martes, 1 de diciembre de 2009

Mac Cann y su conversación con Rosas

 Publicado en el Periódico El Restaurador - Año IV N° 13 - Diciembre 2009 - Pag. 10 y 11

Anécdotas

El inglés Mac Cann y su conversación con Rosas en Palermo en 1848

Residencia de Rosas en Palermo, hacia 1850. Acuarela de Carlos Sívori, MHN 


William Mac Cann, era un hombre de negocios inglés, que vino a estas tierras en 1842. En un largo viaje a caballo, visitó las estancias del sur de Buenos Aires, propiedad de sus connacionales, llegando hasta la frontera con los indios. Cuando regresó a Buenos Aires, fue acusado en la Sala de Representantes, de ser espía inglés. Se entrevistó con Rosas en Palermo (1848), quien le dio toda clase de seguridades para realizar su viaje a caballo por el litoral y Córdoba. En 1853 publicó en Londres sus impresiones sobre el estado general de la Confederación, finanzas, población y costumbres, que tituló “Two Thousand miles’ride through te Argentine Provinces”. A continuación transcribimos la parte pertinente de su visita a la residencia de Rosas en Palermo y su conversación con el gobernante argentino.

 

…Cuando me presenté de visita en su residencia, en­contré reunidas, bajo las galerías y en los jardines, a mu­chas personas de ambos sexos que esperaban despachar sus asuntos. Para todo aquel que deseaba llegar hasta el gene­ral Rosas en carácter extraoficial, la hija del Dictador, doña Manuelita, era el intermediario obligado. Los asuntos personales de importancia, como confiscaciones de bienes, destierros y hasta condenas de muerte, se ponían en sus ma­nos como postrer esperanza de los caídos en desgracia. Por su excelente disposición y su influencia benigna, doña Manue­lita era para con su padre, lo que la emperatriz Josefina fue para Napoleón.

En la casa del general Rosas se conservaban algunos resabios de usos y costumbres medioevales. La comida se servía diariamente para todos los que quisiesen participar de ella, fueran visitantes o personas extrañas; todos eran bienvenidos. La hija de Rosas presidía la mesa y dos o tres bufones, (uno de ellos norteamericano) divertían a los huéspedes con sus chistes y agudezas. El general Rosas rara­mente concurría y cuando aparecía por allí, su presencia era señal de alegría y regocijo general porque en esos momentos se despreocupaba de las cuestiones de gobierno, pe­ro no participaba de la mesa porque sólo hacía una comida diariamente. La vida de Rosas era de ininterrumpida labor: personalmente despachaba las cuestiones de Estado más nimias y no dejaba ningún asunto a la resolución de los demás si podía resolverlo por sí mismo. Pasaba de ordinario las no­ches sentado a su mesa de trabajo; a la madrugada, hacia una ligera refacción y se retiraba a descansar. Me dijo un vez doña Manuelita que sus preocupaciones más amargas provenían del temor de que su padre se acortara la vida por su extremosa contracción a los negocios Públicos.

Mi primera entrevista con el general Rosas tuvo lugar en una de las avenidas de su parque, donde, a la sombra de los sauces, discurrimos por algunas horas. Al anochecer me llevó bajo un emparrado y allí volvió sobre el interminable tema político. Vestía en esta ocasión una chaqueta de marino, pantalones azules y gorra, llevaba en la mano una larga vara torcida. Su rostro hermoso y rosado, su aspecto macizo (es de temperamento sanguíneo), le daban el aspecto de un gentilhombre de la campaña inglesa. Tiene cinco pies y tres pulgadas de estatura y cincuenta y nueve años de edad. Se refirió al lema que llevan todos los ciudadanos: '''Viva la Confederación Argentina! Mueran los salvajes unitarios!", y me dijo que lo había adoptado contra el parecer de los hombres de alta posición social, pero que, en momentos de excitación popular, había servido para economizar muchas vidas; que era un testimonio de confraternidad, y para afirmado, me dió un violento abrazo. La palabra "mueran" quería expresar el deseo de que los unitarios fueran destruidos como partido político de oposición al gobierno. Era verdad que muchos unitarios habían sido ejecutados, pero solamente porque veinte gotas de sangre, derramadas a tiempo, evitaban el derramamiento de veinte mil. No deseaba, dijo, ser considerado un santo, ni tampoco que se hablara mal de él ni deseaba ninguna clase de alabanzas.

Aludiendo a mis propósitos de viajar a través de las provincias y juzgar por mí mismo del estado del país, me dijo que todo lo que él quería y lo deseaba el país entero era que se hablara con positiva verdad; no era él hombre de secretos, él hablaba a la faz del mundo, y aquí se irguió con orgullo, echó la gorra hacia atrás y levantó la frente como diciendo: "Yo desafío al mundo todo".

Volviendo a la intervención del Lord Howden. Rosas se mostró asombrado de que Inglaterra hubiera olvidado a tal punto su propio interés para darse la mano con Francia en una cruzada contra la República Argentina, enajenándose las simpatías del pueblo, que siempre fueron mayores por los ingleses que por los franceses. Me hizo presente que el reconocimiento de la independencia de la República por la Gran­ Bretaña, quince años antes de que lo hiciera Francia, había despertado en este pueblo sentimientos de gratitud hacia Inglaterra y observó que el carácter de los ingleses era más abierto y sus costumbres más morales que las de los franceses. Luego se extendió sobre las ventajas que ofrecía el país para la emigración de todo el exceso de población de Gran Bretaña y habló de la excelente situación en que colocaba a los inmigrantes el tratado de 1825, por el cual, en realidad, ­gozaban de mayores ventajas que los ciudadanos nativos.

