viernes, 30 de agosto de 2024

Los barberos de Rozas - Revista Caras y Caretas

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.

A continuación publicamos un interesante artículo aparecido en la revista Caras y Caretas N° 541 del 13 de febrero de 1909, sobre "Los barberos de Rozas".

Los barberos de Rozas - Caras y Caretas


Los barberos de Rozas

Se ha dicho por los mismos contemporáneos de aquel «tirano de circunstancias», según unos; según otros, «tirano neurótico», y, según los de más allá, «tirano de pura sangre», aunque si a atenernos vamos a los Sanchos de la santa federación, no hubo, había, mi habrá un gobernante criollo más patriota, desinteresado, guapo e inteligente… —Se ha dicho,—decía,—que don Juan Manuel de Rozas, — cuya vida privada y mucho más la pública, dió, da y dará, «per seculam seculorum», tela larga y muy larga, para hacer historia, anécdota y cuento, — que así nomás no ponía en mano de cualquier «fígaro» su importante pescuezo. Y razones muy fundadas se dan para ello. Saltan a la vista del más ciego en el conocimiento de aquellos tiempos de degollatina por «quítate de ahí, no me tiznés», Rozas, —y allá va para el que no lo sepa, — subió al poder cuando aún los «unitarios» no habían restañado la huella siniestra que dejara el cadáver de Dorrego. Su misión era de lucha contra sus mismos paisanos, y sobre todo de venganza, según él lo entendía… Y se vengó derramando torrentes por cada gota de sangre vertida en los campos de Navarro el 13 de diciembre de 1828. Ya pueden ustedes imaginarse sí el que tal «papelito» representaba en aquella tragedia de veinta años; aquel al que se le enviaban máquinas «infernales», salvando de ellas «milagrosamente»; aquél de quien se decía; «es misión santa matar a Rozas», —iba a poner su importante pescuezo al alcance de la navaja del primer rasurador que se le presentara... Sin embargo, cosas más sorprendentes se han visto y oído y ahí tenemos a don Julio Guyot, anciano respetable, que pasa sus ocios a los ochenta y siete años de bien conservada edad, en las escribanías, estudios de abogados y en todo aquello que se refiere a las cosas de muestro justicia criolla, que niega a pie juntillas, fuera un solo barbero el que anduviera en el pezcuezo de aquel benemérito de la patria en grado heroico…

—¿Con que, no fué el mulato?... Qué mulato ni qué mulato; fuimos muchos los que afeitamos a su excelencia.

—¿Muchos?

—Como que yo también lo afeité.

—¡No diga!.

—Que sí, digo. Vea, yo soy francés…

—¡Y francés, por añadidura!

—Aunque no lo parezco, ¿verdad? Ha pasado tanto tiempo. Yo vine a Buenos Aires en el año de 1844...

—Ya ha llovido...

—Consignado a Dalás ¿No ha conocido usted a M. Dalás? La peluquería de Dalás fue la primera peluquería francesa que se estableció en Buenos Aros y en la que recién entonces conocieron el «confort» que debe dársele a esa clase de establecimientos, regenteados por negros y mulatos y alguno que otro gallego o andaluz... Los peluqueros y barberos tenían varias ocupaciones y lo mismo le enjabonaban a usted la cara a mano no muy limpia, —pues aún no se conocía aquí la brocha, —que le plantaban una docena de sanguijuelas, le hacían una sangría o comadreaban a una  parturienta.

—Pero, ¿la afeitada a Rozas?

—Fueron muchos los que lo afeitaron: el mulato Jordán, otro mulato, cuyo nombre no recuerdo, y sobre todo, el gallego Zuviría, de la calle de Defensa, por más señas jorobado. Ese era el predilecto. Había además, otros del barrio de Monserrat y en la calle de Cuyo…

 —Pero, ¿usted?

—Verá. ¿Con qué no ha conocido usted la peluquería de Dalás? Hombre, la peluquería de Dalás estaba en la calle de Florida, al lado del palacio de la familia Dorrego, cuyo solar, por más señas, lo ocupaba entonces un gran corralón... Consignado a mi colega M. Dalás —porque yo también he sido peluquero, pero de los de tono, —aconteció que un día se presentó allí el edecán de Rozas, señor Corvalán y se empeñó en que yo lo rasurara… Manos a la obra y de conversación en conversación, caímos en que yo debía ir a Palermo, porque su excelencia, que ya conocía mi llegada, estaba extrañando que no lo hubiera ido a ver—«Con que me dijo el edecán,— mañana le mandaré a usted mi hijo que lo acompañará. Ah, no se olvide de ponerse el cintillo, porque aunque usted es extranjero, eso le agrada»  —Y dicho y hecho, al día siguiente, cabalgando en buenos pingos, con mi frac de color pasa, según la moda, mi sombrero de felpa y sin olvidar, que digo el cintillo, ni las herramientas, por un por si acaso, allá fuimos el hijo del edecán y yo. Mi recibimiento fue de embajador: cuatro soldados, con sus coloradas gorras de manga y bien armados, nos tomaron los caballos y otros tantos, con cierta solemnidad, nos condujeron a presencia de Rozas, que se hallaba, no en su despacho, sino junto a un árbol, limpiando las hojas con un cepillito. Vestía de saco y pantalón azul y llevaba una gorra de paja, como esas que usan los motoristas de ahora. Me saludó con franqueza y como si mucho nos hubiéramos conocido, me ofreció un mate y yo le ofrecí… mis servicios profesionales.—«Ahora tengo, mi amigo; pero no faltará ocasión. Vayan a pasear por el bosque y, cuidado, no me toquen los árboles… Paseamos, volvimos y...

—¿Lo afeitó usted?

—No, señor; en esa ocasión lo afeitaba el gallego Zuviría, por quien ya le dije que tenía predilección su excelencia a causa, según creo, de que, como era jorobado, Rozas se entretenía, mientras Zuviría trabaja, en pasarle la mano por la joroba, para que le diera suerte, En otra ocasión, que yo andaba por Palermo, me hizo llamar y como yo no abandonaba nunca las herramientas….

—¿Consumó el acto?

—Con toda tranquilidad conversamos de muchas cosas; pero como yo no tenía joroba...

—¿Y no le dieron a usted tentaciones de…

— ¿De qué?

—De inmortalizarse. ¿Con que tuvo usted en sus manos la carótida de aquel Holofernes y no se acordó usted de Judith?

—Pa los pavos, mi amigo. ¿Qué daño me había hecho aquel buen señor? Rozas era para mí un cliente como otro cualquiera.

—Pues he ahí una cosa que los «unitarios» nunca supieron: que se hubiera dejado afeitar por usted.  ¡Tener la carótida de Rozas a tiro de navaja... y no inmortalizarse!

—¡Caramba! ¡Y yo que tengo tantos amigos entre los «unitarios»! Bueno, vea: pata evitar rencores y discusiones molestas, hágame el servicio de no contarlo a nadie eso de que yo afeité a Rozas…

—Ni que lo piense, don Julio, ni que lo piense…

—Pues yo diré que no es cierto, ¿oye?

                                          Rafael BARREDA