viernes, 7 de julio de 2023

Vicente Pérez Rosales - Recuerdos del pasado - Fusilamiento de los hermanos Carrera

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

En esta oportunidad ofrecemos a los seguidores de este blog, partes del libro Recuerdos del pasado, cuyo autor fue el chileno Vicente Pérez Rosales.

Recuerdos del pasado

Vicente Pérez Rosales, nació en Santiago, Capitanía General de Chile el 5 de abril de 1807 y falleció en su ciudad natal pero cuando esta ya formaba parte de la República de Chile, el 6 de setiembre de 1886.

Hijo de una opulenta familia patricia, fue estadista, diplomático, pintor –discípulo de Raymond Monvoinsin-, escritor y poeta, además de comerciante y minero.

Durante sus primeros años, residió con su familia en Mendoza, a donde habían migrado a raíz de la derrota de las fuerzas patriotas en Cancha Rayada, escapando así de los avatares de las guerras por la independencia.

Siendo adolescente y estando en esa ciudad, formó escolta para los hermanos Carrera, previo al fusilamiento de los mismos.

En 1825 ya radicado en Chile partió para educarse en París.

Escribió Ensayo sobre Chile, Diccionario del Entrometido y su más conocida obra Recuerdos del pasado, que es una verdadera autobiografía en la que volcó sus experiencias vividas en muchos países, entre ellos el nuestro, ya que fue un incansable viajero.

En esta obra también relató la historia de Chile durante más de medio siglo. 

Estuvo en nuestro país en tres oportunidades, ya sea viviendo aquí o visitándolo como viajero.

A continuación  se transcriben las partes del libro, referidos a los tiempos previos a la batalla de Cancha Rayada, el traslado de la familia a Mendoza y los hechos correspondientes al momento del fusilamiento de los hermanos Carrera.

En la siguiente publicación -Revolviendo la biblioteca 194-, se transcriben sus experiencias siendo estudiante en París y su reencuentro con el general San Martín y muchos años después relatará su encuentro con Juan M. de Rosas, a quien conoció en Southampton. 

Recuerdos del pasado
1814 -1860
por Vicente Pérez Rosales
(Tercera edición - Santiago de Chile - Imprenta Gutenberg - 1886)

CAPITULO III.

Conflictos de Marcó.—Chacabuco.—Gran sarao dado al ejército vencedor.— Armas heráldicas de Chile.—Derrota de Cancha-Rayada.—Segunda emigración a Mendoza.—Muerte de los dos hermanos Carreras, Luis y Juan José.

 

Ya no era don Mariano Osorio quien gobernaba entonces.

Habíale sucedido en el mando otro procónsul llamado Casimiro Marcó del Pont, menos capaz que el anterior, aunque no menos cruel. Los confinados en Juan Fernández [Isla ubicada en el pacífico, donde los realistas desterraban a los partidarios de la revolución], de quienes muy de tarde en tarde se recibían noticias, seguían sin esperanza sufriendo los caprichos de los carceleros de aquella Ceuta americana, al paso que sus deudos y los demás patriotas del titulado Reino de Chile, impotentes para defenderse contra los voluntariosos atropellos del poder que los abrumaba, atesoraban en sus corazones un caudal de agravios, cuyo estallido, cuando sucediese, no podía menos de extirpar para siempre el dominio español de nuestro suelo.

En efecto, habíase iniciado el año de 1817, con pronósticos de invasión patriótica, una expedición alistada del otro lado de los Andes por el incansable celo del bizarro coronel de granaderos a caballo don José de San Martin, gobernador entonces de Mendoza, y reforzada por los heroicos fugitivos de Rancagua, cuyo ardiente valor y patriotismo clamaba por un sangriento desquite. No es, pues, de extrañar que el ánimo de Marcó, perturbado con las amenazantes noticias de estos aprestos bélicos, le indujese a exclamar en uno de sus malos momentos: «¡que ni lágrimas que llorar había de dejar a los chilenos enemigos de su rey!» Pero la suerte lo había dispuesto de otro modo, y estaba escrito en el libro del destino, que las agotadas lágrimas de las víctimas chilenas las había de volver él mismo con las propias suyas en un destierro.

