sábado, 1 de marzo de 2008

El médico unitario que atendió a Rosas

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año II N° 6 - Marzo 2008 - Pags. 14 y15 




El médico unitario que atendió a Rosas
Recuerdos de familia relatados por el Dr. Mariano G. Bosch


El Dr. Mariano G. Bosch, nacido en 1865 y fallecido en 1948, fue hijo y pariente de unitarios y sobrino del médico personal de Rosas. Escribió varias obras teatrales y una historia del teatro argentino titulada “Historia de los orígenes del teatro nacional argentino” –en cuatro volúmenes–, obra muy valiosa y que fue muy bien recibida en su época. El artículo que transcribimos a continuación, que es de su autoría y relata recuerdos de familia, es muy interesante, porque además de contener detalles de la vida del Restaurador, da por tierra con lo afirmado por la historiografía oficial en cuanto a que el Jefe de la Confederación Argentina, perseguía a los unitarios. Cuando Rosas persiguió a alguien –fueran unitarios o federales, estancieros o no, etc.–, no lo fueron por su idea política o situación social, sino porque atentaban contra la unidad nacional o se aliaban a potencias extranjeras. Quienes no actuaban de esa forma eran respetados e inclusive formaban parte del círculo de amistades del Restaurador y su familia, no obstante ser de ideas unitarias, como el Dr. Dalmacio Vélez Sarsfield –autor del Código Civil y reconocido jurisconsulto de su época–, asiduo concurrente a las tertulias de Manuelita Rosas –de quien se decía amigo– en la residencia de Palermo y el tío del Dr. Bosch, entre muchos otros.

He aquí el relato

El doctor don Ventura Bosch, fallecido en 1871, en cumplimiento de su deber de médico, y por cuya razón su nombre figura en la lista de los abnegados que cayeron víctimas de la fiebre amarilla, fue uno de los facultativos más queridos y respetados de Buenos Aires, antes y después de la caída de Rosas. Se hizo más notable aún, cuando a su regreso de Europa, en 1853, fundó el primer manicomio que tuvo el país, y por esto, el primero de América del Sud: el de San Buenaventura, injustamente llamado hoy de las Mercedes.

Había recibido su diploma de médico en 1836. Su casa de la calle Suipacha, a pocos metros de la iglesia de San Miguel y donde hoy día existe un colegio del Consejo, fue siempre el punto de reunión de médicos, hombres de ciencia y políticos de su época. Por allí pasaron, en busca de una palabra útil, desde Cuenca, Clara y Teodo­ro Alvarez hasta Rawson.

Tanto él como su hermano Gerardo (mi padre) y Francisco (padre del general) eran unitarios. Unitarios, lo mismo en 1840 que en 1853; y no federales renegados, como muchos que después, caído el gobernante le maldijeron, como antes le habían adulado y solicitado favores.

Eran unitarios –aunque no en la forma de los rivadavianos, ni en la que predicaban los Varela–, Echeverría escribía a don Pedro de Angelis, diciéndole que ellos querían, de buena fe, patriotismo, desinterés, la libertad, el progreso y la civilización para su país: querían extirpar de raíz, las tradiciones coloniales. Y según Juan Cruz Varela, una de éstas era la idea religiosa. (Las ideas liberales que profesaban eran las de la Revolución Francesa y los volterianos.)

Ninguno de los Bosch que he mencionado, ni muchos otros porteños, creían que ésos eran los verdaderos fundamentos del unitarismo. Pretendían simplemente que Buenos Aires fuera el asiento del gobierno, la administración, las relaciones exteriores. Acaso hubieran preferido un gobierno monárquico, pero religioso, y, sobre todo, como porteños que eran, el sometimiento absoluto de "los provincianos" a su férula indiscutible, y el reconocimiento de la importancia de su ciudad, puerta de entrada del exterior.

Fue por esta razón y por lo arraigado de tales ideas localistas, los federales, sus enemigos, se llamaban a sí mismos americanos, republicanos, ciudadanos, yendo de este modo, y muy especialmente contra los rivadavianos, a quienes acusaban de andar buscando príncipes en las cortes del Brasil y de Europa, no faltando quienes lo hicieran, en las tribus americanas, para instalarlos en un trono como el que había en Río de Janeiro. Cuando estos republicanos hablaban de hacer arraigar en el pueblo las ideas que ellos profesaban y las del federalismo a estilo norteamericano, aquéllos les contestaban siempre con "la eterna muletilla" de "no es tiempo aun, no estamos preparados", etc.