Al referirse a la misión de Mr. Hood, advirtió que el gabinete de Londres decía "no abrigar ningún interés ni propósito egoísta", no obstante lo cual los franceses habían omitido la palabra "egoísta" y él consideraba esto muy significativo porque Francia tenía designios ulteriores en favor de ciertos miembros de su real familia, con relación a estos países. Todo lo que estas repúblicas necesitan –prosiguió– ­es intercambio comercial con alguna nación fuerte y poderosa como Gran Bretaña, la cual, en recompensa de los beneficios comerciales, podría beneficiados con su influencia moral. Esto era lo que querían, y nada más. No querían nada que oliera a protectorado ni afectara en lo más mínimo su libertad e independencia nacional, de las que eran muy celosas y no renunciarían un solo átomo. Este sentimiento lo exteriorizó vigorosamente en su lenguaje y ademanes. Al terminar la frase apretó el dedo pulgar de la mano derecha contra el dedo índice, como si tomara un pelo entre las uñas, y como diciendo: "No, ni tanto como ésto".

Como siguiéramos caminando por el parque, levantó la vista y observó las refacciones de albañilería que se hacían ante nosotros. Alguien podría preguntar –me dijo– para qué se edificó esta casa en estos lugares. El la había edificado con el propósito de vencer dos grandes obstáculos: ese edificio empezó a construirse durante el bloqueo francés; como el pueblo se encontraba en gran agitación, él había querido calmar los ánimos con una demostración de confianza en un porvenir sólido, y, erigiendo su casa en un sitio poco favorable, quería dar a sus conciudadanos un ejemplo de lo que podía hacerse cuando se trataba de vencer obstáculos y se tenía la voluntad para vencerlos.

Había notado mi desconfianza en punto a la seguridad personal de que podría gozar en mi proyectado viaje al norte, y reconoció que era muy natural, puesto que me aprestaba a visitar regiones adonde los ingleses habían llevado la guerra y donde sin duda existiría alguna indignación contra los ex­tranjeros, pero me dió la seguridad de que ningún extranjero sería insultado ni molestado, porque el gobierno había impartido órdenes estrictas a ese respecto. Refiriéndose a los representantes que habían mirado con desconfianza mis investigaciones, me dijo que él, en cierto sentido, se alegraba de lo ocurrido porque eso probaba que los miembros de la Sala te­nían el coraje de decir lo que pensaban, siempre que no hicieran ataques de carácter personal. Hizo largos comentarios a este propósito, refiriéndolo a las especies corrientes de que no había libertad de palabra en la Sala de Representantes. Y, por otra parte –agregó riendo–, si uno o dos han hablado contra usted, y los demás no lo han hecho, quiere decir que usted tiene la mayoría en su favor.

Si, con todo, yo me encontraba decidido a dar un galope a través del país, de unas mil o dos mil millas, lo cual, ni me lo aconsejaba ni me lo desaconsejaba –me ofrecía todas las facilidades que yo quisiera y con ello cumplía un acto de justicia corriente porque había dado facilidades semejantes a otros individuos.

El trato del general Rosas era tan llano y familiar, que muy luego el visitante se sentía enteramente cómodo, y la facilidad y tacto con que trataba los diferentes asuntos, ganaban insensiblemente la confianza de su interlocutor. El extranjero más prevenido, después de apartarse de su presencia, debía sentir que las maneras de ese hombre eran espontáneas y agradables. Me relató varios episodios de su vida juvenil y me dijo que su educación había costado a sus padres unos cien pesos, porque solamente fué a la escuela por espacio de un año y su maestro acostumbraba a decirle: –Don Juan, no se haga mala sangre por cosas de libros; aprenda a escribir con buena letra, su vida va a pasar en una estancia, no se preocupe mucho por aprender.

La hija de Rosas, que posee grandes atractivos, dispone de muchos recursos para cautivar a sus visitantes y ganar su confianza.

Manuelita. Daguerrotipo
En una de mis visitas a la casa, como su padre se encontrara ocupado, montó en seguida a caballo, y juntos nos echamos a galopar a través del bosque. Es una excelente amazona y me dejaba atrás con tanta frecuencia, que se me hacía imposible espantarle los mosquitos del cuello y los brazos, como me lo ordenaba la cortesanía. Ya anochecido se nos reunió Rosas y continuó hablando de política hasta la media noche. Mientras nos paseábamos por los corredores del patio, vino doña Manuelita corriendo hacia su padre, y rodeándole el cuello con sus brazos, le reconvino cariñosamente por haberla dejado sola y por quedarse hasta esas horas en el frío de la noche. Se llamó entonces a un empleado de la casa para que me acompañara hasta la ciudad y, antes de que yo mon­tara a caballo, doña Manuelita corrió a buscar una capa de su padre e insistió en que me la pusiera para abrigarme, porque amenazaba un viento pampero.

Fuente: José L. Busaniche, “Lecturas de historia argentina”, Bs. As. 1938.