En uno de los largos y calurosos días del mes de enero de aquel año, se paseaba inquieto en el espacioso y oscuro salón de una conocida y antigua casa de Santiago llamada de los Carrera, un apuesto caballero como de treinta y cinco años, alto, ojos azules, nariz prominente y cabello negro. Su aire preocupado, su continuo mirar por la entornada ventana hacia la calle, junto con sus convulsos movimientos de impaciencia, denotaban que esperaba por instantes la noticia de algún serio acontecimiento. Como a eso de las tres de la tarde, hora de siesta y de general silencio en aquella estación, se vio, gallinas al hombro, atravesar el patio de la casa a uno de esos andrajosos vendedores de aves que llegaban de los campos con tanta frecuencia a la capital, a expender su modesta mercancía, el cual, deteniéndose a la puerta de la antesala dio el grito de ordenanza: ¡Llevo gallinas gordas, casero!... Solar, que no era otro el silencioso e inquieto. personaje que traigo de nuevo a la escena, estremeciéndose como herido por una chispa eléctrica, al oír esa voz que parecía serle conocida, hizo a mi madre señas para que me entretuviese, saliendo precipitado de la sala, ordenó que un sirviente cargase con las aves, y en cuanto se consideró solo, tomó del brazo al vendedor y desapareció con él en su inmediato escritorio.

Qué significaba aquel misterioso encierro con mi padre a solas? Cuestiones fueron éstas a las que mi madre, más preocupada de velar sobre la conservación del aislamiento de la vecindad del escritorio, que de satisfacer mi infantil curiosidad, se limitó a contestar imponiéndome silencio.

Un momento después, el vendedor de aves, con aire de triste pordiosero, salió a la calle y tendiendo la mano a cuantos encontraba, en busca de merced, desapareció por la calle de los Huérfanos abajo.

Solo cuatro años después de lo ocurrido pude recoger, de boca de mi madre la solución del enigma del pollero. Conservaba la señora en su libro de autógrafos un pequeño cuadrito de papel que, arrollado, podía desempeñar la apariencia de tabaco dentro de la hoja de un cigarro. En este papel se podían leer con facilidad estas palabra: «15 de enero: hermano $... Remito por los Patos 4,000 pesos fuertes. Dentro de un mes estará con ustedes el hermano José.»—El supuesto vendedor de aves era uno de los muchos espías y emisarios de quienes se valía el gobernador de Mendoza, ya, para sostener el ánimo de los patriotas que gemían de este lado de los Andes, ya para avivar las indecisiones de Marcó; la fecha indicada el día de la salida del ejército, los pesos fuertes, el número de sus soldados, y el hermano José, el nombre del ilustre soldado libertador don José de San Martin. Nunca vi más radiante de contento la fisonomía de mi padre, que cuando despidió al supuesto mendigo. Hubo en las primeras horas de la noche numerosas visitas, todos hablaban a media voz, todos accionaban con más o menos vehemencia, y en todos dominaba la alegría que trae consigo algún feliz y cercano acontecimiento,

Desde ese día para adelante no dejé de notar en las calles de Santiago el más inusitado movimiento. Partes precipitados que volaban reventando cinchas salían a cada instante de Palacio, ya para el Norte ya para el Sur del Reino. Se llamaban tropas del Sur, se las detenía en su marcha, y se las fraccionaba para sembrarlas por destacamentos en todos los pasos de la cordillera; porque fueron tantas las trazas y los ardides de que se valió San Martin para ocultar el rumbo de sus tropas, que hubo momentos en que los realistas llegaron a ver en todos y en cada uno de los boquetes andinos, asomar al mismo tiempo el amenazador fantasma del ejército libertador.

Llegó el día 11 de febrero, y con él tanto toque de cajas y de cornetas, tantas carreras de caballos por la ciudad, al propio tiempo que se veían salir, apresuradas por la cañadilla, las pocas tropas que aún quedaban en Santiago, que este pueblo parecía campamento que sorprendido levantaba asiento a toque de rebato.

No había un solo semblante en el cual no se encontrase trazada con enteros rasgos la ansiedad. El temor y la esperanza luchaban en todos los corazones; decían unos que ya San Martin, al mando de más de diez mil hombres, había pasado la cordillera, y que lanzaba sobre el desgraciado Reino de Chile, una inundación de excomulgados insurgentes, que todo lo venían arrasando; otros que San Martin solo capitaneaba a cuatro gatos cansados con el viaje, y tan mal armados, que al menor asomo de las tropas reales ni rastro quedaría de ellos. Llegó después la noche que tan vivos recuerdos ha dejado en mi alma. Todas las puertas de calle que no estaban herméticamente cerradas, después de las oraciones, estaban entornadas y vigiladas para evitar los desbordes de las turbas inconscientes, para las cuales no podía haber desenlace sin saqueo. Alternábase el silencio con el ruido. Momentos hubo en que pudo sentirse el vuelo de una mosca, y momentos en que todo lo atronaban las imprecaciones de las patrullas a caballo, lanzadas a escape tras de aquellos impacientes insurgentes que, por desahogo, gritaban antes de tiempo «¡Viva la Patria!».

