martes, 23 de mayo de 2023

Manuelita Rosas y Máximo Terrero - María Rosa Lojo

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

190





En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 

Publicamos a continuación un interesantísimo artículo de la revista El Federal, N° 292 del 10 de diciembre de 2009, sobre "Un amor prohibido".






Grandes romaces de nuestra historia

Manuelita Rosas y
 Máximo Terrero

La “princesa federal” fue acaso la mujer argentina de mayor figuración social y política del siglo XIX. Estrecha aliada de su padre, sólo lo desairó al enamorarse de Máximo Terrero, con quien, luego de un largo y discreto romance al que el Restaurador se oponía tenazmente, se casó en Inglaterra.
por María Rosa Lojo 

Manuela Robustiana Rosas
Manuela Robustiana de Rosas y Ezcurra (1817-1898), conocida por amigos y enemigos como doña Manuelita, la Niña, fue probablemente la mujer argentina de mayor figuración social y política en el siglo XIX. Y también constituyó el objeto elusivo del deseo para propios y ajenos, algunos de ellos notables y notorios. Desde el poeta y novelista porteño José Mármol hasta el noble John Hobart Caradoc, Lord Howden, barón de Irlanda y par de Inglaterra, se contaron: entre sus admiradores. Sin embargo, a una edad que —para su época— lindaba los umbrales de la vejez (treinta y seis años) logró casarse con su gran amor de siempre: Máximo Terrero, que se mantuvo fiel a la Niña y aguardó por ella, hasta cuando parecía perdida ya toda esperanza.

LA PRINCESA FEDERAL. Así elegí titular la novela que dediqué a este cautivante personaje femenino, y así la llamaron también, no sin ironía, algunos de sus contemporáneos. En efecto, doña Manuelita, hija de don Juan Manuel de Rosas, el hombre más poderoso del Río de la Plata, gobernante reelegido una y otra vez por la Legislatura de Buenos Aires, aliado con los principales caudillos de las provincias, y representante de ellas ante el exterior, cumplió durante muchos años —aun cuando el sistema era nominalmente republicano— algo así como las funciones de una verdadera princesa. Sería injusto suponer, no obstante, que ocupaba esta posición preeminente de manera mecánica o automática, y sólo por su condición de hija. Había otro heredero (¡y varón!) del caudillo porteño, que siempre  permaneció en la sombra: Juan Bautista, hijo mayor de Juan Manuel de Rosas y Encarnación Ezcurra, Una figura de la que muy poco se sabe y a la que se han atribuido condiciones contradictorias. 
El hecho es que no él, sino Manuelita, resultó la elegida para cumplir un papel relevante, aunque oficioso, en las más altas esferas de gobierno. Rodeado de mujeres fuertes en el entorno familiar (comenzando por su madre, Agustina López de Osornio y siguiendo por su esposa Encarnación Ezcurra, cuyo carácter no le iba en zaga al de su suegra), Rosas tenía especial confianza en la capacidad femenina para desenvolverse en puestos de poder, y ciertamente no se equivocó en lo que tocaba a Manuela, bien considerada y respetada aun por muchos de sus enemigos.
Las cartas que el gobernante depuesto cambia, en el exilio, con su viejo amigo y colaborador, José María Roxas y Patrón, dan acabado testimonio de estas ideas. Ambos, hay que decir, eran admiradores de la reina Victoria. Creían en el mayor carisma de las mujeres —derivado en parte de las connotaciones maternales— y suponían que podía ser mucho más agradable y llevadero obedecer a una señora... Cuando corrían momentos difíciles para el gobierno, surgió de Roxas y Patrón la propuesta de postular a Manuelita como sucesora y heredera política de don Juan Manuel. En La princesa federal, don Pedro de Ángelis, el erudito y periodista napolitano al servicio de Rosas, reflexiona de esta manera sobre la particular relación de padre e hija en este terreno: “He llegado a la conclusión de que Manuela y Rosas se han convertido en unidad perfecta y por ahora indisoluble. No existiría Rosas, ni el poder de Rosas tal como es, sin Manuela, y ella lo sabe. Manuela puede. No solamente puede sobre los siervos y los agradecidos por las dádivas que entrega su mano, y por la sonrisa y el roce de esa mano cuando se abre en el gesto de donación. No sólo puede sobre la policía y las fuerzas de choque y los eclesiásticos y los leguleyos que rodean al gobernador. No sólo es la Circe que endulza las decisiones de los diplomáticos extranjeros y tuerce delicadamente la dirección y la interpretación de sus intereses. Manuela puede sobre Rosas. Puede porque un dictador necesita ser mujer por lo menos en la mitad de sí mismo, para que lo amen como a una madre.”
En el centro de la escena, joven, carismática, enérgica, pero también cortés y armoniosa, más suave que su madre, aunque no menos determinada, encantó, desde sus veinte a sus treinta y cinco años, a los viajeros y diplomáticos que la trataron y que dejaron halagadores testimonios sobre su figura y fue, en general, adorada por el pueblo, que contaba con ella como siempre dispuesta intermediaria.