En la invitación que publicamos, para el funeral de la señora Misia Encarnación, su esposo invita: "El ciudadano don Juan Manuel de Rosas", etc. Como se ve, es para él ese título de "ciudadano" de mayor importancia y más adecuado que cualquier otro que pudiera ostentar.

El mencionado doctor don Buenaventura Bosch, unitario y hermano de unitarios, fue el médico de Rosas. Y durante las largas esperas que debía soportar a su lado (le practicaba sondajes uretrales) conversaban de asuntos políticos, y recibía no pocas bromas respecto a su unitarismo y al de su hermano Gerardo. Y en no pocas de las dificultades que tuvo con los hombres del interior, Rosas le decía:

– ¿Por qué no se van ustedes, los unitarios, con sus ideas, a arreglarme estos asuntitos?.. A ver si vuelven vivos...

El doctor Bosch fue médico de Rosas, después del norteamericano Franklin Bond, que de médico pasó a cuñado: de la unión con la hermana, nacieron Enriqueta, Franklin y Carolina Bond y Rosas, y al quedar huérfanos de padre y madre, doña Agustina, su abuela se hizo cargo de ellos. ­

Es oportuno observar aquí que el doctor don Ventura Bosch no era pariente del boticario de la Merced (que luego lo fue en Lobos), ¡y es verdaderamente sensible!, don Juan José Bosch, quien, según los datos consignados por Rivera Indarte, fue uno de los cuatro únicos que, en el plebiscito realizado en favor de Rosas para gobernante y con facultades extraordinarias, votaron en contra.

Su voto tenía un agregado curioso y viril después de su firma: "El que no tiene cola de paja". Y así le quedó de sobrenombre. Fue atacado por los federales y otros adulones, y él les contestó siempre, con artículos periodísticos o versos, que firmaba de ese modo.

El voto de don Juan José, en su boleta, decía textualmente: "Disconforme con la ley del 7 de marzo, en cuanto al tiempo, modo y forma de gobierno que ella sanciona. Muy conforme con la persona de don Juan Manuel de Rosas, mandando en la provincia bajo el imperio de la ley y como custodio de ella."

No le gustaban al hombre ni las facultades extraordinarias ni lo indefinido del plazo para gobernar. Pero le gustaba mucho Rosas.

No fue ésa la conducta de Rivera Indarte, que publica esos detalles. Veamos: en el Nº 80 del "Diario de Avisos", que dirige, anuncia en venta su Himno a Rosas, compuesto con motivo de su asunción del mando (con plebiscito y todo), y cuya música compuso el maes­tro Massini. Y publica el retrato del gobernante elegido. Y los datos­ biográficos siguientes: nació en Buenos Aires, en la calle Cuyo Nº 94, el 30 de marzo de 1793. Se educó en la escuela de don Francisco Xavier Argerich. A los 13 años peleó como voluntario contra los ingleses invasores. (Es de observar que a esa edad ingresaban al ejército muchos jóvenes que luego sentaban plaza en él.) Según el mismo biógrafo, al año siguiente de 1807, Rosas se enroló como voluntario en el regimiento de Migueletes, de caballería, y en él figuró varios años. En 1820 fue nombrado capitán de milicias, recibiendo los despachos correspondientes.

La conducta de Rivera Indarte no fue la que correspondía al adu­lón de esta época. Disgustado con el Restaurador, pasó el resto de su vida arrojando veneno, lanzando calumnias de todas clases, insultos, infamias, mentiras. Todas las que escribió han sido aprovechadas después por los soidissant historiadores, para hacer la pretendida historia de este gobernante argentino.

La posición del doctor Ventura Bosch en la casa de Rosas, como médico, le permitió conocer detalles de su vida privada, y jamás dejó sospechar que en ella hubiera algo que denotara inmoralidad, ni licencias. Misia Encarnación Ezcurra de Rosas, de ilustre abolengo, era visitada por lo más selecto que tenía la ciudad. Y de su distinción admirable y reconocida sólo ha llegado a dudar algún ignorante escritor, mal caballero, pretendiendo babosear el nombre de una ilustre matrona argentina.

