Publicado en el Periódico El Restaurador - Año IX N° 33 - Diciembre 2014 - Pags. 3 y 4
Adolfo Saldías y José Hernández
Como un homenaje a Adolfo Saldías a 100 años de su desaparición física y a los 180 años del nacimiento del gran y máximo poeta nacional, publicamos la carta que el primero le remitió a Hernández a fin de manifestarle sus impresiones sobre el Martín Fierro.
Buenos Aires, Noviembre 16 de 1878.
Señor D. José Hernández.
Mi amigo: Le prometí a Vd. últimamente manifestarle mis impresiones sobre su «Martin Fierro», y paso a hacerlo.
Está demás anticiparle que yo no puedo, ni debo emitir un juicio crítico acerca de ese libro con que Vd. ha enriquecido nuestra literatura Nacional.
Todo esto sería música celeste. Cualquier criollo estaría tentado a responder lo que respondió uno de ellos al caballero inglés que le preguntaba: ¿Do you know where is Cochabamba street? — si no dijera demasiado con estas palabras: amigo es matarse; nosotros hemos leído a «Martin Fierro» en once letras diferentes.
He aquí mi amigo Hernández, el mejor juicio acerca de su libro. Once ediciones de un libro son como para llenar de orgullo un autor en Buenos Aires. Vd. solo puede blasonar de ello. Ni la Constitución Argentina ha merecido este honor. Se ensayó dos veces en 1811, se varió en 1815, en 1817, 1819, en 1826 y en 1853-60: ocho publicaciones mi amigo. Su «Martin Fierro» le lleva tres todavía; y recorre a caballo la llanura, las pulperías y los ranchos, haciendo por la vida, esto es, por otras tantas ediciones.
Y se va lejos, se hunde en el Sud — en ese Sud de tiernos y dolorosos recuerdos para el gaucho, donde este se deja ver todavía arrogante y hermoso como ahora cincuenta años, cuando imponía su voluntad y su ley a todos aquellos a quienes en vano clamó, durante otros tantos años, para que lo sacaran del mísero desamparo en que vivía.
Porque el gaucho, — y esto es lo que hace buscar con cierto amor todo libro que a él se refiere, — tiene su noche en nuestra historia; noche larga, sin otra luz que la de las cuatro estrellas que indican ese Sud en nuestra Pampa. Su huella ha sido la del martirio abnegado, — su vida la del combate con la adversidad, su destino, el de los eternamente desheredados, su único consuelo el desierto inmenso, que siempre revivió bajo sus plantas prodigando a su rey desventurado sus flores, sus brisas y sus aguas para que recuperara sus fuerzas, allí, a la sombra del ombú, bajo el cual se levantó alguna vez su rancho de paja en que desapareció con su mujer y con su hijos!....
Es un poema de lágrimas que solo el Pampero ha recogido.... flores silvestres de rara fragancia que sepultó el progreso que pretendemos cimentar con remedios de civilizaciones ajenas, y que amenaza privar el gaucho hasta del consuelo de ver en un día no lejano, el espectáculo de nuestras libertades arraigadas, de nuestros derechos dignificados, de nuestra prosperidad asegurada por las que el gaucho luchó durante cincuenta años con su lanza y a caballo.
Sigamos al gaucho, mi amigo, sigámoslo en esa noche tristísima para él y vergonzosa para nosotros Encierran misterios tan íntimos y tan mal comprendidos los senos generosos de esa Pampa, donde el gaucho nació como rey y donde apenas vivió como cuervo!... Tanta melancolía mezclada con cierto amor a la patria que conquistamos con ellos, cae al fondo del alma al evocar el recuerdo de esa noche!
A principio de este siglo el gaucho, con ser que ya había guerreado en nombre de su patria contra los ingleses, era el más desamparado de la suerte y de los hombres. — Después del esfuerzo de su patriotismo, solo le quedaba la inclemencia del desierto, al cual no dejaban los bienes relativos de que gozaban los hombres de las ciudades.
Requerido constantemente para el servicio militar que demandaba nuestra guerra de la Independencia ¿dónde se dio una batalla en la que el gaucho no lanceó, acuchilló, baleó y venció a los españoles, haciendo gala de ese heroísmo temerario que es aliento poderoso de su alma, algo como carne de su carne? ¿Dónde no estuvieron Güemes y Lavalle, Necochea, Balcarce, Pringles, Lamadrid, Suarez, Olavarría y tantos otros brazos armados constantemente en defensa de la República?
La Independencia se iba logrando, el bienestar se acariciaba, se comenzaba a gozar algunos bienes, y entre tanto ¿qué participación tenía el gaucho en este nuevo teatro de la democracia, que él había contribuido a cimentar?
