martes, 1 de marzo de 2016

Ramos Mejía y los carnavales de la época de Rosas

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año X N° 38 - Marzo 2016 - Pag. 16 

 Bicentenario de la Declaración de la Independencia de las Provincias Unidas de Sud América  el  9 de Julio de 1816  


Carnaval en la época de Rosas

Descripción de Ramos Mejía sobre el carnaval en la época de Rosas


Carnavales en la época de Rosas
José María Ramos Mejía



José María Ramos Mejía, escritor antirrosista, en  Rosas y su tiempo -publicado originalmente en 1907, reeditado por Emecé Editores, Buenos Aires, 2001- así describe el Carnaval de Rosas.

 


Su entrenamiento favorito (de la "plebe rosina") era el carnaval. La licencia y la impunidad, usada durante esos tres mortales días, se hacían sentir sobre las clases cultas con crueldad y permitía ejercer todas sus pequeñas venganzas: entrar en las casas hasta los dormitorios, manosear a las mujeres, cortar los faldones de las levitas y castigar la soberbia de las señoras y cajetillas

El "Carnaval de Rosas", como se le ha llamado después, era la institución popular por excelencia. El estado de cultura y la libertad usada por el pueblo bajo está pintado allí con viva elocuencia. Llegó a tal punto el brutal desborde que el mismo dictador se vio obligado a reglamentarlo en un decreto lleno de considerandos, en el cual él mismo revelaba cierto respetuoso temor ante el empuje del indomable populacho. Si alguna diversión en los anales de la locura, ha superado a las bacanales, ha sido aquella, sin duda alguna. Este extraño género de sport concentraba a todo el fuego de las pasiones populares y en ocasiones debió ser una especie de emuntorio que daba escape a todas las fuerzas reprimidas durante el curso del año por la disciplina y el trabajo. Era necesario ver aquella plebe usando del placer, para explicársela en la venganza y el motín.

Como actores de la infernal orgía, tomaba parte principal todo lo que el pueblo tenía de menos pacífico. De las orillas y de los pueblitos inmediatos, la gente afluía a caballo o en carreta y llenaba los fondines y pulperías en un hacinamiento desagradable. Tres o cuatro días duraba la preparación espiritual, durante los cuales se bebía en abundancia, se combinaban las agresiones y en medio de la excitación de tanta locura se organizaban los más extraños instrumentos de combate: carros adornados con abundancia de sauce y paraíso, grandes pipas para el agua, tristeles monumentales, vejigas llenas de aire, en cuya confección el ingenio demoníaco del guarango y del orillero se complacía en agregar el detalle maligno. Era lo menos la pica-pica en e! ramo de flores, el agua sucia en el tristel, la pólvora en el cigarro, cuyo éxito llenaba el ambiente con el estruendo de la carcajada popular, una vez producida la grave lesión que se esperaba. Los candombes empezaban a fermentar con la alegría gritona y agitante de los negros en libertad. La pulpería y el burdel tomaban su lugar y trascendía hasta los barrios tranquilos del centro la más profunda alarma. Porque la fauna séptica se insinuaba en el alma de todos, despertando aquellos apetitos que el voluptuoso presentimiento del manoseo de las niñas y señoras movilizaba de un modo brutal. Podía decirse que la revoltosa animalidad tenía en esa fiesta como una segunda época del celo. Vaga impresión de bestialidad comenzaba a circular en el ambiente. Las casas de familia percibían en la agitada alegría de la servidumbre las promesas que aquellos días de enajenación ofrecerían. Esa revolución saturnal del bajo instinto, libre de todo reato, dejaba en el ánimo de la gente culta la sensación anticipada de todas las vejaciones que iba a sufrir y, sin embargo, tenía que disimular tras de la plácida fisonomía que en estos casos mandaba la liturgia oficial. Podríamos decir, como el himno homérico de las procesiones de Baco, que todas las energías de la savia, todas las obscenidades del celo universal tomaban en ese día forma y aliento, figura y disfraz para agruparse alrededor su ídolo, tipo soberano de la vida física.

Sonaba el cañonazo y estallaba el acceso. Los carros comenzaban a rodar por el mal empedrado, llevando enormes toneles llenos de agua, escaleras para el asalto, sandías, zapallos, huevos de pato y avestruz llenos de agua infecta, bermellón o harina para los balcones de los unitarios; y detrás o a los lados, trepados o a pie, una turba de pilluelos de todas las edades y aspectos atronando el aire con sus silbidos, gritos y palmoteos salpicados del infaltable "¡Viva la Federación, mueran los salvajes inmundos unitarios!". Pelotones pintorescos de hombres a caballo, medio disfrazados y pintarrajeados, con ponchos y chalecos colorados, barbas postizas de crines y colas de caballo. A tan desaforada peregrinación que iba a sujetar frente a la casa elegida para el festín o para el ultraje, servíanle de orquesta los tachos y calderas más sonoras, cornetas desafinadas, pitos, tambores, bombas, cencerros colosales, en montones, agitados nerviosamente y golpeados por la turba desenfrenada. Allí era recibida con palmoteos y gritos de entusiasmo. Las mujeres arremangábanse las polleras, el cabello iba a la espalda con caluroso garbo y empezaba el torneo. El agua corría a mares; abalanzábanse a los carros enardecidas por las flagelaciones del agua y el bárbaro y obsceno entrevero se hacía general. Todo contribuía a estimular rabiosamente los más bajos deseos: los pechos rumbosos de las jóvenes, las caderas y los muslos proyectando sus formas sobre los sentidos a cada instante más voraces; porque el agua pegaba la ropa ligera al cuerpo, desnudándolo con cierto descuido de insolente impudor. La carne mirada así parecía palpitar con más luz bajo el fresco manto de agua. Caían al suelo rodando entre el barro de los charcos, precipitábanse vereda abajo medio asfixiadas por aquel diluvio incesante o en brazos de hombrones musculosos, embriagados por el olor de su cuerpo y de su aliento, iban a la tina a recibir el baño final que indicaba la capitulación.

Divinidad fúnebre la que en ocasiones presidió a esta fiesta, proyectando sombras de muerte sobre los triunfos brutales de la vida: las bacantes solían transformarse en manes y su rostro blanco y lívido mezclarse con frecuencia a los gestos alegres de las máscaras. Su voz atiplada parecía en ocasiones balbucear sordamente, la lengua inarticulada de algún inquieto fantasma que buscara el reposo de la tumba. Cuando el asalto era a la familia enemiga, la comedia tenía sabor más acre, porque el agua parecía sangrienta en los jarros y detrás del vejigazo iba la puñalada o las rebenqueaduras famosas, con las cuales los unitarios, larvados detrás de su mimetismo previsor, saldaban sus cuentas viejas con los federales. El muerto del carnaval, en aquellas calles sin luz y sin eco para los gritos de auxilio, se cargaba en la cuenta de los naturales excesos populares, fueran uno, dos o cuatro, como en el del año 1840. Era precisamente para esas familias sindicadas, que el carnaval de Rosas tenía aquella cola bestial que Pratinas cortó a la tragedia griega. Enharinaban de pies a cabeza las niñas, les arrojaban agua pestífera o las volteaban de una pedrada; llenaban de bermellón los muebles, los tapices, las paredes, reservando para la negra sirvienta el huevo perfumado y el ramo de las mejores flores...