Manuelita Rosas


EVOCACIONES DE UN PROSCRIPTO. Las que podríamos considerar como imágenes “fundacionales” y más perdurables de Manuelita en la tradición nacional se deben a alguien que fue no sólo sensible a sus seducciones, sino también uno de los más empecinados enemigos del régimen. José Mármol la retrató de manera indeleble en la novela Amalia y en un folleto titulado Manuela Rosas. Rasgos biográficos, ambos publicados en Montevideo en 1851, con la intención tanto de desacreditar al Restaurador cuanto de compadecerla a ella, en su condición de hija sacrificada a los intereses paternos.
Leídos hoy, sus argumentos convencen, por cierto, muy poco. Las mujeres, nos dice Mármol en su vehemente biografía, no han sido hechas para el áspero ejercicio del poder. La pobre Manuela —señala— ha adquirido una “segunda naturaleza” endurecida por el medio en que ha vivido, por su perversa educación. Sus nervios ya no son debidamente sensibles: “La han despojado de esa susceptibilidad a impresiones frívolas y ligeras, que distraen, halagan y enajenan la imaginación de las mujeres”. Tampoco es posible que ella realice lo que se juzgaba el destino de cualquier mujer cabal —amar y engendrar—. No sólo porque su padre se lo impide, sino porque, en un entorno de hombres envilecidos, su espíritu femenino no puede ser, como corresponde, “dominado” ni “fascinado” por ninguno de ellos, con esa “indefinible influencia de la voluntad varonil” que ejerce sobre “el alma tímida de las mujeres el despotismo de lo fuerte sobre lo débil”. Mármol remata sus argumentos sexistas con otros tantos de corte racista, clasista, y puritano, cuando considera, por ejemplo, como el colmo de la degradación el que la joven haya tomado parte en los bailes populares (calificados por él como “bacanales”), “con todos esos movimientos repugnantes y lascivos a los que llaman “gracia”, y en los cuales, alguna vez, ha tenido que rebajarse a danzar, “hasta con negros” (ibídem). 
El poeta unitario se equivocaba, probablemente, de medio a medio. La Manuela real parece haber hallado un satisfactorio equilibrio “entre fusiles y terciopelos, entre abanicos y caballos de combate” (La princesa federal), y haber disfrutado tanto de las fiestas populares como de su propia importancia e influencia política. También —aunque esto no lo sabía Mármol— tenía un novio secreto y leal, a quien podía mirar, no de abajo hacia arriba, sino, como aun buen compañero, de lado a lado.
El erotismo permea inevitablemente sus descripciones de esta amiga/enemiga, distante y para él inalcanzable: “Esa creatura del Plata, cuyos ojos húmedos y claros, cuya tez pálida y boca voluptuosa, revelan con candidez que es una hechura perfecta de su clima”, “una figura esbelta: una cintura leve, flexible, y con todos esos movimientos llenos de gracia y voluptuosidad que son peculiares a las hijas del Plata...” Ni el más altivo unitario —dice en Amalia—dejaría de posar la sien en sus “hombros tan suaves y redondos”, como reposo momentáneo de sus fatigas...

