martes, 1 de marzo de 2016

Ramos Mejía y los carnavales de la época de Rosas

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año X N° 38 - Marzo 2016 - Pag. 16 

 Bicentenario de la Declaración de la Independencia de las Provincias Unidas de Sud América  el  9 de Julio de 1816  


Carnaval en la época de Rosas

Descripción de Ramos Mejía sobre el carnaval en la época de Rosas


Carnavales en la época de Rosas
José María Ramos Mejía



José María Ramos Mejía, escritor antirrosista, en  Rosas y su tiempo -publicado originalmente en 1907, reeditado por Emecé Editores, Buenos Aires, 2001- así describe el Carnaval de Rosas.

 


Su entrenamiento favorito (de la "plebe rosina") era el carnaval. La licencia y la impunidad, usada durante esos tres mortales días, se hacían sentir sobre las clases cultas con crueldad y permitía ejercer todas sus pequeñas venganzas: entrar en las casas hasta los dormitorios, manosear a las mujeres, cortar los faldones de las levitas y castigar la soberbia de las señoras y cajetillas

El "Carnaval de Rosas", como se le ha llamado después, era la institución popular por excelencia. El estado de cultura y la libertad usada por el pueblo bajo está pintado allí con viva elocuencia. Llegó a tal punto el brutal desborde que el mismo dictador se vio obligado a reglamentarlo en un decreto lleno de considerandos, en el cual él mismo revelaba cierto respetuoso temor ante el empuje del indomable populacho. Si alguna diversión en los anales de la locura, ha superado a las bacanales, ha sido aquella, sin duda alguna. Este extraño género de sport concentraba a todo el fuego de las pasiones populares y en ocasiones debió ser una especie de emuntorio que daba escape a todas las fuerzas reprimidas durante el curso del año por la disciplina y el trabajo. Era necesario ver aquella plebe usando del placer, para explicársela en la venganza y el motín.

Como actores de la infernal orgía, tomaba parte principal todo lo que el pueblo tenía de menos pacífico. De las orillas y de los pueblitos inmediatos, la gente afluía a caballo o en carreta y llenaba los fondines y pulperías en un hacinamiento desagradable. Tres o cuatro días duraba la preparación espiritual, durante los cuales se bebía en abundancia, se combinaban las agresiones y en medio de la excitación de tanta locura se organizaban los más extraños instrumentos de combate: carros adornados con abundancia de sauce y paraíso, grandes pipas para el agua, tristeles monumentales, vejigas llenas de aire, en cuya confección el ingenio demoníaco del guarango y del orillero se complacía en agregar el detalle maligno. Era lo menos la pica-pica en e! ramo de flores, el agua sucia en el tristel, la pólvora en el cigarro, cuyo éxito llenaba el ambiente con el estruendo de la carcajada popular, una vez producida la grave lesión que se esperaba. Los candombes empezaban a fermentar con la alegría gritona y agitante de los negros en libertad. La pulpería y el burdel tomaban su lugar y trascendía hasta los barrios tranquilos del centro la más profunda alarma. Porque la fauna séptica se insinuaba en el alma de todos, despertando aquellos apetitos que el voluptuoso presentimiento del manoseo de las niñas y señoras movilizaba de un modo brutal. Podía decirse que la revoltosa animalidad tenía en esa fiesta como una segunda época del celo. Vaga impresión de bestialidad comenzaba a circular en el ambiente. Las casas de familia percibían en la agitada alegría de la servidumbre las promesas que aquellos días de enajenación ofrecerían. Esa revolución saturnal del bajo instinto, libre de todo reato, dejaba en el ánimo de la gente culta la sensación anticipada de todas las vejaciones que iba a sufrir y, sin embargo, tenía que disimular tras de la plácida fisonomía que en estos casos mandaba la liturgia oficial. Podríamos decir, como el himno homérico de las procesiones de Baco, que todas las energías de la savia, todas las obscenidades del celo universal tomaban en ese día forma y aliento, figura y disfraz para agruparse alrededor su ídolo, tipo soberano de la vida física.

Sonaba el cañonazo y estallaba el acceso. Los carros comenzaban a rodar por el mal empedrado, llevando enormes toneles llenos de agua, escaleras para el asalto, sandías, zapallos, huevos de pato y avestruz llenos de agua infecta, bermellón o harina para los balcones de los unitarios; y detrás o a los lados, trepados o a pie, una turba de pilluelos de todas las edades y aspectos atronando el aire con sus silbidos, gritos y palmoteos salpicados del infaltable "¡Viva la Federación, mueran los salvajes inmundos unitarios!". Pelotones pintorescos de hombres a caballo, medio disfrazados y pintarrajeados, con ponchos y chalecos colorados, barbas postizas de crines y colas de caballo. A tan desaforada peregrinación que iba a sujetar frente a la casa elegida para el festín o para el ultraje, servíanle de orquesta los tachos y calderas más sonoras, cornetas desafinadas, pitos, tambores, bombas, cencerros colosales, en montones, agitados nerviosamente y golpeados por la turba desenfrenada. Allí era recibida con palmoteos y gritos de entusiasmo. Las mujeres arremangábanse las polleras, el cabello iba a la espalda con caluroso garbo y empezaba el torneo. El agua corría a mares; abalanzábanse a los carros enardecidas por las flagelaciones del agua y el bárbaro y obsceno entrevero se hacía general. Todo contribuía a estimular rabiosamente los más bajos deseos: los pechos rumbosos de las jóvenes, las caderas y los muslos proyectando sus formas sobre los sentidos a cada instante más voraces; porque el agua pegaba la ropa ligera al cuerpo, desnudándolo con cierto descuido de insolente impudor. La carne mirada así parecía palpitar con más luz bajo el fresco manto de agua. Caían al suelo rodando entre el barro de los charcos, precipitábanse vereda abajo medio asfixiadas por aquel diluvio incesante o en brazos de hombrones musculosos, embriagados por el olor de su cuerpo y de su aliento, iban a la tina a recibir el baño final que indicaba la capitulación.