Uno de estos imprudentes atravesó como un celaje el pasadizo de nuestra casa, al mismo tiempo que seis soldados a caballo, lanzándose en el patio, entraron con gran ruido de sables y de herraduras hasta la mitad de la antesala, donde se encontraba reunida la familia. A la orden altanera del que comandaba el piquete, de entregar en el acto al insurgente que acababa de asilarse en casa, Solar, sin turbarse, echó mano a un candelabro, y convidando a los soldados a seguirle, hizo una correría por la casa como si no pensase en otra cosa que en la entrega del fugitivo, cuya entrada protestaba ignorar; y supo hacer su papel tan a lo vivo, que después de remover hasta los colchones de los catres, donde él bien sabía que nada habían de encontrar, no se detuvo hasta dar con ellos en una azotea interior que comunicaba con el tejado. Viéronse, pues, obligados a dar por terminada su persecutora e inútil tarea, volvieron a la sala prorrumpiendo en reniegos, cobraron en ella sus cabalgaduras, y lanzando a todos miradas de despecho, salieron a la calle dejando el salón pasado a sudor y a estiércol de caballo.

Pero ya estaban sonando para el poder peninsular los últimos tañidos de la campana de una agonía que, principiando el 12 de febrero de 1817 sobre los gloriosos recuestos de Chacabuco, debía terminar en la para siempre memorable jornada de Maipú.

El espantado Marcó recibió en la tarde de ese día la vaga noticia de la derrota de las fuerzas reales confiadas a Maroto en Chacabuco, y sin esperar la confirmación de ella, huyó despavorido junto con algunos subalternos hacia la costa de San Antonio, esperanzado de encontrar en ella alguna nave española donde poder asilarse. Pero tras de Marcó había salido matando caballos, un expreso para imponer de lo que pasaba a don Francisco Ramírez, dueño de aquella hacienda de las Tablas, que sirvió de escondite a mi familia recién entró Osorio a la rendida Santiago; y Marcó cayó en manos de mi irritado tío, quien le condujo con sus huasos a Santiago, y lo entregó a los vencedores, custodiado por Aldao, capitán de granaderos del ejército de los Andes el día 24.

No debe causar extrañeza verme pasar tan de corrido sobre los acontecimientos políticos que han ido ocurriendo a mi vista durante el curso de mi vida, por no ser historia política la que escribo. Y si de vez en cuando se me ve desviar de mi propósito, es ya por consignar hechos poco conocidos, o ya por dar unidad a mi narración aduciendo aquellos que han motivado estos recuerdos.

La casa de don Juan Enrique Rosales, quien aún gemía en el destierro de Juan Fernández, sin más consuelo ni más ángel tutelar que su abnegada hija Rosario, había cambiado, junto con la entrada de San Martin a Santiago, su crespón de luto por el vestido de baile, y el tétrico silencio que la violenta separación del amo la legara, por el mas bullicioso y alegre afán de engalanarlo todo.

Las hijas y los yernos de Rosales quisieron dar a los vencedores en Chacabuco una leve prueba de su reconocimiento; y persuadiéndose de que el desterrado padre, lejos de considerar su casa profanada por la alegría, mientras él gemía en el destierro, bendeciría el obsequio que sus hijos hacían a tantos héroes a quienes comenzábamos a deber patria y libertad, se esmeraron en preparar para ello el más suntuoso sarao que en aquel entonces permitían las circunstancias.

Acabábase de proclamar a O’Higgins Supremo Director del Estado el memorable día 16 de febrero, y parecía tanto más justificada la alegría de los deudos de Rosales, cuanto que ya se sabía que el más apremiante afán de este bizarro jefe, era el de repatriar a los próceres chilenos confinados en Juan Fernández.

Para que se vea cuán sencillas eran las costumbres de aquel entonces, voy a referir muy a la ligera lo que fue aquel mentado baile, que si hoy viéramos su imagen y semejanza, hasta lo calificaríamos de ridículo, si no se opusiera a ello el sagrado propósito a que debió su origen.

Ocupaba la casa de mi abuelo el mismo sitio que ocupa ahora el palacio del héroe de Yungay, y contaba, como todos los buenos edificios de Santiago, con sus dos patios que daban luz por ambos lados al cañón principal.