UN LORD GAUCHO. Manuela Rosas despertó el amor apasionado de otro conspicuo adversario: nada menos que el embajador inglés John Caradoc, Lord Howden, que estaba en funciones durante el segundo bloqueo anglofrancés al Río de la Plata. No era la primera vez que este Caradoc, ya casi cincuentón, aún apuesto, inglés pero descendiente en línea directa de otro Caradoc, el héroe de Irlanda, mostraba su temperamento romántico y su disposición aventurera, dejándose seducir por tierras y mujeres exóticas. Su currículum, en este sentido, era frondoso: “Ha sido ayudante de campo del propio duque de Wellington, y también se considera, por lo tanto, vencedor de Napoleón. Ha actuado como agente secreto de Inglaterra en España, en los tiempos de la primera insurrección carlista. Allí ha aprendido las claras vocales abiertas de la lengua castellana, la pasión cruel de los toros, y los besos de las majas tras el encaje tornasolado de los abanicos. Ha vivido en Rusia, ha perseguido el zorro de las estepas y la sombra ululante de los lobos. Ha enamorado a una sobrina del príncipe Potemkin y ha cambiado con ella anillos de boda y promesas eternas que duraron poco. Ha sobrevivido a su amigo George Gordon, Lord Byron, en su lucha por la libertad de Grecia. Nunca ha osado publicar los versos que compuso en la juventud, pero sí ostenta, como una condecoración, su coraje en la batalla de Navarino, que desalojó definitivamente al poder turco de las tierras de Sófocles.” (Lojo, “El barón y la princesa”, en Amores insólitos).
Caradoc quedó prendado tanto de la belleza criolla de doña Manuelita como de los usos y costumbres tradicionales argentinos: “Está dispuesto a dejarse fascinar por este nuevo mundo sin ecos, donde ningún sonido resuena dos veces porque todos se pierden en la alucinación horizontal de la llanura. Empieza a aficionarse a las casas bajas de rejas andaluzas, a las muchachas indias o mestizas que lo despiertan con el roce ondulante de una trenza oscura, trayéndole en la mano un mate de plata. Habla con todos. Con los gauchos viejos cuyas caras acumulan tantas arrugas como marcas de pelea, o con los caballeros de la corte de Manuelita, que exhiben el rojo chaleco federal y la divisa partidaria como un salvoconducto para entrar a ese terreno paraíso.” (“El barón y la princesa”). A tal punto llega su propensión mimética, que no vacila en presentarse ante ella metamorfoseado en “gaucho de lujo”: “Se calza a la cintura un facón de vaina labrada con flores de orfebrería, se cubre el pelo rojizo, que comienza a encanecer, con un chamberguito blando de alas cortas, luce vistosas espuelas nazarenas, rebenque con cabo de plata, y monta en un caballo de la silla de Rosas, que el Gobernador le ha enviado como muestra de estima. Así engalanado asiste a los fastos del 24 de mayo, día en que Manuelita cumple treinta años.” (“El barón y la princesa”).
Seriamente enamorado, propone matrimonio formal a la “princesa”. Pero la Niña le da al asunto todas las dilaciones posibles, y termina enviándole una carta cortés donde afirma que nunca podrá ver a Lord Howden de otro modo que como a un hermano. El pretendiente asume el rechazo con caballeresca ironía y responde: “Le doy infinitas gracias por la estirpe genealógica que Ud. me destina. Con igual placer y orgullo colocaré el precioso documento en la casa de mis padres. Lo colgaré delante de los retratos de mis antepasados, que bajarán de sus empolvados marcos para recibir a una nieta tan ilustre”. El balance de su estadía rioplatense es más bien melancólico: su dama lo ha desdeñado y el astuto gobernador ha terminado venciéndolo. Howden se persuade de la inutilidad del bloqueo, que perjudica, más que beneficia, a los mismos comerciantes ingleses, y (contra la indignación francesa) decide levantarlo. El serio historiador inglés H.S. Ferns desliza, no obstante, en su obra Gran Bretaña y la Argentina en el siglo XIX, una frase zumbona: “Howden no hizo ningún progreso con Rosas ni tampoco, habría que agregar, con la hija de éste”.