Divinidad fúnebre la que en ocasiones presidió a esta fiesta, proyectando sombras de muerte sobre los triunfos brutales de la vida: las bacantes solían transformarse en manes y su rostro blanco y lívido mezclarse con frecuencia a los gestos alegres de las máscaras. Su voz atiplada parecía en ocasiones balbucear sordamente, la lengua inarticulada de algún inquieto fantasma que buscara el reposo de la tumba. Cuando el asalto era a la familia enemiga, la comedia tenía sabor más acre, porque el agua parecía sangrienta en los jarros y detrás del vejigazo iba la puñalada o las rebenqueaduras famosas, con las cuales los unitarios, larvados detrás de su mimetismo previsor, saldaban sus cuentas viejas con los federales. El muerto del carnaval, en aquellas calles sin luz y sin eco para los gritos de auxilio, se cargaba en la cuenta de los naturales excesos populares, fueran uno, dos o cuatro, como en el del año 1840. Era precisamente para esas familias sindicadas, que el carnaval de Rosas tenía aquella cola bestial que Pratinas cortó a la tragedia griega. Enharinaban de pies a cabeza las niñas, les arrojaban agua pestífera o las volteaban de una pedrada; llenaban de bermellón los muebles, los tapices, las paredes, reservando para la negra sirvienta el huevo perfumado y el ramo de las mejores flores...

Crítica de Sarmiento a los carnavales porteños

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año X N° 38 - Marzo 2016 - Pags. 15 y 16 

 Bicentenario de la Declaración de la Independencia de las Provincias Unidas de Sud América  el  9 de Julio de 1816  


Carnaval en la época de Rosas

Crítica de Sarmiento a los carnavales porteños

Pa los carnavales
Pa los carnavales. Florencio Molina Campos


El 10 de febrero de 1842, salió publicado en "El Mercurio" de Santiago de Chile, un artículo de Domingo F. Sarmiento, con el título "Los postreros días", en el cual hace una crítica a los carnavales de Buenos Aires.

"…Buenos Aires ha sido más feliz que nosotros en este punto, pues libre de innovaciones y de novedades, gracias al buen sentido de la restauración, y persuadida por conducto de su ilustre restaurador, que es el conducto legal y natural por donde se manifiesta la persuasión y la voluntad del pueblo, que el Carnaval es una necesidad imperiosa, una santa y cristiana costumbre, un goce sabroso de que no debe defraudarse a la sociedad, le ha dado fuerza de ley, y se le han impuesto reglamentos y condiciones que lo hacen la cosa más cómoda y agradable al mismo tiempo. A las nueve de la mañana suena un cañonazo en el fuerte, que prolongan los ecos como si se abrieran las puertas del infierno; mil gritos de alegría resuenan por todas partes, y el pueblo en masa se arroja tumultuariamente a las calles, ostentando la agradable y variada mezcla de negros, mujeres, niños, cargadores y jóvenes, de todas clases y condiciones, que se aprestan gozosos a los porfiados y reñidos combates que les aguardan. Las canastas de huevos, de aguas olorosas o hediondas, según las pida el marchante, proveen a todos de certeros misiles, y las jeringas y bolsas hacen el papel de cañones y metralla. Desgraciado el paquete, el magistrado, el tirano mismo, si intentasen cruzar las calles con fraques a la parisiense, o con vestidos de gala. El pueblo soberano, el pueblo degollador, no gusta de estas modas y esos fraques que se quieren elevar sobre el pueblo de chaqueta, y el pueblo compadrito. El sentimiento de la igualdad ultrajado se sublevaría a la vista de estos trajes europeos, y haría llover sobre ellos para humillarlos y hacerlos descender a la igual condición del pueblo, millones de huevos que se estrellarían en los hocicos, en los ojos, en la frente, en el pecho, en todas partes en fin, haciendo destilar de la aturdida persona anchos chorros de agua, de fango, de clara de huevo y de inmundicia. Y cuidado con enojarse, ni manifestar la más ligera señal de disgusto, porque entonces sería declarado canónicamente unitario, asqueroso, inmundo, y nadie respondería de que volvería a ponerse otra vez el provocativo fraque, ni los ajustados calzones. Principiada la general batahola, cada casa se convierte en una fortaleza, cada calle en un cerco formidable de sitiadores. De las azoteas llueven, como de otras tantas almenas, furibundas granizadas de huevos y cubos de agua que bañan una circunferencia de cuatro varas de la calle; y no faltan osados que apliquen escalas a las murallas para alcanzar en las ventanas y sobre las planas techumbres a las atrincheradas bellezas. Si un inglés acierta a pasar en estos momentos de lucha, no puede desechar el recuerdo de otro carnaval en que, en el año de 1806, hizo llover más chaya sobre sus cultas personas, que la que era de esperarse de un pueblo que, según nos lo asegura Walter Scott, en su historia de Napoleón Bonaparte, usa por todo amueblamiento en sus casas, cabezas de vaca y cueros colgados en lugar de puertas. Los jóvenes aguzan su ingenio en inventar aparatos y máquinas para diluviar los húmedos proyectiles sobre los ya empapados pasantes. De repente un espantoso estruendo viene a estallar sobre sus cabezas, como una granada que revienta; el asustado transeúnte mira despavorido hacia arriba y descubre entonces, en una bolsa que van izando y en la que aun suenan con el movimiento los tarros, piedras y morralla (1) que contiene, la causa ocasional de su alarma. Si hay algo tirado en el suelo, guárdese de levantarlo, es una red para estimularlo a agacharse y descargarle un gatazo (2) en la encorvada espalda. Se ve a veces en una esquina un enorme cartelón impreso, en que la tipografía ostenta sus más raros y abultados caracteres, y en el que se anuncian maravillas en estilo bufo y altisonante; los transeúntes se agrupan a imponerse de su contenido, hasta que un gordo chorro de agua disparado de una ventana fronteriza viene a aleccionarlos y hacerlos menos curiosos. Un tambor os acompaña, a veces por todos los extremos de la ciudad, y donde quiera que vayáis, oiréis a vuestro lado el eterno redoble de la diana que no cesará por más que corráis y os enojéis, mientras no busquéis en vuestra faltriquera (3) razones que lleguen al corazón de un tambor.

