mano y ejecutado
con propósito de acción inmediata”.
Este
argentino, prócer inmaculado de
Valentín Alsina acusaba a Sarmiento de ser propenso a los “sistemas”, o sea preconceptos que como sabemos no son el mejor medio de arribar al
conocimiento de la verdad.
Con estos
preconceptos, con esos “sistemas”
nacieron nuestros libros de historia argentina....en ellos queda en evidencia
el objetivo claro de defender a los “padres
de la historia” que fueron actores de importancia en algunos trascendentes
hechos históricos...
Pero un día
sucedió lo inevitable...una generación empezó a “bucear” en los archivos históricos y descubriendo y leyendo
documentos históricos empezaron a resquebrajar los blandos cimientos de la
monumental mentira que ciertos “señores”
habían tejido para engañar a la posteridad.