Máximo Terrero



EL CONSTANTE MAXIMO. Sin duda, no figuraba en los planes políticos de don Juan Manuel de Rosas que su hija y representante se casase con un funcionario de la Corona británica. Pero tampoco en los planes personales de Manuelita, y por muy fundados motivos. Como Caradoc lo comprendió bien, la hija del Restaurador no necesitaba “novios importados”, porque ya tenía uno autóctono, rendido y constante, si bien no reconocido aún oficialmente. Se trataba de Máximo Terrero, un joven irreprochable, secretario de Rosas e hijo de su primer amigo y antiguo socio comercial: Juan Nepomuceno Terrero. Máximo vivía también en la amplia mansión de Palermo, y —aunque vigilado de cerca por los hermanos pequeños de Manuela, hijos de Rosas y de Eugenia Castro— contaba con el privilegio cotidiano de ver y cortejar a su amada. ¿Por qué el largo noviazgo no se hacía público? ¿Por qué el Gobernador insistía en la inconveniencia de ese matrimonio, a pesar de las excelentes prendas de Terrero y la amistad que vinculaba ambas familias? En principio, por las razones de Estado, que convertían a Manuela en empleada de tiempo completo. Pero, una vez en el exilio, cuando estas razones ya eran insostenibles, la oposición del padre seguía incólume. Mucho se ha escrito acerca del vínculo padre/hija, y con todos los matices: desde el incesto que imagina la prensa amarilla de Rivera Indarte, hasta las interpretaciones que insisten en la dependencia de una hija siempre niña, deslumbrada por un padre deferente y todopoderoso. Por ese lado discurren, en La princesa federal, las consideraciones de Pedro de Ángelis: “Aquí reina el señor de vidas y haciendas, barón feudal con espuelas de plata y daga española, padre-dragón de la princesa cautiva que todas las noches extravía al viandante con el miraje de su piel intocable y resplandeciente. Todos creen que Manuela desea ser liberada por la mano del héroe capaz de arrebatarla cuando el dragón está dormido. Todos ignoran que el dragón nunca duerme, y lo peor: que ella en verdad no desea liberarse. Tiene un pacto con la fiera y las llamas que parecen apresarla son apenas el reflejo del muro que sostiene el castillo.”
Sin embargo, una vez en Inglaterra, sin dejar de amar a ese padre que, egoístamente, la prefería dedicada a su cuidado exclusivo, se casa con el hombre que la había esperado con tanta discreción, lealtad y paciencia. Se mudan a Londres (Belsize Park, 50), a una casa burguesa donde viven como cualquiera, y luego de un embarazo malogrado y un niño que muere al nacer”, tienen dos hijos que los sobreviven y los llenan de satisfacciones: Manuel Máximo y Rodrigo. Rosas, rencoroso, no asiste a la boda de su hija, ni recibe a los esposos en mucho tiempo. Convertido en granjero, sobre una tierra cuyos árboles manda talar para que se parezca a la Pampa, se aísla con sus recuerdos. Al fin accede a conocer a sus nietos pero los llama por otros nombres, distintos de los que sus padres les han puesto. Manuela, no obstante, perdona: “¿Cómo no iba a perdonarle lo que estaba en su naturaleza? Por él y con él goberné. Contra él construí mi propia casa. ¿Por qué habría de guardarle resentimientos? Así fue cómo se hizo mi vida.” (La princesa federal).
En 1898, muere en Londres Manuela Rosas, no sin antes haberle abierto a Adolfo Saldías los archivos de gobierno sobre los cuales iba a forjarse la primera historia revisionista del régimen de Rosas. Habían pasado para ella, como un solo día, cuarenta y seis años de feliz y tardío matrimonio.

LA MANUELITA MAPUCHE
Manuelita Rosas Namuncurá. Así se llamaba otra princesa, pero mapuche. Largamente aliado de Juan Manuel de Rosas, el gran cacique de Salinas Grandes, Calfucurá, había establecido con él y su familia una relación de empatía y respeto. Cuando Manuel Namuncurá, su hijo y sucesor, eligió este nombre para imponerlo a su vez a una de sus hijas —dice Norma Sosa—no hacía sino expresar la admiración que muchos mapuches sentían por la hija de Rosas. También esta otra Manuela conocería, como ella, la derrota de su padre y el exilio, y tendría que asumir otra identidad y otra lengua en una ciudad distante. El mayor Daza, que la había hecho prisionera en 1882, volvió a encontrarla varios años más tarde en las calles céntricas de Buenos Aires, elegantemente vestida “a la parisién”. Cambiaron entonces recuerdos y noticias sobre los otros hermanos Namuncurá en busca de un lugar en el nuevo mundo: el teniente Juan Manuel, que había fallecido de tuberculosis y el seminarista Ceferino, también enfermo, que entonces esperaba en Roma el momento de su ordenación.