La bulla es infernal, la alegría está pintada en todos los semblantes, y la muchedumbre se explaya, viéndose entonces libre, igual, rotas todas las vallas, allanadas las pretensas jerarquías, y vengándose a sus anchas del trabajo diario, y los respetos y miramientos que los patrones y la necesidad le imponen.

Pueblo belicoso, poeta, alegre y bullanguero, se abandona con entusiasmo a esta incruenta guerra civil, a este simulacro de las luchas en que ha vivido siempre. Pero el cañón del fuerte suena y todos interrumpen su ataque o su defensa; el huevo que está en la mano a punto de ser lanzado vuelve al pañuelo de donde salió; las tinas de agua se vacían para meterlas al interior; las azoteas se despueblan, y el pueblo entra en sus domicilios, sin atreverse a importunar a nadie, sin dar voces ni tirar misiles. Las petimetras que hablan aprovechado la tarde para hacer su elegante, aunque .sencilla toilette, no bien oyen el cañonazo, que se presentan en revista en las humedecidas puertas, e infeliz de aquel que osase echar una ligera gota de agua en el blanco vestido de una niña, o en la lustrosa bota del pisaverde (4); no habría más que probar que había sido un segundo después del cañonazo de la tarde, para que la policía le echase el guante y le escarmentase severamente…"

Fuente: Obras de Domingo Faustino Sarmiento, T° 1, "Artículos críticos y literarios, 1841-1842". Félix Lajouane Editor, Buenos Aires, 1887.

Referencias

1. Morralla: Conjunto o mezcla de cosas inútiles y despreciables.

2. Gatazo: Engañar, timar.

3. Faltriquera: Bolsillo de las prendas de vestir. Bolsa de tela que se ata a la cintura y se lleva colgando bajo la vestimenta.

4. Pisaverde: Hombre presumido y afeminado, que no conoce más ocupación que la de acicalarse, perfumarse y andar vagando todo el día en busca de galanteos.


Crónica sobre el carnaval de British Packet and Argentine News

 Publicado en el Periódico El Restaurador - Año X N° 38 - Marzo 2016 - Pags. 13 y 14 

 Bicentenario de la Declaración de la Independencia de las Provincias Unidas de Sud América  el  9 de Julio de 1816  


Carnaval en la época de Rosas 

Crónicas sobre el carnaval porteño publicadas en el British Packet and Argentine News

 

British Packet

En el periódico semanal, de lengua inglesa, The
British Packet and Argentine News, fundado por el inglés George Thomas Love, publicado en Buenos Aires desde 1826 a 1858 (ver ER 28 pág.4), cuya recopilación, traducción y notas fueron realizadas por Graciela Lapido y Beatriz Spota de Lapieza Elli, editado en 1976 por la Edit. Solar/Hachette de Buenos Aires, en la Colección Dimensión Argentina, bajo el título "The British Packet - De Rivadavia a Rosas 1826-1832", encontramos las siguientes crónicas sobre los carnavales en Buenos Aires, en los años 1828 a 1832, es decir durante las gobernaciones de Manuel Dorrego, Juan Lavalle y Juan M. de Rosas (en su primer período). 

De su lectura, el lector, podrá tener una idea, sobre las costumbres y las diversiones de los habitantes de la antigua y ya lejana Buenos Aires.

 

18 de febrero de 1828, N° 80

La policía ha comunicado a la población que se prohíbe arrojar agua y huevos en las calles, desde las terrazas y ventanas de las casas durante las fiestas, por ser contrario a la decencia y a las buenas costumbres; solicita que los padres de familia controlen a sus hijos y sirvientes y advierte que los contraventores serán encarcelados hasta que haya terminado el carnaval. La música, los bailes y cualquier otro entretenimiento racional serán permitidos en la plaza y en las calles. De acuerdo con la actividad demostrada por el actual jefe de policía, señor Perdriel, se descuenta que las anteriores disposiciones serán estrictamente cumplidas. Nosotros, en general, somos decididos enemigos de cuanto impida el entretenimiento de la gente, pero la práctica seguida hasta ahora de arrojar agua, huevos, etc., es indigna de una nación civilizada, Es a la vez desagradable y torpe y confiamos en el buen sentido de la población para que se suprima por completo y los encantos de la música y el baile ocupen su lugar, como en otros países. La costumbre de arrojar agua en las calles ha decrecido mucho en los últimos años y ha quedado confinada solamente al interior de unas pocas casas.

El carnaval comenzará mañana y terminará el martes. Antes, toda la "gente tranquila" se veía obligada a trasladarse al campo o a permanecer en su casa durante estos días, para evitar escenas desagradables.

 

7 de marzo de 1829, N° 135

Los encantadores deportes de esta festividad terminaron ¡gracias a Dios! la noche del martes pasado, dándonos un respiro hasta el año próximo. Los que jugaban con agua, y con cáscaras de huevo llenos de agua, tuvieron carta blanca por algunos días más de lo acostumbrado en muchos años, para infinito deleite de los admiradores de estos "elegantes" entretenimientos y completo disgusto de los que son menos refinados. Ocurrieron muchos accidentes serios; cerca de la playa, un marinero inglés recibió un pistoletazo en la cara, de un oficial de policía al que según se dijo, le había arrojado agua. El herido fue llevado al hospital. Muchachos y muchachas de toda condición, tipo y calidad, se reunieron, armados con jeringas y cáscaras de huevo cargadas, formando un grupo… (que)  Valientemente acosaban a todas las damas que se ponían a su camino. Cerca de nosotros una recibió en la cara un huevazo que la aturdió por un momento y la multitud que contemplaba la escena se rió. Las damas patrocinan y se unen a espectáculos que dejarían perplejo aún a un incivilizado neozelandés.

