Publicado en el Periódico El Restaurador - Año X N° 38 - Marzo 2016 - Pags. 15 y 16
Bicentenario de la Declaración de la Independencia de las Provincias Unidas de Sud América el 9 de Julio de 1816
Carnaval en la época de Rosas
Crítica de Sarmiento a los carnavales porteños
Pa los carnavales. Florencio Molina Campos
El
10 de febrero de 1842, salió publicado en "El Mercurio" de Santiago
de Chile, un artículo de Domingo F. Sarmiento, con el título "Los
postreros días", en el cual hace una crítica a los carnavales de Buenos
Aires.
"…Buenos Aires ha sido más feliz que nosotros
en este punto, pues libre de innovaciones y de novedades, gracias al buen sentido
de la restauración, y persuadida por conducto de su ilustre restaurador, que es
el conducto legal y natural por donde se manifiesta la persuasión y la voluntad
del pueblo, que el Carnaval es una necesidad imperiosa, una santa y cristiana costumbre,
un goce sabroso de que no debe defraudarse a la sociedad, le ha dado fuerza de ley,
y se le han impuesto reglamentos y condiciones que lo hacen la cosa más cómoda
y agradable al mismo tiempo. A las nueve de la mañana suena un cañonazo en el
fuerte, que prolongan los ecos como si se abrieran las puertas del infierno;
mil gritos de alegría resuenan por todas partes, y el pueblo en masa se arroja
tumultuariamente a las calles, ostentando la agradable y variada mezcla de
negros, mujeres, niños, cargadores y jóvenes, de todas clases y condiciones,
que se aprestan gozosos a los porfiados y reñidos combates que les aguardan.
Las canastas de huevos, de aguas olorosas o hediondas, según las pida el
marchante, proveen a todos de certeros misiles, y las jeringas y bolsas hacen
el papel de cañones y metralla. Desgraciado el paquete, el magistrado, el
tirano mismo, si intentasen cruzar las calles con fraques a la parisiense, o
con vestidos de gala. El pueblo soberano, el pueblo degollador, no gusta de
estas modas y esos fraques que se quieren elevar sobre el pueblo de chaqueta, y
el pueblo compadrito. El sentimiento
de la igualdad ultrajado se sublevaría a la vista de estos trajes europeos, y haría
llover sobre ellos para humillarlos y hacerlos descender a la igual condición
del pueblo, millones de huevos que se estrellarían en los hocicos, en los ojos,
en la frente, en el pecho, en todas partes en fin, haciendo destilar de la
aturdida persona anchos chorros de agua, de fango, de clara de huevo y de
inmundicia. Y cuidado con enojarse, ni manifestar la más ligera señal de
disgusto, porque entonces sería declarado canónicamente unitario, asqueroso,
inmundo, y nadie respondería de que volvería a ponerse otra vez el provocativo fraque,
ni los ajustados calzones. Principiada la general batahola, cada casa se
convierte en una fortaleza, cada calle en un cerco formidable de sitiadores. De
las azoteas llueven, como de otras tantas almenas, furibundas granizadas de
huevos y cubos de agua que bañan una circunferencia de cuatro varas de la
calle; y no faltan osados que apliquen escalas a las murallas para alcanzar en
las ventanas y sobre las planas techumbres a las atrincheradas bellezas. Si un
inglés acierta a pasar en estos momentos de lucha, no puede desechar el
recuerdo de otro carnaval en que, en el año de 1806, hizo llover más chaya sobre sus cultas personas, que la
que era de esperarse de un pueblo que, según nos lo asegura Walter Scott, en su
historia de Napoleón Bonaparte, usa por todo amueblamiento en sus casas,
cabezas de vaca y cueros colgados en lugar de puertas. Los jóvenes aguzan su
ingenio en inventar aparatos y máquinas para diluviar los húmedos proyectiles
sobre los ya empapados pasantes. De repente un espantoso estruendo viene a
estallar sobre sus cabezas, como una granada que revienta; el asustado
transeúnte mira despavorido hacia arriba y descubre entonces, en una bolsa que
van izando y en la que aun suenan con el movimiento los tarros, piedras y
morralla (1) que contiene, la causa ocasional de su alarma. Si hay algo tirado
en el suelo, guárdese de levantarlo, es una red para estimularlo a agacharse y
descargarle un gatazo (2) en la encorvada espalda. Se ve a veces en una esquina
un enorme cartelón impreso, en que la tipografía ostenta sus más raros y
abultados caracteres, y en el que se anuncian maravillas en estilo bufo y
altisonante; los transeúntes se agrupan a imponerse de su contenido, hasta que
un gordo chorro de agua disparado de una ventana fronteriza viene a aleccionarlos
y hacerlos menos curiosos. Un tambor os acompaña, a veces por todos los extremos
de la ciudad, y donde quiera que vayáis, oiréis a vuestro lado el eterno
redoble de la diana que no cesará por más que corráis y os enojéis, mientras no
busquéis en vuestra faltriquera (3) razones que lleguen al corazón de un
tambor.
La
bulla es infernal, la alegría está pintada en todos los semblantes, y la
muchedumbre se explaya, viéndose entonces libre, igual, rotas todas las vallas,
allanadas las pretensas jerarquías, y vengándose a sus anchas del trabajo
diario, y los respetos y miramientos que los patrones y la necesidad le
imponen.
Pueblo belicoso, poeta, alegre y bullanguero,
se abandona con entusiasmo a esta incruenta guerra civil, a este simulacro de
las luchas en que ha vivido siempre. Pero el cañón del fuerte suena y todos
interrumpen su ataque o su defensa; el huevo que está en la mano a punto de ser
lanzado vuelve al pañuelo de donde salió; las tinas de agua se vacían para
meterlas al interior; las azoteas se despueblan, y el pueblo entra en sus
domicilios, sin atreverse a importunar a nadie, sin dar voces ni tirar misiles.
Las petimetras que hablan aprovechado la tarde para hacer su elegante, aunque
.sencilla toilette, no bien oyen el
cañonazo, que se presentan en revista en las humedecidas puertas, e infeliz de
aquel que osase echar una ligera gota de agua en el blanco vestido de una niña,
o en la lustrosa bota del pisaverde (4); no habría más que probar que había
sido un segundo después del cañonazo de la tarde, para que la policía le echase
el guante y le escarmentase severamente…"
Fuente: Obras de Domingo Faustino Sarmiento, T°
1, "Artículos críticos y literarios, 1841-1842". Félix Lajouane
Editor, Buenos Aires, 1887.
Referencias
1. Morralla: Conjunto o mezcla de cosas inútiles
y despreciables.
2. Gatazo: Engañar, timar.
3. Faltriquera: Bolsillo de las prendas de
vestir. Bolsa de tela que se ata a la cintura y se lleva colgando bajo la vestimenta.
4. Pisaverde: Hombre presumido y afeminado, que
no conoce más ocupación que la de acicalarse, perfumarse y andar vagando todo
el día en busca de galanteos.