Publicado en el Periódico El Restaurador - Año X N° 38 - Marzo 2016 - Pag. 16
Bicentenario de la Declaración de la Independencia de las Provincias Unidas de Sud América el 9 de Julio de 1816
Carnaval en la época de Rosas
Descripción de Ramos Mejía sobre el carnaval en la época de Rosas
José María Ramos Mejía |
José María Ramos Mejía, escritor antirrosista, en Rosas y su tiempo -publicado originalmente en 1907, reeditado por Emecé Editores, Buenos Aires, 2001- así describe el Carnaval de Rosas.
Su entrenamiento favorito (de la "plebe rosina") era el carnaval. La licencia y la impunidad, usada durante esos tres mortales días, se hacían sentir sobre las clases cultas con crueldad y permitía ejercer todas sus pequeñas venganzas: entrar en las casas hasta los dormitorios, manosear a las mujeres, cortar los faldones de las levitas y castigar la soberbia de las señoras y cajetillas…
El "Carnaval de Rosas", como se le ha llamado después, era la
institución popular por excelencia. El estado de cultura y la libertad usada por el pueblo
bajo está pintado allí con viva elocuencia. Llegó a tal punto el brutal
desborde que el mismo dictador se vio obligado a reglamentarlo en un decreto
lleno de considerandos, en el cual él mismo revelaba cierto respetuoso temor ante el empuje
del indomable populacho. Si alguna diversión en los anales de la locura, ha
superado a las bacanales, ha sido aquella, sin duda alguna. Este extraño género
de sport concentraba a todo el fuego de las pasiones populares y en ocasiones debió ser una
especie de emuntorio que daba escape a todas las fuerzas reprimidas durante el curso del
año por la disciplina y el trabajo. Era necesario ver aquella
plebe usando del placer, para explicársela en la venganza y el motín.
Como actores
de la infernal orgía, tomaba parte principal todo
lo que el pueblo tenía de menos pacífico. De las orillas y de los pueblitos
inmediatos, la gente afluía a caballo o en carreta y llenaba los fondines y
pulperías en un hacinamiento desagradable. Tres o cuatro días duraba la
preparación espiritual, durante los
cuales se bebía en abundancia, se combinaban las agresiones y en medio de la
excitación de tanta locura se organizaban los más extraños instrumentos de
combate: carros adornados con abundancia de sauce y paraíso, grandes pipas para
el agua, tristeles monumentales,
vejigas llenas de aire, en cuya confección el ingenio demoníaco del guarango y
del orillero se complacía en agregar el detalle maligno. Era lo menos la pica-pica
en e! ramo de flores, el agua sucia en el tristel,
la pólvora en el cigarro, cuyo éxito llenaba el ambiente con el estruendo de la
carcajada popular, una vez producida la grave lesión que se esperaba. Los
candombes empezaban a fermentar con la alegría gritona y agitante de los negros
en libertad. La pulpería y el burdel tomaban su lugar y trascendía hasta los barrios
tranquilos del centro la más profunda alarma. Porque la fauna séptica se insinuaba
en el alma de todos, despertando aquellos apetitos que el voluptuoso presentimiento del manoseo de las niñas y
señoras movilizaba de un modo brutal. Podía decirse que la revoltosa animalidad
tenía en esa fiesta como una segunda época del celo. Vaga impresión de
bestialidad comenzaba a circular en el ambiente. Las casas de familia percibían
en la agitada alegría de la servidumbre las promesas que aquellos días de
enajenación ofrecerían. Esa revolución
saturnal del bajo instinto, libre de todo reato, dejaba en el ánimo de la gente
culta la sensación anticipada de todas las vejaciones que iba a sufrir y, sin
embargo, tenía que disimular tras de la plácida fisonomía que en estos casos mandaba
la liturgia oficial. Podríamos decir, como el himno homérico de las procesiones
de Baco, que todas las energías de la savia, todas las obscenidades del celo
universal tomaban en ese día forma y aliento, figura y disfraz para agruparse
alrededor su ídolo, tipo soberano de la vida física.
Sonaba el cañonazo y
estallaba el acceso. Los carros comenzaban
a rodar por el mal empedrado, llevando enormes toneles llenos de agua,
escaleras para el asalto, sandías, zapallos, huevos de pato y avestruz llenos de agua infecta, bermellón o harina
para los balcones de los unitarios; y detrás o a los lados, trepados o a pie,
una turba de pilluelos de todas las edades y aspectos atronando el aire con sus
silbidos, gritos y palmoteos salpicados del infaltable "¡Viva la
Federación, mueran los salvajes inmundos unitarios!". Pelotones
pintorescos de hombres a caballo, medio disfrazados y pintarrajeados, con
ponchos y chalecos colorados, barbas postizas de crines y colas de caballo. A
tan desaforada peregrinación que iba a sujetar frente a la casa elegida para el
festín o para el ultraje, servíanle de orquesta los tachos y calderas más
sonoras, cornetas desafinadas, pitos, tambores, bombas, cencerros colosales, en
montones, agitados nerviosamente y golpeados por la turba desenfrenada. Allí
era recibida con palmoteos y gritos de entusiasmo. Las mujeres arremangábanse las
polleras, el cabello iba a la espalda con caluroso garbo y empezaba el torneo.
El agua corría a mares; abalanzábanse a los carros enardecidas por las
flagelaciones del agua y el bárbaro y obsceno entrevero se hacía general. Todo
contribuía a estimular rabiosamente los más bajos deseos: los pechos rumbosos de
las jóvenes, las caderas y los muslos proyectando sus formas sobre los sentidos
a cada instante más voraces; porque el agua pegaba la ropa ligera al cuerpo,
desnudándolo con cierto descuido de insolente impudor. La carne mirada así
parecía palpitar con más luz bajo el fresco manto de agua. Caían al suelo rodando
entre el barro de los charcos, precipitábanse vereda abajo medio asfixiadas por
aquel diluvio incesante o en brazos de hombrones musculosos, embriagados por el
olor de su cuerpo y de su aliento, iban a la tina a recibir el baño final que
indicaba la capitulación.
Divinidad fúnebre la que en ocasiones presidió a esta fiesta, proyectando sombras de muerte sobre los triunfos brutales de la vida: las bacantes solían transformarse en manes y su rostro blanco y lívido mezclarse con frecuencia a los gestos alegres de las máscaras. Su voz atiplada parecía en ocasiones balbucear sordamente, la lengua inarticulada de algún inquieto fantasma que buscara el reposo de la tumba. Cuando el asalto era a la familia enemiga, la comedia tenía sabor más acre, porque el agua parecía sangrienta en los jarros y detrás del vejigazo iba la puñalada o las rebenqueaduras famosas, con las cuales los unitarios, larvados detrás de su mimetismo previsor, saldaban sus cuentas viejas con los federales. El muerto del carnaval, en aquellas calles sin luz y sin eco para los gritos de auxilio, se cargaba en la cuenta de los naturales excesos populares, fueran uno, dos o cuatro, como en el del año 1840. Era precisamente para esas familias sindicadas, que el carnaval de Rosas tenía aquella cola bestial que Pratinas cortó a la tragedia griega. Enharinaban de pies a cabeza las niñas, les arrojaban agua pestífera o las volteaban de una pedrada; llenaban de bermellón los muebles, los tapices, las paredes, reservando para la negra sirvienta el huevo perfumado y el ramo de las mejores flores...