Cabe preguntarse si la ley no puede actuar en estos casos, dado que todos los otros medios parecen haber fracasado. Un amigo con buen humor observó que a él no le importaba una mojadura de una linda joven, pero que lo asaltaran muchachos superaba toda su paciencia, olvidando que estos personajes integran la tropa de los jugadores de Carnaval, de la cual las damas son los oficiales generales. Es bastante humillante para un hombre orgulloso ser mojado con un baldazo de agua sin poder quejarse; esto lo hace parecer muy tonto, pero debe correr ese riesgo o recluirse durante los tres días de Carnaval, como lo hacen muchos.

No pretendemos pecar de cínicos en nuestras opiniones y haríamos cualquier cosa para promover el entretenimiento de la gente, pero cualquier persona racional debe admitir que los juegos de Carnaval, como lo practican aquí, son a veces más que desagradables, brutales, porque provocan peleas y otros perjuicios. Si personas respetables los practican, no deben ser suprimidos, sino sustituidos por alguna otra recreación, que dé satisfacción a todos excepto al infatuado tirador de agua.

Las contingencias a las que hemos estado sujetos durante los juegos eran insignificantes si uno se cuidaba de apartarse, en lo posible, del "campo de las hostilidades"; nosotros, sin embargo, no escapamos enteramente; por ejemplo, el domingo por la mañana, en la calle, una dama nos tiró un huevo que nos dio en el lugar "más cercano al corazón"; demostró ser, sin embargo, un mal tiro y cayó sin hacer daño; otra dama cruzó la calle, al anochecer, y arrojó el contenido de una jarra llena de agua sobre nuestra sagrada persona, acompañándolo con la exclamación "Recuerdos de Marcelina", confundiéndonos con otro. El lunes y martes recibimos algunas pocas salpicaduras, de las que nuestra dignidad no nos permite informar.

 

27 de febrero de 1830, N° 184

El Carnaval comenzó el 21del corriente y concluyó el 23. Los que jugaron con agua fueron numerosos, tantos como los del año pasado. Esta costumbre, sin embargo, ha declinado en forma evidente en comparación con años anteriores, aunque todavía falta bastante para que quienes no gustan tener su traje mojado o recibir una andanada de huevos llenos de agua no se vean obligados a permanecer encerrados durante los tres días de Saturnalia. En estos días, las representantes del bello sexo, blanco y negro, se convierten en verdaderas Amazonas, ayudadas en este encantador deporte por el otro sexo, desafiando los reproches de los malhumorados que se han atrevido a calificar al modo de "jugar al Carnaval" en este país, como deplorable, degradante e indecente. Por nuestra parte, no siendo nativos, no tenemos ninguna opinión que ofrecer, pero, de todos modos, estaríamos de acuerdo con la respuesta de Hamlet a Horacio:

"Aunque he nacido en este país y estoy hecho a sus estilos, me parece que sería más decoroso quebrantar esta costumbre que seguirla".

Unas pocas tentativas se hicieron en el Carnaval de este año, por grupos de enmascarados, para desfilar por las calles con música, etc., como se practica en varias partes del continente europeo, pero no fueron alentados por los más civilizados, que, por el contrario, los empaparon con agua y los acosaron.

No tenemos noticia de ningún accidente grave. El último día fue, como de costumbre, el peor -perdón- el mejor de los tres días de diversión y son muchos, en esta ciudad, nativos y extranjeros, los que se regocijarían de corazón si no se repitieran nunca más. Nosotros escapamos a todas las asechanzas, excepto a un huevazo arrojado con mucha puntería desde la azotea de una casa situada sobre la playa, en momentos en que nos vanagloriábamos de haber eludido todas las emboscadas. Nuestra dignidad nos impidió acusar recibo de este tiro, aunque nos golpeó cerca de una parte vital, c'est à dire, el corazón.

 

19 de febrero de 1831, N° 235

Los tres días saturnales comenzaron el domingo y terminaron el último martes. Abundaron los huevos llenos de agua y las mojaduras.

Hombres y muchachos recorrían las calles vendiendo proyectiles.

En Montevideo "se manejan mejor estas cosas". Allí la policía previno que toda persona sorprendida arrojando estos huevazos será arrestada.

Sería perder el tiempo argumentar contra el desagradable modo de jugar al carnaval en Buenos Aires; bastará decir que hombres y mujeres de todas las clases, todos los colores y todas las edades participan de este deporte. Existe una perfecta igualdad, la gente educada se codea con la que no lo es, de tal manera que se confunden, dando lugar a un espectáculo de locura y extravagancia que asombraría aún a los salvajes.

Una cantidad de extranjeros de ambos sexos se mezcla en la batahola y son más entusiastas tiradores de agua que los nativos mismos. Esto puede sorprender a muchos, pero no por eso es menos cierto.

Muchachos, chicos y niños "ya muy crecidos" tienen 3 días de combate, los que, gracias a Dios, han concluido por este año.

Sin embargo, algunos tiros fortuitos se cambiaron la noche siguiente.

Las calles estaban muy concurridas, en especial en la vecindad de la plaza de la Victoria, y varios jóvenes, con botellas de agua perfumada, rociaban a las traviesas niñas; las que no tenían la protección de sus casas eran hermoso objeto de castigo. Pero varias de ellas estaban pertrechadas de igual modo con pequeñas botellas de agua, escondidas bajo sus chales; una batalla animada comenzó y muchos de los asaltantes fueron obligados a refugiarse en las tiendas.

Las calles, en la noche del jueves, presentaban un singular contraste con las de días anteriores.

 

Carnaval en la época de Rosas
Candombe. Pedro Figari (1)

10 de marzo de 1832, N° 290

Si Byron hubiera visto un carnaval de Buenos Aires, su musa, sin duda, se habría inclinado a denunciar su grosería.