Ambos patios se reunieron a los edificios por medio de toldos de campaña hechos con velas de embarcaciones que para esto solo se trajeron de Valparaíso. Velas de buques también hicieron las veces de alfombrados sobre el áspero empedrado de aquellos improvisados salones. Colgáronse muchas militares arañas para el alumbrado hechas con círculos concéntricos de bayonetas puntas abajo, en cuyos cubos se colocaron velones de cebo con moños de papel en la base para evitar chorreras. Arcos de arrayanes, espejos de todas formas y dimensiones, adornaron con profusión las paredes, y en los huecos de algunas puertas y ventanas, se dispusieron alusivos trasparentes debidos a la brocha-pincel del maestro Dueñas, profesor de Mena, quien, siendo el más aprovechado de sus discípulos para pintar un árbol, comenzaba por trazar en el lienzo, con una regla, una recta perpendicular, color de barro; cogía después una brocha bien empapada en pintura verde, embarraba, con ella sobre el extremo de la recta, que él llamaba tronco, un trecho como del tamaño de una sandía, y si al palo aquel con cachiporra verde, no le ponía al pie «este es un árbol», era porque el maestro no sabía escribir. Tras de dos grandes biombos, pintados también, se colocaron músicas en uno y otro patio, y se reservó una banda volante para que acudiese, como cuerpo de reserva, a los puntos donde más se necesitase. Pero lo que más llamó la atención de la capital, fue la estrepitosa idea de colocar en la calle, junto a la puerta principal de la entrada al sarao, una batería de piezas de montaña, que contestando a los brindis y a las alocuciones patrióticas del interior, no debía dejar vidrio parado en todas las ventanas de aquel barrio. Los salones interiores vestían el lujo de aquel tiempo, y profusión de enlazadas banderas daban al conjunto el armonioso aspecto que tan singular ornamentación requería.

Ocupaba el cañón principal de aquel vasto y antiguo edificio, una improvisada y larguísima mesa sobre cuyos manteles, de orillas añascadas, lucia su valor, junto con platos y fuentes de plata maciza que para esto solo se desenterraron, la antigua y preciada loza de la China. Ninguno de los más selectos manjares de aquel tiempo dejó de tener su representante sobre aquel opíparo retablo, al cual servían de acompañamiento y de adorno, pavos con cabezas doradas y banderas en los picos; cochinitos rellenos con sus guapas naranjas en el hocico y su colita coquetonamente ensortijada; jamones de Chiloé, almendrados de las monjas, coronillas, manjar blanco, huevos chimbos y mil otras golosinas, amén de muchas cuñitas de queso de Chanco, aceitunas sajadas con ají, cabezas de cebolla en escabeche, y otros combustibles cuyo incendio debería apagarse a fuerza de chacolí de Santiago, de asoleado de Concepción y de no pocos vinos peninsulares.

Fue convenido que las señoras concurriesen coronadas de flores, y que ningún convidado dejase de llevar puesto un gorro frigio lacre con franjas de cintas bicolores, azul y blanco.

Escusado me parece decir cuál fue el estruendo que produjo en Santiago este alegre y para entonces suntuosísimo sarao. Dio principio con la canción nacional argentina entonada por todos los concurrentes a un mismo tiempo, y seguida después con una salva de veintiún cañonazos que no dejó casa sin estremecerse en todo el barrio. Siguió el minué, la contradanza, el rin o rin, bailes favoritos entonces, y en ellos lucían su juventud y gallardía el patrio bello sexo y aquella falange chileno-argentina de brillantes oficiales, quienes supieron conseguir con sus heroicos hechos, el título para siempre honroso de Padres de la Patria.

Jóvenes entonces y trocado el adusto ceño del guerrero por la amable sonrisa de la galantería, circulaban alegres por los salones aquellos héroes que supo improvisar el patriotismo, y que en ese momento no reconocían más jerarquías que las del verdadero mérito, ni más patria que el suelo americano. Allí el glorioso hijo de Yapeyú estrechaba con la misma efusión de fraternal contento la adamada mano del esforzado teniente Lavalle, como la encallecida del temerario O’Higgins, y nadie averiguaba a qué nación pertenecían los orientales Martínez y Arellano, los argentinos Soler, Quintana, Beruti, Plaza, Frutos, Alvarado, Conde, Necochea, Zapiola, Melián; los chilenos Zenteno, Calderón, Freire; los europeos Paroisin, Arcos y Cramer, y tantos otros cuya nacionalidad se escapa a mis recuerdos, como Correa, Nozar, Molina, Guerrero, Medina, Soria, Pacheco, y todos aquellos a quienes los asuntos del servicio permitieron adornar con su presencia la festiva reunión en que se encontraban. Concurrieron también a ella lo más lucido de la juventud patriótica de Santiago, los contados viejos que la crueldad de Marcó dejó sin desterrar, el alegre y decidor Vera, y aquel célebre pirotécnico de la guerra, el padre Beltrán, que encargado de colocar alas en los cañones para trasponer los Andes, no debía tardar en asumir el carácter de Vulcano, forjando en la maestranza rayos para el Júpiter de nuestra independencia,

