REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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A continuación publicamos un interesante artículo aparecido en la revista Caras y Caretas N° 541 del 13 de febrero de 1909, sobre "Los barberos de Rozas".
Los barberos de Rozas
Se ha dicho por los
mismos contemporáneos de aquel «tirano de circunstancias», según unos; según
otros, «tirano neurótico», y, según los de más allá, «tirano de pura sangre»,
aunque si a atenernos vamos a los Sanchos de la santa federación, no hubo,
había, mi habrá un gobernante criollo más patriota, desinteresado, guapo e
inteligente… —Se ha dicho,—decía,—que don Juan Manuel de Rozas, — cuya vida
privada y mucho más la pública, dió, da y dará, «per seculam seculorum», tela
larga y muy larga, para hacer historia, anécdota y cuento, — que así nomás no
ponía en mano de cualquier «fígaro» su importante pescuezo. Y razones muy
fundadas se dan para ello. Saltan a la vista del más ciego en el conocimiento
de aquellos tiempos de degollatina por «quítate de ahí, no me tiznés», Rozas,
—y allá va para el que no lo sepa, — subió al poder cuando aún los «unitarios»
no habían restañado la huella siniestra que dejara el cadáver de Dorrego. Su
misión era de lucha contra sus mismos paisanos, y sobre todo de venganza, según
él lo entendía… Y se vengó derramando torrentes por cada gota de sangre vertida
en los campos de Navarro el 13 de diciembre de 1828. Ya pueden ustedes
imaginarse sí el que tal «papelito» representaba en aquella tragedia de veinta
años; aquel al que se le enviaban máquinas «infernales», salvando de ellas
«milagrosamente»; aquél de quien se decía; «es misión santa matar a Rozas», —iba
a poner su importante pescuezo al alcance de la navaja del primer rasurador que
se le presentara... Sin embargo, cosas más sorprendentes se han visto y oído y
ahí tenemos a don Julio Guyot, anciano respetable, que pasa sus ocios a los ochenta
y siete años de bien conservada edad, en las escribanías, estudios de abogados
y en todo aquello que se refiere a las cosas de muestro justicia criolla, que
niega a pie juntillas, fuera un solo barbero el que anduviera en el pezcuezo de
aquel benemérito de la patria en grado heroico…
—¿Con que, no fué el
mulato?... Qué mulato ni qué mulato; fuimos muchos los que afeitamos a su
excelencia.
—¿Muchos?
—Como que yo también
lo afeité.
—¡No diga!.
—Que sí, digo. Vea, yo
soy francés…
—¡Y francés, por
añadidura!
—Aunque no lo parezco,
¿verdad? Ha pasado tanto tiempo. Yo vine a Buenos Aires en el año de 1844...
—Ya ha llovido...
—Consignado a Dalás
¿No ha conocido usted a M. Dalás? La peluquería de Dalás fue la primera
peluquería francesa que se estableció en Buenos Aros y en la que recién entonces
conocieron el «confort» que debe dársele a esa clase de establecimientos, regenteados
por negros y mulatos y alguno que otro gallego o andaluz... Los peluqueros y
barberos tenían varias ocupaciones y lo mismo le enjabonaban a usted la cara a
mano no muy limpia, —pues aún no se conocía aquí la brocha, —que le plantaban una
docena de sanguijuelas, le hacían una sangría o comadreaban a una parturienta.
—Pero, ¿la afeitada a
Rozas?
—Fueron muchos los que
lo afeitaron: el mulato Jordán, otro mulato, cuyo nombre no recuerdo, y sobre
todo, el gallego Zuviría, de la calle de Defensa, por más señas jorobado. Ese
era el predilecto. Había además, otros del barrio de Monserrat y en la calle de
Cuyo…
—Pero, ¿usted?
—Verá. ¿Con qué no ha
conocido usted la peluquería de Dalás? Hombre, la peluquería de Dalás estaba en
la calle de Florida, al lado del palacio de la familia Dorrego, cuyo solar, por
más señas, lo ocupaba entonces un gran corralón... Consignado a mi colega M. Dalás
—porque yo también he sido peluquero, pero de los de tono, —aconteció que un
día se presentó allí el edecán de Rozas, señor Corvalán y se empeñó en que yo
lo rasurara… Manos a la obra y de conversación en conversación, caímos en que
yo debía ir a Palermo, porque su excelencia, que ya conocía mi llegada, estaba
extrañando que no lo hubiera ido a ver—«Con que me dijo el edecán,— mañana le
mandaré a usted mi hijo que lo acompañará. Ah, no se olvide de ponerse el cintillo,
porque aunque usted es extranjero, eso le agrada» —Y dicho y hecho, al día siguiente, cabalgando
en buenos pingos, con mi frac de color pasa, según la moda, mi sombrero de
felpa y sin olvidar, que digo el cintillo, ni las herramientas, por un por si
acaso, allá fuimos el hijo del edecán y yo. Mi recibimiento fue de embajador:
cuatro soldados, con sus coloradas gorras de manga y bien armados, nos tomaron
los caballos y otros tantos, con cierta solemnidad, nos condujeron a presencia
de Rozas, que se hallaba, no en su despacho, sino junto a un árbol, limpiando las
hojas con un cepillito. Vestía de saco y pantalón azul y llevaba una gorra de
paja, como esas que usan los motoristas de ahora. Me saludó con franqueza y
como si mucho nos hubiéramos conocido, me ofreció un mate y yo le ofrecí… mis
servicios profesionales.—«Ahora tengo, mi amigo; pero no faltará ocasión. Vayan
a pasear por el bosque y, cuidado, no me toquen los árboles… Paseamos, volvimos
y...
—¿Lo afeitó usted?
—No, señor; en esa
ocasión lo afeitaba el gallego Zuviría, por quien ya le dije que tenía
predilección su excelencia a causa, según creo, de que, como era jorobado, Rozas
se entretenía, mientras Zuviría trabaja, en pasarle la mano por la joroba, para
que le diera suerte, En otra ocasión, que yo andaba por Palermo, me hizo llamar
y como yo no abandonaba nunca las herramientas….
—¿Consumó el acto?
—Con toda tranquilidad
conversamos de muchas cosas; pero como yo no tenía joroba...
—¿Y no le dieron a usted
tentaciones de…
— ¿De qué?
—De inmortalizarse.
¿Con que tuvo usted en sus manos la carótida de aquel Holofernes y no se acordó
usted de Judith?
—Pa los pavos, mi
amigo. ¿Qué daño me había hecho aquel buen señor? Rozas era para mí un cliente
como otro cualquiera.
—Pues he ahí una cosa
que los «unitarios» nunca supieron: que se hubiera dejado afeitar por usted. ¡Tener la carótida de Rozas a tiro de
navaja... y no inmortalizarse!
—¡Caramba! ¡Y yo que
tengo tantos amigos entre los «unitarios»! Bueno, vea: pata evitar rencores y
discusiones molestas, hágame el servicio de no contarlo a nadie eso de que yo afeité
a Rozas…
—Ni que lo piense, don
Julio, ni que lo piense…
—Pues yo diré que no es
cierto, ¿oye?
Rafael BARREDA