Vive en Buenos Aires –y soy su amigo– un bisnieto de doña Paula Garretón de Larrazábal, a la cual tanto el desleal Mármol como escritores de piezas teatrales que quieren especular con los efectismos escénicos, ofendieron, desfigurando su verdadera personalidad de matrona. El poeta mencionado se encontró con ella en Montevideo, y al ser increpado por su insolencia, pidió perdón a la señora, alegando su pobreza como justificativo de sus licencias.

Los Rosas y los Ezcurra, sus hijos y hermanos, estaban emparentados, más o menos lejanamente, con ilustres apellidos, conocidos aun ahora, que el tiempo y las mezclas han diluido a muchos: los García Zúñiga, Anchorena, Arana, Aguirre, Terrero, Llavallol, Pereyra, Arroyo, Mansilla, Belaustegui, Sáenz, Ituarte, Peña, Trápani, Costa y Espinosa. Los López Osornio vinieron de Europa, directamente. Los Rozas, algunos de Chile, otros del Perú, quiénes de Cuyo. Todos los Rosas mamaron leche de LavaIle; de una predilecta amiga de doña Agustina; y todos los Lavalle, del seno de ésta. La desgracia hizo que después los dos tocayos fueran rivales y hasta enemigos.

Las relaciones sociales de la casa de Rosas Ezcurra eran entre las familias de Las Heras, Alvear, Olaguer Feliú, Necochea, Anchorena, Larrazábal, Maza, Rolón, Saavedra, Viamonte, Iriarte, Sáenz Peña, ViIlegas, Garretón, Torres, Alzaga, Azcuénaga, Castro, Zapiola, luego Seguí (que el íntimo amigo de Rivadavia casóse con una hermana de Rosas), Baldez, etc. El general Mansilla, una vez que enviudó, casóse con otra hermana, Agustina.

Las reuniones y saraos en lo de misia Encarnación, fueron muy selectos. Después de su muerte y pasados muchos años, su hija Manuela siguió esa tradición. Cuando actuaron las célebres compañías de ópera de Nina Barbieri, Carolina Merea y Luisa Pretti en los cuatro últimos años del gobierno de su padre, alrededor de ella se formaban núcleos sociales de gran importancia. En cuanto a las compañías, tuvieron que pasar bastantes años antes de que llegaran las que pudieran superarlas.

El padre del que estas líneas escribe, tuvo, en sociedad con otros amigos, perennemente, un palco que le permitió escuchar a todos esos admirables cantantes y conocer los estrenos famosos.

En cuanto al juicio que sobre Rosas formuló mi tío, y que, deliberadamente, han ocultado cuantos lo oyeron de mis labios, es el si­guiente:

He dicho que en casa del doctor Ventura Bosch se reunían, habi­tualmente, distinguidas personas y no pocos médicos. En una de esas reuniones dijo, probablemente, algo que se refería a la asistencia médica que le prestaba al gobernador. Preguntado, entonces, de qué se trataba, que requería tanto tiempo para cada curación, el doctor explicó que de una estrechez uretral, que le obligaba a sondarle y a dejarle la sonda colocada unos minutos.

Estos instrumentos eran de tripa y calidad bastante inferior. Lar­gas y flexibles. Y eran peligrosas de manejar.

– Mientras las dejo colocadas no me puedo mover del lado del enfermo, porque cualquier mal movimiento sería peligroso para su vida, como también lo sería una torpeza de mi mano al colocarlas. Una perforación de la vejiga podía ocasionar la muerte del paciente.

Esta declaración provocó un silencio solemne. Los oyentes meditaban. De pronto, alguien, exclamó:

– ¡Qué gran servicio haría usted al mundo, a la libertad, a nuestro país, doctor... si un día se le fuera la mano... y despachara a su paciente al otro mundo! ...Merecería una estatua de la posteridad.

Mi tío calló. Meditaba, a su vez.

– En primer lugar –dijo al rato–, el juramento que prestamos ­los médicos nos obliga a considerar al enfermo, sea quien fuere como cosa sagrada. Nos debemos a él, y hasta al sacrificio personal nos obligaría la salvación de su vida.

Hubo otro silencio. Y más campechanamente añadió:

– Por otra parte, señores, ustedes están muy equivocados respecto al general Rosas: ¡no lo conocen!... Es un cumplido caballero, es un leal amigo, al cual yo aprecio y estimo como se merece y como él a mí.