            Nosotros, como extranjeros y extraños a estas costumbres, nos abstendremos, por el momento, de expresar la opinión que nos merecen y nos limitaremos sólo a dar los detalles. Los que participan de los juegos de carnaval en Buenos Aires han tenido tres hermosos días de batalla. Por la ley del carnaval éste no debería haber comenzado hasta el domingo pero, ya el viernes a la noche, algunos jóvenes negros y negras, como francotiradores, arrojaban agua y otros se dedicaron a hacerlo el sábado por la noche, víspera del importante día.

Durante la semana prepararon para la acción depósitos de agua y de cáscaras de huevos, bañadas en yeso. Se agregaron, del mismo modo, jeringas, como una especie de artillería para cubrir el ataque. El domingo comenzaron las operaciones activas y por la tarde rugían con considerable furia hombres y mujeres, muchachos y muchachas de todas las clases, de todos los tamaños y de todos los colores, desde el negro azabachado del Congo a otros de tinte más claro; ocupaban las azoteas, los balcones, las ventanas, etc., de casi todas las casas, arrojando agua sobre los transeúntes y recibiendo, en respuesta, descargas de huevos, en medio de la confusión y desconcierto que como se puede suponer crearía tal escena. Esto continuó el lunes y el martes. En la tarde del lunes, algunas damas de tez crepuscular, pertenecientes a una brigada que había tomado posiciones en la casa de un profesor de música, decidieron dejar su trinchera e invadieron la calle, armadas de cántaros y latas llenas de agua, con el propósito de perseguir a algunos jóvenes de su mismo color indeleble, que habían estado jugando con ellas con jeringas y con cáscaras de huevos. Fue una salida mal aconsejada, pues las bellas damiselas se vieron obligadas a retroceder, pero les cortaron la retirada y se refugiaron en el patio de nuestra residencia, adonde fueron instantáneamente seguidas por sus rivales. Una movida acción tuvo lugar entonces. Una tina con agua ubicada en el patio, se convirtió en objeto de gran disputa entre los beligerantes; las damas fueron sumergidas bien a fondo y debieron pedir clemencia. Ambas partes estaban demasiado entusiastamente trenzadas en la guerra, como para escuchar nuestros reclamos por esta intempestiva irrupción en territorio neutral, pero después de la batalla se retiraron tranquilamente, con sus armas y pertrechos.

El apasionamiento de las mujeres carnavaleras es asombroso. Les parece imposible resistir la tentación de arrojar agua y lanzarse al asalto con ardor nelsoniano.

Vimos una negra, entrada en años, a la que creeríamos incapaz de reír en toda su vida, arrojando agua sobre cada uno de los que pasaban por la calle, como si fuera algo natural, como parte de un credo o como si le hubiera sido impuesto a manera de penitencia, conservando al mismo tiempo el más impenetrable semblante.

Los huevos llenos de agua se vendían en las calles durante el carnaval. El martes por la mañana, una copiosa lluvia empañó estos deportes, pero amainó por la tarde y recomenzaron con vigor. Unos pocos enmascarados y disfrazados recorrieron las calles, pero fueron empapados. El espíritu de la mascarada parece no haber llegado a esta parte del mundo. El carnaval da lugar a una cantidad de visitas entre los jugadores, que se reúnen en una casa favorablemente ubicada para la diversión o lo que podría llamarse una posición estratégica. Si las mujeres de Buenos Aires dieran el ejemplo y se abstuvieran de esta insensata diversión de arrojar agua pronto desaparecería la costumbre.

No hemos sabido que ocurriera ningún percance. Esto, por lo menos honra a Buenos Aires, considerando lo agitado y rudo del juego. Nos sentimos muy felices cuando llegó el martes y la máscara de la noche se cerró sobre esta escena tan incivil, al menos por este año.

No tenemos motivos para quejamos de ninguna agresión durante la campaña, salvo unos pocos huevos que nos fueron arrojados, pero erraron la puntería; recibimos algunas ligeras salpicaduras, principalmente cuando nuestra casa se convirtió en campo de batalla, como relatamos más arriba.

(1) Candombe. Óleo sobre cartón (60 x 80,5 cm, Circa 1922-33) de Pedro Figari. Museo Histórico Nacional de Montevideo.

Carnaval en la época de Rosas

 Publicado en el Periódico El Restaurador - Año X N° 38 - Marzo 2016 - Pags. 10 a 12 

 Bicentenario de la Declaración de la Independencia de las Provincias Unidas de Sud América  el  9 de Julio de 1816  


Carnaval en la época de Rosas

                                                                                                     por Norberto Jorge Chiviló

Candombe. Pedro Figari (1)


Se llama carnaval -también conocido como carnestolendas- a la fiesta popular que tiene lugar durante los tres días anteriores al Miércoles de Ceniza, inicio de la Cuaresma cristiana.

En los cuarenta días de la Cuaresma que preceden al Sábado Santo, los cristianos se preparan -con actos de penitencia y reflexión- para la celebración de la Pascua, fecha esta que se fija teniendo en cuenta determinadas posiciones del sol y la luna y por ello la fecha varía cada año en el calendario, por lo cual el inicio de la Cuaresma y el carnaval tienen lugar entre los meses de febrero o marzo.

Es una fiesta de permisividad y descontrol que tiene su origen en las fiestas paganas romanas llamadas bacanales o saturnales, que se realizaban en honor a los dioses, como Baco dios del vino y Saturno. En esos días los esclavos eran liberados de sus obligaciones y tenían ciertas libertades. Esas fiestas se extendieron luego a toda Europa.

Algunos historiadores remontan el origen de la festividad a Egipto y Sumeria, miles de años antes del inicio de la era cristiana.

El carnaval, se llama así a partir del cristianismo, ya que como fiesta de diversión y descontrol fue admitida como compensación a los sacrificios que la Cuaresma exigía a los creyentes.