La mesa vino en seguida a dar la última mano al contento general. La confianza, hija primogénita del vino, hizo más expansivos a los convidados, y los recuerdos de las peripecias de la reciente batalla de Chacabuco, contados copa en mano por la misma heroica juventud que acababa de figurar en ella, unidos al estrépito de las salvas de artillería produjeron en todo aquel recinto y en sus contornos, el más alegre estruendo que al compás del cañón, de las músicas y de los ¡Hurras! había oído Santiago desde su nacimiento hasta ese día.

Todos brindaban; cada brindis descollaba por su enérgico laconismo y por las pocas pero muy decidoras palabras de que constaba. ¡Cuán fríos no parecerían en el día, que acostumbramos medir la bondad de los brindis por el tiempo que tardamos en expresarlos, aquellas lacónicas pero enérgicas expansiones de almas electrizadas por el patriotismo! Antes se brindaba con el corazón, ahora brindamos con la cabeza.

San Martin después de un lacónico pero enérgico y patriótico brindis puesto de pie, rodeado de su estado mayor y en actitud de arrojar contra el suelo la copa en que acababa de beber, dirigiéndose al dueño de casa dijo: Solar, ¿es permitido? y habiendo éste contestado que esa copa y cuanto había en la mesa estaba allí puesto para romperse, ya no se propuso un solo brindis sin que dejase de arrojarse al suelo la copa para que nadie pudiese profanarla después, con otro que expresase contrario pensamiento. El suelo, pues, quedó como un campo de batalla lleno de despedazadas copas, vasos y botellas!

Dos veces se cantó la canción nacional argentina y la última vez lo hizo el mismo San Martin. Todos se pusieron de pie, hizose introducir en el comedor dos negros con sus trompas, y al son viril y majestuoso de estos instrumentos, hizose oír electrizando a todos la voz de bajo, áspera pero afinada y entera, del héroe que desde el paso de los Andes no había dejado de ser un solo instante objeto de general  veneración. No pudo entonces la canción chilena terciar en el sarao con sus eléctricos sonidos, porque aún no había nacido este símbolo de unión y de gloria que solo fue adoptado por el Senado el 20 de setiembre de 1819 y cantado por primera vez, con música chilena, ocho días después.

Otro tanto ocurrió con las armas heráldicas de Chile, que muy en embrión figuraron al lado de las argentinas en los biombos y lienzos que adornaban los patios, pues solo tres días después de adoptarse por el Senado la canción nacional vino el mismo cuerpo a fijar la forma que en los primeros tiempos tuvieron. Reducíase ésta a un óvalo en cuyo centro de azul oscuro resaltaba una columna dórica blanca con su letrero Libertad encima. Sobre éste veíase una estrella de cinco puntas que representaba a Santiago, y dos más a uno y otro lado para representar a Coquimbo y a Concepción, nombres que tenían las tres grandes secciones políticas en que entonces se dividía el país. Servían de orla a estas insignias ramas de laurel atadas con cintas tricolores, y a todo el escudo completos trofeos de armas, de banderas y de cadenas rotas.

No carece de interés el consignar aquí lo que fueron nuestras insignias patrias en sus primeros pasos. Chile desde sus primeras camorras políticas del año de 10 hasta la feliz intervención de don José Miguel Carrera en nuestra revolución, no tuvo ni más bandera que la española, ni otro escudo heráldico que el de los reyes de Castilla; lo que hace sospechar o que no pasaba por la mente de nuestros padres la idea de una separación absoluta de la madre patria, o que si pasaba, se temía darlo a entender.