"EXCELENTE AMAZONA"
Una de las imágenes más vivaces de Manuela Rosas transmitida por un extranjero es la que ofrece el norteamericano William Mac Cann. La vida en la mansión de Palermo le recuerda, ante todo, a una corte medieval, y Manuelita, benéfica influencia, le parece una especie de Josefina capaz de morigerar el poder de Napoleón. Simpatiza con Rosas por su trato “llano y familiar” sin hallarle otro defecto de carácter que la propensión a las bromas pesadas. Encuentra a Manuelita dotada de “grandes atractivos” y destaca como una de sus habilidades la de ser “excelente amazona”. A tal punto, dice, que puestos a cabalgar lo dejaba atrás frecuentemente, y se le hacía “imposible espantarle los mosquitos del cuello y los brazos, como me lo ordenaba la cortesanía.”

EL RETRATO

Manuelita Rosas por Prilidiano Pueyrredón


Boceto del célebre retrato de Manuelita pintado por Prilidiano Pueyrredón (izquierda). La obra fue un encargo de un grupo de ciudadanos que quiso caerle en gracia al Restaurador. Manuelita tenía entonces 34 años y conocía a Pueyrredón desde la infancia. Para evitar imprevistos, una comisión integrada por Luis Dorrego, Juan Nepomuceno Terrero y Gervasio Ortiz de Rosas, con la supervisión del mismo Rosas, convino los detalles del cuadro. Ellos resolvieron que Manuela posara de pie y con un vestido rojo, acorde a la divisa federal (derecha).
 
BIBLIOGRAFIA 
Lojo, María Rosa. “EL BARON Y LA PRINCESA”. AMORES INSOLITOS DE NUESTRA HISTORIA. Buenos Aires: Alfaguara, 2001.
Lojo, María Rosa. LA PRINCESA FEDERAL. Buenos Aires: Sudamericana De Bolsillo, 2005.
Lojo, Maria Rosa (cuentos) y Elissalde, Roberto (Investigación histórica), “LA ESCLAVA Y EL NIÑO” y  “EL POLVO DE SUS HUESOS”. HISTORIAS OCULTAS EN LA RECOLETA. Buenos Aires: Alfaguara, 2009.
Mac Cann, William. VIAJE A CABALLO POR LAS PROVINCIAS ARGENTINAS. Buenos Aires, Hyspamérica, 1986.
Mármol, José. MANUELA ROSAS. RASGOS BIOGRAFICOS. Buenos Aires, Casa Pardo, 1972 (1° edición 1851). 
Marmol, José. Amalia. ESTUDIO PRELIMINAR DE ALFREDO VEIRAVE. Buenos Aires: Kapelusz, 1960.
Sáenz Quesada, María. MUJERES DE ROSAS. Buenos Aires, Planeta, 1991.
Sosa, Norma. MUJERES INDIGENAS DE LA PAMPA Y LA PATAGONIA. Buenos Aires: Emecé, 2001.
 
MARIA ROSA LOJO
María Rosa Lojo es escritora y doctora en Letras (UBA). Trabaja como investigadora del Conicet y profesora de la Universidad del Salvador. Publicó tres libros de poemas en prosa (Visiones, Forma oculta del mundo, Esperan la mañana verde), cuatro de cuento (Marginales, Historias ocultas en la Recoleta, Amores insólitos, Cuerpos resplandecientes) y las novelas Canción perdida en Buenos Aires al Oeste, La pasión de los nómades, La princesa federal, Una mujer de fin de siglo y Finisterre. Obtuvo el Primer Premio de Poesía de la Feria del Libro de Buenos Aires (1984), Premio del Fondo Nacional de las Artes en cuento (1985), y en novela (1986), Primer Premio Municipal de Buenos Aires “Eduardo Mallea” , en narrativa (1996). Recibió varios premios a la trayectoria: Premio del ILCH de California (1999), Premio Kónex a las Letras argentinas (1994-2003), Premio Nacional “Esteban Echeverría” en narrativa (2004), Medalla de la Hispanidad (2009). Su libro de relatos Amores insólitos (Alfaguara) está dedicado a las pasiones singulares que tramaron la sociedad argentina.