Lo que se podría llamar el carnaval moderno apareció en Italia durante la Edad Media, donde consistía principalmente en fiestas realizadas en las calles, con desfiles de disfraces y máscaras que usaban los participantes para no ser reconocidos.

 

El carnaval en la Gran Aldea

Con la llegada de españoles y portugueses al nuevo continente a fines del siglo XV y principios del XVI, la costumbre se instaló también aquí.

En Buenos Aires, los bailes con disfraces y máscaras allá por 1771, por disposición del gobernador Juan José de Vértiz y Salcedo, se desarrollaron en  La Ranchería, construcción de madera y paja, que fue el primer teatro con el que contó la incipiente ciudad.

Algunos excesos en las diversiones carnavalescas, molestaron a algunos habitantes, quienes se dirigieron en queja al mismísimo Carlos III, rey de España, quien expidió dos reales órdenes, una de las cuales prohibía los bailes y por la otra encomendaba al gobernador prevenir y reprimir el "escandaloso desarreglo de costumbres", que tales bailes ocasionaban.

Vértiz apeló, invocando que en España, los bailes no estaban prohibidos y que él no había advertido que se hubieren producido actos escandalosos o contrarios a la moral.

Tres años después Carlos III hizo saber al virrey que los bailes de carnaval en La Ranchería debían concluir.

Pero esas medidas no significaron el fin de las fiestas carnavalescas.

También el hecho de que en el hemisferio sur, los carnavales se daban en el verano, se popularizaron los juegos con agua.

Ésta sacada del pozo o del aljibe, era acopiada desde días antes a la fiesta y en esos días, era arrojada desde las azoteas o desde las ventanas con jarras, baldes, cántaros, latas, jeringas de desproporcionadas dimensiones, vejigas y otros utensillos que fueran aptos para tal fin. Pero no siempre se utilizaba el agua limpia, ya que a veces se usaba también aguas servidas o con basura. También se usaron huevos hechos de cera, o bien de gallina, de pato o de avestruz, vaciados y luego llenados con agua y perfume, llamadas "aguas de olor", que eran los objetos más "finos" que se utilizaban en la ocasión. La diversión no estaba exenta de excesos, ya que los huevos muchas veces eran arrojados sin vaciar, es decir tal como los proveía la naturaleza o aún podridos… o llenados con aguas sucias o fétidas… o aún cocidos. La harina y las cenizas eran también infaltables en las lides carnavalescas.

En esos días de fiesta, los aguateros eran muy solicitados para la provisión del "vital" líquido.

Toda persona que se aventuraba a salir a la calle recibía los inevitables  baldazos de agua u otros elementos con las mojaduras y enchastres consiguientes y que puede el lector imaginarse, ello no obstante las advertencias que las autoridades hacían cada año en el sentido que debían ser respetados los individuos que no se plegaban al juego.

Las personas que no querían "disfrutar" del carnaval, esos días abandonaban la ciudad y se iban al campo, mientras que otros que no tenían esa posibilidad, se encerraban en sus casas.

No obstante que el virrey Arredondo a fines del siglo XVIII había prohibido "los juegos con agua, harina, huevos y otras cosas", por lo visto las prohibiciones de nada sirvieron, pues según las crónicas, los que más se divertían eran los que debían velar por el cumplimiento de estas disposiciones, esto es los empleados de policía.

Muchas veces los huevos se convertían en verdaderos "proyectiles", que ocasionaron lesiones, lo que provocaba advertencias de la policía.

La fiesta no hacía distingo de sexo, edad, raza, educación o condición social ya que todos participaban y se divertían por igual. También nadie se salvaba de los baldazos y mojaduras, ya sean doctores, militares, comerciantes, mujeres, ancianos, niños, etc.

Las niñas de la "sociedad", con gran acopio desde muchos días antes de suficiente material "bélico" -léase: cualquier objeto que pudiere contener agua- , ayudadas por las sirvientas negras y mulatas se enfrascaban en verdaderas batallas a baldazo limpio defendiendo las azoteas de sus casa, convertidas en verdaderos "cantones", contra los jóvenes disfrazados que en grupos recorrían la ciudad, tratando de tomar esas "fortalezas", penetrando en las casas y cometiendo alguna "tropelía" contra las "niñas", actos que ofendían el pudor entonces vigente.

No faltaban las personas que montadas a caballo, llegaban a la ciudad con la intención de divertirse a costa del prójimo y que al recibir mojaduras desde ventanas o azoteas, no dudaban en penetrar en la casa con la cabalgadura, con los daños que ello ocasionaba en las viviendas.

Durante el gobierno de Balcarce se había dispuesto "que todo individuo puede regocijarse y divertirse sin faltar al decoro, ni cometer excesos que son opuestos a la civilización del pueblo de Buenos Aires; y que al mismo tiempo que es permitido a todo individuo el jugar con la moderación debida, le es prohibido usar de máscaras, dirigirse contra persona que no se manifieste dispuesta a esta diversión, y acometer aún las que lo estén de un modo que pueda inferirles grave mal; asaltar de modo alguno ninguna casa o azotea; pues siempre de esto provienen riñas y desgracias que deben precaverse".

Existían disposiciones anteriores -de fines de noviembre de 1821- que imponían castigos a los infractores, como el de trabajos forzados llamados "trabajos públicos" por determinada cantidad de días según la falta cometida, como también era sancionado el de uso de armas o proferir insultos a transeúntes o decir palabras obscenas en la vía pública.

Hombres expectables, como el gobernador Manuel Dorrego, los generales Carlos María de Alvear, Enrique Martínez, Miguel E. Soler, Lucio Norberto Mansilla y el mismo Rosas y otros, en su juventud, gustaban de los juegos de carnaval.

Octavio C. Battolla cuenta en La sociedad de antaño: "Una tarde el general Mansilla [se refiere a Lucio Norberto] acertó, con mano diestra y admirable vista, un huevazo al único diente de una vieja que asomaba en ese instante por una ventanilla de enfrente. Excusado es decir que tan bamboleante reliquia le quedó colgando y que la curiosa vecina solo pudo vengarse llamándolo ¡bandido! a pulmón lleno, en medio de lágrimas y maldiciones".