Débese a ese intrépido patriota el oportuno y arrojado término de las indecisiones, y ya en 1812, sancionado el año siguiente por el Senado, hacia lucir ante los atónitos ojos de los chilenos, aquella primitiva enseña tricolor azul, blanco y amarillo, que tantas glorias y tantas desgracias supo enérgica presenciar. Aturdida pero no muerta en la funesta catástrofe de Rancagua, supo volver el año de 1817 a su gloriosa vida, ya no luciendo el color amarillo que antes ostentaba, sino el rojo en que éste se había convertido, según la poética expresión de Vera, por la sangre de sus propios defensores.

Arrojada para siempre del suelo chileno la legendaria enseña de los leones, se alzó brillante sobre el azul de nuestro libre cielo aquella hermosa y solitaria estrella que siempre ha sido, es y será la precursora de los más arrojados triunfos militares.

Terminado el sarao y vuelto cada cual a la tarea de consolidar la obra con tanta dicha iniciada en Chacabuco, lo primero en que se pensó fue en repatriar cuanto antes a los patriotas que la crueldad española tenia confinados en Juan Fernández. Temíase con razón, que en cuanto llegase noticia a Abascal, virrey entonces del Perú, de lo que en Chile ocurría, no tardarían aquellos infelices patriotas y troncos de las primeras familias de este país, en ser trasladados a las casamatas de los castillos del Callao, y así hubiera sucedido si el engañado bergantín español Águila no hubiese caído en manos de los patriotas al entrar en Valparaíso, creyendo aun aquel puerto en poder de los españoles.

Salió este bergantín sin tardanza para la isla, y no habiendo encontrado en don José Piquero, gobernador de aquel presidio, resistencia alguna para entregar los prisioneros, tuvieron éstos la dicha de embarcarse libres para tornar al seno de sus desconsoladas familias el 25 de marzo, mes y medio después de la memorable jornada de Chacabuco.

Estos paréntesis de dicha entre las tormentas del pasado y las borrascas que nos preparaba el porvenir antes de terminar la epopeya de nuestra emancipación política, no fueron de larga duración. La vida de entonces era una vida de contrastes; pasábase en ella casi sin transición de la risa al llanto, y del llanto a la risa. ¡Cuándo hubiera podido imaginarse Marcó que sus mismos edictos de expoliación y de tortura, que un día antes no más llenaban de vengativo alborozo a los realistas, habían de servir un día después al despojo y al tormento de esos mismos realistas, sobre quienes caía inexorable la pena del talión! Ni cómo los que se entregaban a los delirios de alegres festejos en medio de la confianza que inspiraba un porvenir al parecer seguro, podrían imaginarse la hondura del abismo que la incierta suerte de la guerra les tenía preparado en Cancha Rayada!

Principiaba apenas a correr el siempre conmemorable año de 1818, año de lágrimas y de glorias, y piedra angular que sirve de base a nuestra autonomía política, cuando el placer y la esperanza de ir afianzando cada día más nuestra libertad, se tornó con la derrota de Cancha Rayada, en la más cruel de todas las decepciones. El efecto que la noticia de esta catástrofe, ocurrida el 19 de marzo, produjo en la capital tanto más sorprendida cuanto menos preparada para recibirla, no es para descrito. Cuando la derrota de Rancagua el año 14, no todos los santiagueños adictos a la causa de la emancipación creyeron necesario trasponer los Andes para salvarse del rencor realista, porque si bien es cierto que eran patriotas de corazón, sus hechos no los calificaban aun de incorregibles insurgentes; al paso que a muy pocos santiagueños en el año 18 les cogió Cancha Rayada con la careta que antes los encubría por haberla arrojado con sumo desembarazo después de la gloriosa jornada de Chacabuco. Enseñoreóse, pues, del infeliz Santiago el pánico más desatinado, y aguijoneado por instantes el instinto de salvación por las atropelladas noticias que traían los prófugos del campo de batalla, solo se pensó en buscar refugio del otro lado de los Andes.

El cómo moverse un pueblo entero desprevenido y apurado a nadie preocupó como imposible. El ¡sálvese quien pueda! todo lo allana, por lo que empequeñece el temor los más insuperables obstáculos que se oponen a la huida.

Espantaba ver el gentío de a pie y de a caballo que seguía, llevándoselo todo por delante, el conocido camino de la cuesta de Chacabuco en demanda del de los Andes; y en el corazón de la sierra, aquí y allí sembrados, no se veía otra cosa que grupos de hombres y de mujeres a pie, llevando unos a sus hijos por la mano, otros sentados para cobrar aliento, y los más solicitando de la gente que huía, alimentos con que sustentarse para seguir huyendo.

