Publicado en el Periódico El Restaurador - Año XII N° 48 - Setiembre 2018 - Pag. 16
Litografías de Bacle – La Lavandera
Por Norberto Jorge Chiviló
Hoy nos vamos a referir a la litografía “La Lavandera” que es la N° 1 del Cuaderno 1, de “Trages y costumbres de la Provincia de Buenos Aires”, de César H. Bacle.
En esta litografía podemos apreciar que el personaje era de raza negra o mulata, de contextura importante y aparentaba ser una persona fuerte. Está retratada de perfil mientras camina, fumando en pipa. Sobre su cabeza lleva una batea de madera -que sostiene con su mano derecha- con un atado con ropa. Tiene un vestido largo, que le llega casi hasta los tobillos y un manto le cubre la cabeza, los hombros y parte de la espalda. Calza zuecos. Su mano izquierda lleva una pava con asa redonda y pico curvo.
Podemos decir que prácticamente desde la fundación de la ciudad y puerto de Buenos Aires, el ya antiguo oficio tradicional de las mujeres, el de las lavanderas, estuvo presente en la vida diaria de la ciudad, sirviendo a las familias pudientes. La mayoría de estas trabajadoras eran pardas o morenas –muchas de ellas esclavas–, siendo la excepción las lavanderas blancas. Por lo general también se agrupaban según las “naciones“ de procedencia, como Mozambique, Congo, Guinea…
Durante la primera mitad del siglo XIX, quienes arribaban por agua para visitar la ciudad, trasladados desde los barcos hacia la costa en aquellas grandes carretas a los cuales nos referimos en el número anterior, cuando estaban por llegar a la orilla, se les presentaba a la vista a estas trabajadoras en plena labor, quedando grabadas las escenas en los lienzos de los pintores o en las páginas de las memorias de dichos viajeros, siendo todo ello de gran valor documental.
Muchas de esas obras se publicaron en Europa, para que allí se conocieran las costumbres de la distante Buenos Aires. En varias de esas obras pictóricas, además de las lavanderas, también se pueden apreciar construcciones importantes de la ciudad, como el fuerte –con la bandera nacional–, cúpulas de las iglesias y también de la catedral anglicana o el paseo de la Alameda. (Ver por ejemplo la reproducción de un antiguo dibujo en ER N° 38, pág. 2).
Estas lavanderas retiraban su carga de ropa sucia de las casas de familias acomodadas, y con las cuales y previo recuento de las prendas, armaban un bulto o atado de ropa utilizando sábanas y las subían sobre sus cabezas, previa tarea de enroscar un trapo sobre su testa, con el objeto de equilibrar la carga y poder trasladarse haciendo equilibrio con un gracioso andar para que no se les cayese la carga. Crónicas de aquella época registran este cantar “Voy caminando al río / para lavar su ropita, / verá linda señora / cómo queda blanquita”, “A la ropa, ropa lavo / del señor y de la amita / la mojo en agua del río / y la saco bien limpita”. Así se dirigían hasta la ribera del Río de la Plata cerca de la empalizada del fuerte, extendiéndose luego desde la Recoleta hasta el Riachuelo, que eran los lugares de trabajo diario y donde cada una, generalmente ocupaba ya un lugar acostumbrado.
El jabón que utilizaban era hecho de grasa, potasa, ceniza y hierbas y el lavado lo realizaban arrodilladas o hincadas en los charcos que se formaban en la playa con la bajante del río o con el empleo de bateas de madera como la que usaba la lavandera de nuestra litografía. Algunas, para no restregar la ropa, le pegaban o apaleaban con unas paletas de maderas o especie de garrotes. Otras ponían sobre la ropa ceniza de carbón al cual le echaban agua caliente, con lo cual lograban el blanqueo de las prendas; por eso, posiblemente al personaje de la litografía se la ve llevando una pava en su mano.
Para el secado, las prendas eran colgadas de largas sogas que extendían en la orilla, o bien las tendían sobre las rocas o simplemente sobre el suelo.
Mientras trabajaban, estas lavanderas, según crónicas de la época eran bullangueras, cantaban y reían. También eran muy afectas a los chismes, no solo relativas a sus amos o empleadores, sino de todo personaje de la ciudad, sabían de “todo” y de “todos”, “de Dios y María Santísima”. Por ello mucha gente se acercaba a la ribera en las horas que se realizaba la tarea del lavado y se mantenían a la escucha para enterarse también ellos de algún chisme o “sabrosa noticia” que hacía a la sociedad porteña, mientras gozaban del sol y del aire fresco. Con referencia a esto, una copla decía: “Quien quiera saber de vidas ajenas / que vaya a las toscas con las lavanderas, / que allí se murmura de la enamorada, / de la que es soltera y de la que es casada".
La salud de estas mujeres se encontraba en permanente riesgo y sufrían frecuentes enfermedades, ya por estar sus pies en contacto permanente con el agua del río o bien por manipular prendas sucias o de personas enfermas. Debían enfrentar un clima muy destemplado en invierno y un intenso calor en verano.
Terminada la tarea, se recontaban las prendas y se entregaban, cobrando por pieza y según la calidad de la misma. El valor del trabajo era pautado por acuerdo de las partes o fijado por el dueño de las prendas y en general la retribución era escasa, ya que fue uno de los trabajos peor retribuido en aquella época.