Especial participación  tuvieron los habitantes de procedencia africana, quienes reunidos en "naciones negras", según su origen (Congo, Angola, Moros, Benguela, Mozambiques, etc.), se reunían en sus sitos o sociedades, ubicados principalmente en los barrios de Monserrat, Mondongo, San Telmo, del Tambor, donde celebraban sus ritos de origen africano y bailaban los candombes y danzaban al ritmo de los tamboriles y otros instrumentos de aquél origen en las calles de la ciudad con sus sensuales danzas y movimientos, denunciado por sacerdotes y funcionarios como pecaminosos.

Cada año, ante la proximidad de la fiesta, el debate se reiniciaba, con las advertencias del juez de policía que señalaba las penas a que se harían pasibles quienes cometieran excesos, y también con las quejas de muchos vecinos por las costumbres "detestables", como los pedidos hechos por diarios y periódicos para que la población se comportara de manera más civilizada y evitara los excesos. Así, la Gaceta Mercantil en 1823, publicaba "Esta saturnalia empieza mañana, y es de esperar que en ella no tengamos que lamentar ningún exceso que refluya en desdoro de la civilización argentina".

Pero a pesar de todo, los porteños se negaban a dejar de lado costumbres ya muy arraigadas.

Alberdi, en el semanario La Moda, saludaba la llegada del carnaval “Gracias a Dios que nos vienen tres días de regocijo, de alegría”, para concluir, en el mismo artículo, redoblando la apuesta: “Ni que fuera de cristal la moral para romperse de un huevazo”

El carnaval se cerraba el día martes con una denominada ceremonia llamada "Día del Entierro", donde en cada barrio se colgaba un muñeco hecho de paja y género, que representaba a Judas, que luego era quemado con regocijo de todos los vecinos.

Los hermanos John y William Parish Robertson, de nacionalidad inglesa, estuvieron en nuestro país en las dos décadas posteriores a la revolución de Mayo. A su regreso a su país y en 1843 publicaron las experiencias que habían vivido en estas tierras. Definieron al carnaval porteño como un "corto período de locura", locura que se acrecentaba al paso de los días, según contaron. "Empezaba con solapada moderación. Iba uno por la calle y de pronto una bonita mujer, sentada tras la reja de su ventana, lo rociaba con agua de colonia; poco después podía verse algún dandy arrojando agua de rosas hacia el interior de un balcón …De pronto el pasante se sentía literalmente empapado, no con agua de mille fleurs, sino con agua común. Y apenas se detenía de mal humor tratando de secarse, otra descarga súbita del otro lado de la calle le caía como una ducha… las señoras bajaban de la azotea a la puerta de calle, para estar más seguras de poder empapar algún determinado individuo, elegido de antemano entre los que veían en la calle… Pero debo decir que el domingo y el lunes, aquello no era nada en comparación con el martes, verdadero Derby de la semana de Carnaval. Como si los dos primeros días se hubieran empleado simplemente en un ensayo de fuerzas, la terrible batalla se daba el tercero y último día. Hubiérase dicho entonces que Buenos Aires era una ciudad de manicomios y que todos los ocupantes de estos últimos hubiesen sido puestos en libertad".

Según estos viajantes, en esos días, la sensualidad de las mujeres afloraba pues "los vestidos de las mujeres [a raíz de las mojaduras] se adherían al cuerpo y a sus formas".

 

Martín Boneo
Candombe federal. Martín Boneo (2)

El carnaval durante el gobierno de Rosas

La fiesta de carnaval principiaba cada día cerca del mediodía, con el estruendo del cañón, disparado desde el Fuerte y finalizaba con otro cañonazo disparado a la hora de la oración, aproximadamente a las 6 de la tarde.

Durante el primer gobierno del Restaurador (1829-1832) y en los primeros años del segundo (a partir de 1835), las costumbres de los habitantes de Buenos Aires, siguieron siendo las mismas, en cuanto a lo que al juego con agua se refiere, con todos los excesos imaginables.

En esta época, el Judas que se quemaba el Día del entierro, representaba a algún enemigo del Restaurador, generalmente a un unitario exiliado. El lugar principal donde se desarrollaba este acto, era la plaza de Monserrat, lugar al que llegaban las carretas cargadas de productos que provenían de las provincias.

La "ceremonia" era presenciada por los conductores de las carretas, la numerosa peonada que se encontraba siempre en el lugar, reseros, payadores, familias que vivían en las inmediaciones, gente de color que vivía en el barrio del Mondongo, soldados y donde no faltaban funcionarios y aún el mismísimo Restaurador luciendo muchas veces su poncho pampa, montados éstos en caballos que tenían adornos de plata y recados criollos y llevando en sus testeras de plumas rojas y cintas del mismo color también en la cola.

Cuenta Battolla, que en aquella época: "Los huevos de olor, pregonábalos los vendedores a los gritos de: ¡Huevitos de olor / Pá las niñas que tienen calor! ¡Huevitos de cera / Pá las niñas que tiene  pulsera!".

 

El Decreto reglamentando la fiesta del carnaval

Pese a las exhortaciones a la prudencia, que se hacía a los habitantes de la ciudad, evidentemente los festejos y extralimitaciones fueron en aumento, por lo que el gobernador Rosas, por medio de un decreto del 8 de julio de 1836, -por lo demás, muy detallista y que demuestra la participación personal del gobernante en su redacción, intentó encauzar las aguas hacia una fiesta civilizada-, reglamentó la fiesta y juegos del carnaval. El decreto decía así:

"Artículo  1°: El juego de carnaval solo será permitido en los tres días que preceden al de Ceniza, principiando en cada día a las dos de la tarde, cuya hora se anunciará por tres cañonazos en la Fortaleza, y concluyendo al toque de la oración, tendrán lugar otros tres cañonazos.