Para que se deduzca cuánto debieron sufrir las familias menos acomodadas que la mía en la emigración, básteme referir que por solo nueve mulas de silla que nos franqueó por especial favor el conocido Loyola, empresario de carretas en el camino de Valparaíso, pagó mi padre catorce mil pesos. Nada, pues, pudimos llevar, todo quedó en la casa a cargo de un antiguo y buen sirviente, como si debiéramos volver a ella el mismo día. Recuerdo que, mientras ensillaban las cabalgaduras y se echaban colchones hasta sobre los caballos regalones de Solar, el resto de la familia se ocupaba en enterrar bajo los ladrillos de las piezas interiores, las alhajas y la plata labrada que aún nos quedaba, y que muchos talegos de a mil pesos cada uno, se arrojaron, a hurto de los sirvientes, en el pozo del último patio. Hecho esto y con poco más que lo encapillado, emprendimos la huida para Mendoza a las tres de la tarde del día 23.

Todavía no habíamos, pues, acabado de celebrar la vuelta de Juan Fernández del anciano abuelo Rosales y la de su inseparable hija Rosario, cuando ya nos vimos precisados a proveer de nuevo y de un modo más eficaz, a la salvación de aquel venerado tronco de nuestra familia; pero todos los padecimientos del viaje hubiesen sido llevaderos, si una nueva e imprevista desgracia no hubiera venido a sorprendernos en la áspera ladera de las Vacas. La mula en que montaba mi madre dio un traspié que arrojando a la señora de la silla, la hubiese hecho pedazos contra una roca, si mi tía Rosario, esa víctima de amor a la familia, no se hubiese arrojado de su cabalgadura para interponerse entre la roca y el cuerpo de su hermana, a quien salvó la vida a expensa de quebrarse ella el hueso del muslo con el choque.

Una incómoda angarilla hasta llegar al pueblo de Mendoza, fue el único vehículo que huyendo pudimos proporcionar a esa joven excepcional, para quien parecía deber ineludible sacrificar su existencia por todos y por cada uno de los miembros de su familia.

Así llegados a la pobre aldea de Mendoza, buscamos, como los demás, en ella, cuarteles de invierno, y como en aquel pueblo hubiese un escolon que por ser único tenía sus sombras y su lejos de colegio, a él fuimos a parar todos los hijos varones de los fugitivos chilenos.

Entre tanto la llegada de éstos a Mendoza, llenó a ese pueblo del más acervo espanto.

Aquella sección política del antiguo Virreinato de la Plata, sin tropas ni recursos para crearlas, no solo estaba expuesta a una invasión reivindicadora de parte del victorioso ejército español, sino también a los trastornos que hacia germinar en todas partes la agraviada ambición de los hermanos Carrera, enemigos jurados de O'Higgins desde antes de la funesta jornada de Rancagua. Los héroes de la Patria Vieja, a quienes tanto debía la causa de la independencia, parecía que no podían obrar de acuerdo con los héroes de la Patria Nueva. Alzábase entre las patrióticas almas de aquellos padres de nuestra libertad, el fantasma de la rivalidad; y ese principio tan noble, siempre que obra en el sentido del mejoramiento de las obras humanas, extraviado entonces, solo propendía al exterminio del uno o del otro partido. Cupo a los Carrera la triste suerte de sucumbir en esta fratricida lucha, y al que estas líneas escribe el dolor de haber presenciado el desenlace de ese sangriento drama.

Gobernaba entonces en Mendoza don Toribio Luzuriaga, quien para aliviar el servicio de la escasa guarnición de la plaza, había dado orden de armar y de dar instrucción militar, para el servicio ordinario de ella a todo colegial que pasase de 10 años de edad.

Al cargar por primera vez, lleno de altivo gozo, la tercerola que se puso en mis manos; al seguir con mis demás compañeros el cadencioso paso del toque de marcha; al obedecer, con rapidez y marcial continente, las voces de mando del capitán de ejército que nos servía de instructor, ¡cuándo pude imaginar que poco tiempo después, con la misma arma, al mismo paso, y obedeciendo a las mismas órdenes, había yo de servir de valla al tétrico recinto que ocupaban dos bancos donde debían ser fusilados los íntimos amigos de mi familia, don Luis y don Juan José Carrera!

Los dos hermanos habían caído en manos de sus enemigos, el primero bajo el nombre de Leandro Barra, el segundo bajo el de Narciso Méndez, y ambos encadenados yacían incomunicados en la cárcel de Mendoza.