Ninguna: seguía siendo soldado, ni hogar, ni familia que lo ligara a la patria ingrata que lo había engendrado para sacrificarlo, especie de Saturno que bebía sin saciarse la sangre de sus hijos.
La desgracia suele tener sus paroxismos. El alma estalla frenética desgarrando con salvaje complacencia los sentimientos que algún día le sirvieron de consuelo para borrar de sí, hasta el recuerdo de la esperanza maldita, que agotó las lágrimas y las fibras marchitó.
El infortunio del gaucho lo tuvo también. La ocasión le fue propicia y él la aprovechó para dar rienda suelta a sus instintos y a sus furias.
Al despuntar el año 20, los gauchos recorrían el desierto en todas direcciones, para aproximarse en medio a su desventura, y librar juntos ese combate tremendo que debía perpetuarse en nuestro país hasta que triunfara la idea que ellos estamparon, sin conocerla, en las banderolas rojas de sus lanzas húmedas con sangre.
La representación que asumían Ramírez, López, Bustos y después Facundo y Aldao en otras Provincias, la asumió Rosas en la de Buenos Aires.
Radicado en la campaña «sacrificando comodidades y dinero, haciéndose gaucho, hablando como tal, haciendo lo que los gauchos hacían, protegiéndolos, haciéndose su apoderado, cuidando de sus intereses, etc. etc.», según el mismo Rosas lo ha expresado en una confidencia —el descendiente de los Condes de Poblaciones fue como una Providencia que surgió de las entrañas de la Pampa en favor de los gauchos, que miraban con indecible asombro ese hombre para ellos extraordinario, y que era su proprio engendro y que ya los había hecho brillar sobre todos, conduciéndolos a ahogar la anarquía en esa ciudad de Buenos Aires, que nunca había tenido un eco de consuelo para ellos.
Rosas llegó a ser el gran señor de la campaña. El teatro era muy vasto; pero la admiración y el cariño hacia su persona era llevado en alas, por los gauchos, de pulpería en pulpería, donde templaban sus guitarras para cantar sus alabanzas a ese gaucho hermoso y arrogante que protegía sus hogares y los hacía felices dejándolos vivir de su trabajo al lado de su hijos. ¿Cómo pues el corazón de la campaña no había de abrirse con la espontaneidad de la flor del aire para elevar a Rosas al Gobierno?
Rosas adoptó en provecho de su Gobierno fuerte, la idea en nombre de la cual los gauchos y sus jefes vinieron a atar sus potros al pié de la Pirámide de Mayo en 1820. La federación que une a todos los argentinos bajo el glorioso pabellón de Mayo, ha sido pues la venganza que tomaron nuestros gauchos. La devastación y los males que esto ha causado antes de asentarse para siempre, están compensados con ese infortunio cruento del gaucho que también es hijo de esta tierra, y con el provenir venturoso que esa federación nos depara si sabemos perseverar en los propósitos que desde 1862, quedaron librados al patriotismo de los pueblos argentinos.
Tal es el tipo histórico y social de su «Martin Fierro».
El ha ido desapareciendo a medida que se han ido extendiendo y perfeccionando los principios que el gaucho proclamó y sostuvo durante nuestras peregrinaciones y contiendas.
Pero su condición no ha mejorado en razón de esos progresos. Todavía lo abate su infortunio, porque todavía tenemos mucho desierto desamparado y todavía tenemos alguna barbarie enmascarada en la República.
Todavía el gaucho llora la triste suerte que le cabe en la campaña, donde subsisten para él los rigores que han desaparecido para los demás.
Estos rigores de su suerte mezquina, esta desgracia, es lo que canta Vd., tomando a la Pampa como teatro y a un payador valiente y generoso como protagonista.
¿Como lo ha hecho Vd.? (Aquí debía empezar el juicio crítico). Ya queda dicho al principio, ya lo han dicho las once ediciones de su libro.
Permítame Vd., pues, que no añada más a lo que, sobre el particular han dicho las personas competentes que han leído su libro, tributándole a Vd. los elogios que merece su bien cortada pluma para esta clase de literatura tan poco explotada entre nosotros, a pesar de haber tenido precursores como Hidalgo, Lavardén y Ascasubi. Del Campo, el famoso Anastasio el Pollo y Vd., son los únicos que la han cultivado en nuestros días. Ambos han obtenido lauros que mañana figurarán en nuestros fastos literarios como frutos óptimos de esfuerzo nobilísimo que tiende a perpetuar en nuestra historia el tipo original y esforzado del rey de los desiertos argentinos.
Son los votos de su amigo.
Adolfo Saldías