domingo, 1 de diciembre de 2013

Vida del Chacho - José Hernández

 Publicado en el Periódico El Restaurador - Año VIII N° 29 - Diciembre 2013 - Pag. 12  

Vida del Chacho

Transcribimos de la Vida del Chacho, escrita por José Hernández el capítulo VIII, que se refiere al tratado de Las Banderitas, como así lo denomina el escritor.

José Hernández

No creemos necesario detenernos mucho para recordar a nuestros lectores la resistencia heroica que el general Peñaloza hizo por el espacio de muchos meses al Ejército que después de Pavón envió el general Mitre al Interior, y que fue a ensangrentar el suelo de las provincias. Aún están vivos esos hechos en la memoria de todos, y todos saben que ante su prestigio, su actividad y su arrojo, únicos elementos de que podía disponer, fue a estrellarse todo el poder de las huestes invasoras; política de ese partido, cuya ambición es su único fin, el asesinato su único medio. Nuestros lectores no deben haber olvidado que el supuesto Gobierno Nacional, persuadido de su impotencia para triunfar del general Peñaloza, en esa lucha en que se esterilizaban sus inmensos sacrificios y en que emplearon con igual ineficacia los medios más reprobados y criminales, Rivas, Sandes, Arredondo y demás, celebró entonces un tratado con él, por medio de su comisionado el doctor D. Eusebio Bedoya, cuyo tratado fue firmado en la Provincia de La Rioja, en el lugar llamado Las Banderitas. En ese sitio, y después de firmado dicho tratado, el general Peñaloza, dirigiéndose a los Coroneles Sandes, Arredondo y Rivas dijo: “es natural que habiendo terminado la lucha, por el convenio que acaba de firmarse, nos devolvamos recíprocamente los prisioneros  tomados en los diferentes encuentros que hemos tenido; por mi parte yo voy a llenar inmediatamente este deber”. Los mencionados jefes de Mitre, enmudecieron ante estas palabras y sólo se dirigieron entre sí una mirada de asombro o de vergüenza. El general Peñaloza que, o no se apercibió de lo que ese silencio significaba, o que, por el contrario, ya contaba de antemano con la muda respuesta que se le daba, no se dio por entendido de lo que sucedía. y llamando inmediatamente a uno de sus ayudantes (de apellido Cofré), le ordenó que llevase al lugar de la conferencia a los prisioneros porteños, fueron sus palabras, para ser devueltos a sus jefes.

No tardaron mucho en presentarse dichos prisioneros, y a su vista el general Peñaloza dijo: “Aquí tienen ustedes los prisioneros que yo les he tomado, ellos dirán si los he tratado bien, ya ven que ni siquiera les falta un botón del uniforme”. Un entusiasta viva, al general Peñaloza, dado por los mismos prisioneros, fue la única, pero la más elocuente respuesta que estas palabras recibieron.

El general Peñaloza, viendo el silencio de los jefes de Mitre, insistió en la devolución de los prisioneros que le habían tomado a él. “Y bien, dijo: ¿Dónde están los míos? ¿Por qué no me responden? ¡Qué! ¿Será cierto lo que se ha dicho? ¿Será verdad que todos han sido fusilados? ¿Cómo es, entonces, que yo soy el bandido, el salteador, y ustedes los hombres del orden y de principios? El general Peñaloza continuó en este sentido dirigiendo una enérgica y sencilla reprobación a los jefes de Mitre, a tal extremo, que el doctor Bedoya se llevó el pañuelo a los ojos, y lloraba a sollozos, quizá conmovido por la patética escena que presenciaba, tal vez avergonzado de encontrarse allí, representando a los hombres que había inmolado tantas víctimas, o acusado quizás por su conciencia de haber manchado su carácter de Sacerdote, aceptando el mandato de un partido de asesinos.

Entretanto, los jefes de Mitre, se mantenían en silencio, humillados ante las reconstrucciones de aquél héroe cuya altura de carácter, cuya nobleza de sentimientos, tanto contrastaba con la humildad de su condición.

El general Peñaloza devolvió a todos los prisioneros que había tomado, no faltaba uno solo, y no había uno solo entre ellos que pudiera alzar su voz para quejarse de violencias o malos tratamientos.

Y, ¿dónde estaban los prisioneros que se había tomado a él?

Habían sido fusilados sin piedad, como se persiguen y matan las fieras de los bosques.

Sandes había ensangrentado el “Puesto de Valdés” sacrificando a su rabia multitud de indefensos prisioneros.

Rivas había derramado también en el “Gigante”, la sangre de 35 prisioneros inermes, y entre las víctimas estaban los jefes y oficiales del general Peñaloza, Rojas, Bilbao, Quiroga, Moliné, Vallejo, Lucero, Gutiérrez y Videla.

Las mujeres e hijos de sus soldados habían sido arrebatadas por “los valientes soldados invasores”. Sus mejores servidores y sus compañeros más distinguidos habían sido sacrificados.

El correspondía a todo eso, con una acción generosa, que sus enemigos no han ejecutado nunca.

Hemos hecho conocer ya al hombre que acaba de ser sacrificado a la saña implacable, a la cobardía y a los instintos sanguinarios de un partido de asesinos.

No nos lisonjeamos de ofrecer a nuestros lectores una obra acabada; esta obra sería el fruto de una consagración y de un tiempo de que no podemos disponer.

Pero hemos recorrido ligeramente el largo y complicado período de nuestra revolución, y aunque no hemos trazado de él un cuadro completo, sino tocándolo apenas en sus más notables lineamientos, hemos hallado en todas partes el nombre del general Peñaloza ocupando posiciones y desempeñando papeles diversos, pero, como lo hemos dicho al principio, siempre de una manera distinguida y honorable para él.

Trazados estos rasgos al correr de la pluma, dejamos a la inteligencia de nuestros lectores el suplir con ella, la deficiencia de que han de adolecer naturalmente.

Ángel Vicente Peñaloza
Casa de Olta donde fue muerto el Chacho