domingo, 1 de diciembre de 2013

El Chacho - Semblanza

    Publicado en el Periódico El Restaurador - Año VIII N° 29 - Diciembre 2013 - Pag. 10 

Semblanza del Chacho


En la revista Todo es Historia N° 25 de mayo de 1969, salió publicado un artículo de autoría de Felipe Cárdenas (h), titulado "Vida, muerte y resurrección del Chacho", del cual hemos rescatado los párrafos que se transcriben a continuación y que constituyen una verdadera semblanza del Chacho.


Semblanza del Chacho
El Chacho. Pintura de Carlos Terribili
...¿Fue acaso el Chacho un caudillo excepcional? Diríamos que no; fue un mediocre jefe militar, cuya trayectoria es una antología de derrotas. ¿Fue un dirigente que llevó a su pueblo ideas, consignas, reivindicaciones, palabras revulsivas? Absolutamente; era un paisano analfabeto que firmaba trabajosamente y cuyas ideas apenas pueden rastrearse en las proclamas que le escribían sus secretarios. ¿Era uno de esos hombres excepcionales que arrastran a los pueblos con el solo vigor de su personalidad, como Facundo, como Güemes? No; era un gaucho sencillo y bondadoso, que nunca trató de imponerse a nadie y que incluso, una vez que uno de sus capitanejos se le sublevó, se limitó a montar a caballo y alejarse, en vez de pelear...

...Pero al mismo tiempo, el caudillo debe ser un hombre distinto a los demás. Debe estar por encima de los suyos, distinguirse con esas connotaciones que le confiere el liderazgo. Debe estar velando siempre, tiene que estar siempre despierto, como Facundo, del cual decían sus soldados que jamás dormía. Tiene que mantener esa diferenciación que otorga autoridad, que inspira respeto y a la vez adhesión. ¡Qué difícil el oficio de caudillo!

El Chacho cumplía bien esa doble obligación. Era un paisano más y nada parecía distinguirlo de sus vecinos, los pobladores de los llanos riojanos. Vestía un chiripá bajo una chaqueta militar desprolija, o un chaleco cuyo único lujo eran los botones de plata; se ataba el pelo con una vincha roja y su vanidad era el apero de su caballo o las grandes espuelas de plata, al modo chileno. Nadie que lo viera podría distinguirlo de un paisano de buena posición del interior del país. Vivía -cuando vivía allí- en Guaja, un caserío mísero, en un rancho de adobe que en los últimos años de su vida lucía como especial lujo una pieza de material, para “las visitas importantes”. Era un paisano cualquiera, como cualquier paisano de mediados del siglo pasado y hasta su tonada era tan golpeada y esdrújula como cualquier llanisto; hasta sus ojos eran azules y su cabello rubio, como lo son, en general, los pobladores de los llanos, descendientes directos de los castellanos que colonizaron esas comarcas donde no había indios.

Pero también era diferente. La diferenciación del Chacho no es de fácil enunciación. Es algo sutil. Porque si físicamente o en su aspecto exterior era un gaucho más, había en su personalidad muchos aspectos que lo apartaban radicalmente del común de sus paisanos. Por empezar, tenía un sentido de responsabilidad sobre su gente; la pesada carga del liderazgo, que lo llevaba a abandonar, vuelta a vuelta, su tranquila existencia de vecino caracterizado, para asumir el caudillazgo de sus rurales huestes. Como cuando en 1861 el gobierno de Catamarca, acosado por las expediciones que le envían los triunfadores de Pavón, le suplica que vaya allá a defenderlo, El Chacho no quiere ir. Sabe que es una guerra dura y tal vez perdida. Pero el mensajero insiste; allí lo esperan sus amigos, le piden que vaya. El Chacho dice que irá y entretanto ordena que su pequeña escolta marche a Catamarca. El mensajero insiste que vaya él, el Chacho accede, finalmente, y casi solo emprende a caballo su marcha hacia la provincia vecina. Y a medida que va andando, sus paisanos se le juntan por el camino. Y lo que iba a ser casi un paseo solitario se convierte al fin -sin él desearlo- en una marcha militar con un millar de hombres que no saben adonde van ni de qué lado van a pelear, pero que se sienten obligados a acompañar a su jefe…