"Artículo 2°: En las casas en que se juegue desde las azoteas o ventanas, deberá, mantenerse la puerta de calle cerrada durante las horas de diversión, y abrirse tan solamente en los momentos precisos para los casos de servicio necesario.

"Artículo 3°: El juego que se haga desde las azoteas, ventanas ó puertas de calle, solo podrá ser con agua sin ninguna otra mezcla, o con los huevos comunes de olor, y de ninguna manera con los de avestruz.

"Artículo 4°: Los que jueguen por las calles a caballo o a pié, o en rodado, solo podrán usar de los expresados huevos comunes de olor. Los mismos, como también los que jueguen desde las azoteas, ventanas o puertas para usar de cohetes y buscapiés,  deberán sacar permiso por escrito al Jefe de Policía bajo su firma.

"Artículo 5°: Nadie jugando por la calle, podrá asaltar ninguna casa ni forzar alguna de sus puertas o ventanas, ni pasar de sus umbrales para adentro, ni a pié ni a caballo, en continuación del juego.

"Artículo 6°: Tampoco se podrá jugar de casa a casa por los interiores de ella.

"Artículo 7°: Queda igualmente prohibido el uso de las máscaras, el vestirse en traje que no corresponda á su sexo, el presentarse en clase de farsante, pantomimo, o entremés, con el traje o insignias de eclesiástico, magistrado, militar, empleado público o persona anciana.

"Artículo 8°: Para las diversiones públicas que puedan tener lugar en la noche, de la oración para adelante, se sacará previamente el correspondiente permiso del Jefe de Policía por escrito bajo su firma.

"Artículo 9°: El que infringiese cualquiera de los artículos de este decreto, será castigado a juicio y discreción del Gobierno, como corresponda según las circunstancias del caso, y al mismo tiempo obligado a subsanar los daños y prejuicios particulares que hubiere causado por su infracción, en caso de ser reclamados".

En su mensaje anual a la Legislatura el Gobernador al dar cuenta del dictado del mencionado decreto, decía: "Una de las máximas que presiden la marcha del Gobierno, es, que ha sido instituido para hacer la felicidad presente, y abrir el camino de la futura. Partiendo de este principio ha reglado el juego del carnaval, y tiene la satisfacción de manifestar a los señores representantes, que las disposiciones tomadas para precaver los excesos, no sólo han dado más amplitud a la alegría, proporcionando que todas las clases puedan participar de la diversión, sino que en el último, tan lejos de que se haya experimentado el menor desorden de los acostumbrados, no hubo una sola queja. El mismo Gobernador mezclado con el pueblo, tomó parte en su contento".

Pedro Figari
Baile de negros. Pedro Figari (3)

 

La prohibición del carnaval

Evidentemente el ardor del porteño no cejó pese al decreto que ponía límites a los juegos del carnaval, y los atropellos seguían produciéndose cada año en aquellas fechas, por lo que el gobierno se vio en la necesidad de prohibirlos mediante el decreto del 22 de febrero de 1844, que decía:

"Las costumbres opuestas a la cultura social y al interés del Estado suelen pertenecer a todos los pueblos o épocas. A la Autoridad pública corresponde designarles prudentemente su término

"Con perseverancia ha preparado el Gobierno, por medidas convenientes, estos resultados respecto de la dañosa costumbres del juego de Carnaval en los tres días previos al Miércoles de Ceniza; y Considerando:

“Que esta preparación indispensable ha sido eficaz por los progresos del país en ilustración y moralidad.

“Que semejante costumbre es inconveniente a las habitudes de un pueblo laborioso e ilustrado.

“Que el tesoro del Estado se grava y son perjudicados los trabajos públicos.

“Que la industria, las artes y elaboraciones en todos los respectos sufren por esta pérdida de tiempo en diversiones perjudiciales.

“Que redundan notables perjuicios a la agricultura y muy señaladamente a la siega de los trigos.

“Que se perjudican las fortunas particulares, y se deterioran y ensucian los edificios en las ciudades por el juego sobre las azoteas, puertas y ventanas.

“Que la higiene pública se opone a un pasatiempo de que suelen resultar enfermedades.

“Que las familias sienten otros males por el extravío indiscreto de sus hijos, dependientes o domésticos.

“Por todas estas consideraciones, el Gobierno ha acordado y decreta:

"Art. 1°: Queda abolido y prohibido para siempre el juego de Carnaval.

"Art. 2°: Los contraventores sufrirán la pena de tres años destinados a los trabajos públicos del Estado. Si fuesen empleados públicos, serán además privados de sus empleos".

Con esta resolución quedó sellada por largo lapso la suerte del carnaval ya que la fiesta fue restablecida 13 años después.

 

Fuentes:

"Archivo Americano y Espíritu de la prensa del mundo" N° 12, mayo 31 de 1844

"Mensajes de los gobernadores de la provincia de Buenos Aires 1822-1849", Vol. 1, Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires "Ricardo Levene", La Plata, 1976.

Battolla, Octavio C., "La sociedad de antaño", Emecé Editores, Bs. As., 2000.

Parish Robertson, John y William, "Cartas de Sudamérica", Buenos Aires, Emecé, 1950.

Sáenz Quesada, María. "Tristezas y alegrías del carnaval", La Nación 18 de febrero de 2011.

Soler Cañas, Luis. "Viejos carnavales porteños", Revista Todo es Historia N° 22, Buenos Aires, febrero de 1969.

www.curiosamonserrat.com.ar

(1) Candombe, Óleo sobre cartón (61 x 81 cm, sin fecha) de Pedro Figari (1861 - Montevideo - 1938). Museo Histórico Nacional de Montevideo.

(2) Candombe federal en época de Rosas. Martín Boneo (1829-1915), Museo Histórico Nacional.

(3) Baile de negros. Óleo sobre cartón de Pedro Figari . Museo Histórico Nacional.