El 4 de abril, víspera de la acción de Maipú, supimos con espanto que el fiscal Corbalán había pedido se aplicase u los reos la pena ordinaria de muerte; mas este dictamen conmovió tan profundamente el ánimo de la población, que los mismos que parecían más interesados en ejecutarlo, se vieron precisados a dar al juicio la solemnidad de someterle al nuevo acuerdo de los letrados Galigniana, Cruz Vargas y Monteagudo.

Nunca se vio caminar un asunto tan serio, con más atropellada rapidez. Y fue la causa de ella, el temor de que estando en vísperas de estrellarse el roto ejército de San Martin con el vencedor en Quecherehuas, la menor noticia de un nuevo descalabro podría lanzar a Mendoza en un movimiento revolucionario del cual no tardarían en ser caudillos los Carrera.

Monteagudo y Cruz Vargas, opinaron que, por duro que pareciese, debía consumarse el sacrificio.

El día 8 de abril, a las 3 de la tarde, se notificó a los desgraciados presos que a las cinco de ese mismo día debían morir.

A la misma hora de la notificación, se tocó a tropa a la guarnición de estudiantes, y a las cuatro en punto se encontraba ésta formada en la plaza, cerca de una pared baja, que contigua a la cárcel, servía de respaldo a dos rústicos bancos destinados a ser el último asiento de dos víctimas de la brutalidad humana.

Reclamaron nuestros padres, creyendo que se nos iba obligar a hacer fuego sobre las víctimas; pero habiendo contestado el gobernador que para eso no faltaban veteranos, siguió adelante la mortal tarea.

Crecía por momentos la concurrencia, y tanto, que apenas podíamos impedir que no se rompiese la línea que servía de valla, para dejar expedita la acción de los verdugos.

A las cinco y tres cuartos el gran movimiento que notamos en la guardia de la cárcel, nos dio a entender que el atroz desenlace del drama iba a principiar, y no nos equivocábamos, pues el antiguo toque de agonía en la iglesia vecina, comenzó con lúgubres tañidos a anunciar al pueblo que orase por el alma de los ajusticiados!

Un instante después, y en medio del más sepulcral silencio, asidos de las manos, aparecieron bajo el portal de la cárcel, rodeados de bayonetas, las dos ilustres víctimas, Luis y Juan José Carrera, a los cuales en más felices años, debí tantos cariños, cuando unidos a José Miguel, confiaban amistosos a mi madre, ya sus temores, ya sus esperanzas, sobre la futura suerte de la patria, o ya sus frecuentes y locas travesuras!

Precedidos por cuatro soldados y seguidos por un piquete de fusileros, grillos en los pies, cabeza desnuda y un sacerdote a cada lado, atravesaron, con dificultoso paso, el corto trecho que mediaba entre la cárcel y los banquillos. El semblante de los dos hermanos estaba pálido; el ademan del adamado Luis, tranquilo; el de Juan José, convulso; y parecía que aquellos desgraciados tenían mucho que confiarse antes de morir, pues no cesaron un solo instante de hablarse a media voz, hasta que, llegados al término de aquella fatal jornada, fue preciso que los sacerdotes les dijesen algo que no oí, para que después de un estremecimiento involuntario, se volviesen a ellos, les diesen las gracias, y estrechasen con efusión contra el corazón un crucifijo que besaron en seguida respetuosos.

Sentáronse resignados y como agobiados por el cansancio, y suplicando al que hacía de verdugo que no les vendase los ojos, Luis se echó a la cara su pañuelo y exclamó: Esto será bastante! Mas no les fue concedida esta última merced. Vendada, pues, la vista, lista y en acecho la mira de los fusiles, ya comenzaban a desviarse los sacerdotes esforzando la voz del último consuelo, cuando de repente y como movidos por un solo resorte, en medio del espanto de un público sobrecogido, se levantaron los dos hermanos, arrojaron la venda y lanzándose el uno en los brazos del otro, mudos y convulsos, permanecieron así medio minuto. Era el último adiós que daban juntos al hermano, a la vida y a la patria!

Nunca he podido borrar de mi memoria la terrible impresión que dejó en mi alma esa solemne, muda e inesperada protesta contra las atrocidades, hasta ahora interminables, del titulado ser más perfecto de la creación, del hombre!

Vueltos por mano del verdugo a su funesto asiento, entre el humo de una sola descarga, volaron las almas de aquellos desdichados hacia el cielo!

Luis cayó sin movimiento hacia adelante; Juan José bamboleó un instante sobre el banquillo, y articulando algunas palabras que la emoción no me permitió oír, se desplomó después!