 O su lucha contra Rosas. Es en 1842. La Coalición del Norte ha sido derrotada. Rosas impera omnipotente sobre la Confederación Argentina. Ya ha sido muerto Lavalle, Lamadrid está en el destierro. Nadie piensa en levantarse contra el poder del Gobernador de Buenos Aires. Pero hay un paisano riojano que siente una responsabilidad sobre su cabeza. Y entra a su pago en abril de 1842, por la cordillera, desde Chile, con un puñado de amigos. Y durante cinco años hará guerra de guerrillas, aparecerá y desaparecerá, llegará hasta Tucumán, amenazará Catamarca, peleará, vencerá, y será vencido, verá a su mujer “con un hachazo en la frente” hasta que la inutilidad de su lucha -y las intrigas de sus correligionarios unitarios en Chile- lo llevarán a entregarse a un noble enemigo, el general Nazario Benavídez, gobernador de San Juan.

Sí, hay un sentido de responsabilidad en el Chacho, que es la característica del caudillo. Como hay también una autoridad que le es innata que no ha buscado pero de todos modos le da un aire que todos acatan, Por eso llegan a su casa de Guaja hombres que tienen litigios y allí, sentado en el suelo -así lo describe un historiador contemporáneo- dictará justicia como los “homebuenos” del derecho foral español, y su palabra será ley... Todavía se conserva en Guaja el enorme algarrobo bajo cuya sombra sentenciaba el Chacho; el roble de Guernica tiene sus vástagos en América...

“El general Peñaloza fue una propiedad de la Patria y de sus amigos”, dijo José Hernández poco después de su asesinato. Eso es, acaso, lo que defina mejor al personaje. No se pertenecía: pertenecía a sus amigos y a su concepción de la Patria. Hacía lo que se sentía obligado a hacer, llevado por esa lealtad. El día antes de su asesinato, el Chacho escribe a Urquiza. Toda su lucha, desde 1861, ha sido hecha en nombre de Urquiza, confiando en que el vencedor de Caseros lo amparará con su enorme autoridad. Pero Urquiza nunca ha respondido a sus instancias y secretamente desprecia los alzamientos del Chacho, que perturban la “coexistencia pacífica” que es ahora el lema del Señor de San José. Sin embargo, el Chacho insiste: quiere a Urquiza, lo admira y lo considera su jefe. El 10 de noviembre de 1863 le escribe, pues, desde Olta. Le dice a Urquiza que si ha hecho la guerra contra las expediciones porteñas, ha sido con la intención de distraer la mayor parte de esas fuerzas para que Entre Rios no sea invadido. Pero Urquiza no le ha contestado a sus cartas. ¿Qué debe hacer? Le pide una contestación urgente: “si en ella se negase a lo que nos hemos propuesto -dice el Chacho- tomaré el partido de abandonar la situación retirándome con todo mi ejército fuera de nuestro querido suelo argentino”. Este es el Chacho; su lealtad a Urquiza lo lleva a condicionar su suerte a una palabra de quien considera su jefe. Mientras la carta a Urquiza empieza su largo itinerario, por el otro lado, una partida comandada por un irascible Mayor viene hacia Olta, con la lanza presta... Pero el Chacho no se moverá de Olta, pese a los avisos que le hacen llegar los humildes serranos, que advierten por las polvaredas que el enemigo se acerca. El Chacho no se moverá de Olta porque espera la respuesta de su jefe. La respuesta llegará en forma de lanza. El Chacho no ha querido huir, “es una propiedad de la Patria y de sus amigos”.

Y eso fue desde que empezó su carrera. Desde que un formidable caudillo, de ojos terribles y palabra breve lo llamó y lo llevó consigo. Fue hacia 1820, cuando en las conflictuadas Provincias Unidas del Rio de La Plata se empezó a hablar de un riojano singular llamado Juan Facundo Quiroga...