jueves, 18 de mayo de 2023

Constitución de 1853 - José María Rosa

REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

189


revista Sudestada



En esta sección que llamamos 
"Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 


En la revista Sudestada, Año 1, N° 2 de junio de 1987 fueron publicados dos artículos de José María Rosa sobre la Constitución de 1853.   





La Constitución 
¿realidad o fantasía?

por José María Rosa

Antonio Alice
Los constituyentes del '53, óleo sobre tela de Antonio Alice

Sarmiento, que había tenido temores de que en Santa Fe se hiciera otra cosa, no dejó reprimir su entusiasmo por la Constitución de Mayo pese a su posición de adversario político:

"¡Eureka! -escribió- el Congreso ha señalado y abierto un camino anchísimo al adoptar no sólo las disposiciones fundamentales de la Constitución de los Estados Unidos, sino la letra del preámbulo y gran número de sus disposiciones constituyentes..."

En 1845, cuando Facundo, no creía en las constituciones escritas pero había cambiado al viajar por Norteamérica. En 1850 comprendía, en Argirópolis, que "hay que seguir la regla de la Constitución de los Estados Unidos. ¿Queríamos acaso inventar otra forma federal?". Y ahora el Congreso de Santa Fe abría el camino esperado por él tres años atrás: desde la capital de Estanislao López, unos diputados elegidos por los caudillos habían votado, con el cintillo punzó en la solapa, un régimen político exclusivamente para la minoría culta que ostentaba la divisa celeste.

Porque la primera ventaja de una Constitución liberal era que el pueblo de Rosas y de Urquiza no participaría en la vida política: “pueblo" sería en adelante la "gente educada".

“Son las clases educadas las que necesitan una Constitución que asegure las libertades de acción y de pensamiento: la prensa, la tribuna, la propiedad, etc. No es difícil que éstas comprendan el juego de las instituciones que adoptan".

La horda federal, obstinadamente tradicionalista, nada tenía en común con el sistema importado. Los representantes del bando punzó habían legislado para el pueblo de Rivadavia, aquellos argentinos "que en nada ceden a los otros americanos en cuanto a capacidad de comprender el juego de las instituciones". Al fin y al cabo la gente educada de Buenos Aires se parecía a la gente educada de Londres y de Nueva York: los hombres civilizados nunca son extranjeros, y sus problemas -libertad de acción y de pensamiento, prensa, tribuna, propiedad- eran iguales en todas partes. Los argentinos decentes sabrían desempeñarse dentro del juego institucional importado: para los otros no había Constitución, no podía haberla. Para ellos el cantón de fronteras o la penitenciaria urbana eran la única ley posible.

"una Constitución no es la regla de conducta pública para todos los hombres. La Constitución de las masas populares son las leyes ordinarias, los jueces que las aplican y la policía de seguridad".

Hubiera sido absurdo que un gaucho invocara el art. 14 para escapar a la leva, o un quintero de las orillas pretendiera votar por el candidato de sus preferencias en los comicios. Tan absurdo como un negro de Georgia amparándose en el hábeas corpus ante quienes proceden a lincharlo, o integrando un consejo municipal por el solo título de pertenecer al color más numeroso en el condado.

La constitución era liberal y los hombres libres eran pocos, allá o acá. Y sobre todo la Constitución era norteamericana, y los capaces a amoldarse a ella eran menos acá que allá. Gran ventaja de la importación sobre la manufactura autóctona. ¡Quién habría influido ante Urquiza para hacerle pasar semejante renuncio a la razón de ser de los caudillos!


La gente decente

Alberdi había imaginado una Argentina futura poblada por las razas viriles de Inglaterra y el Norte de América; una California curada del mal originario por el trueque de su población inferior, donde solamente permanecerían los nativos que renegaron a tiempo la herencia española. Carril añoraba los buenos tiempos coloniales cuando su casta hidalga era todo en la aldea cuyana. Y Sarmiento completaba su esquema de ciudadanos "celestes" y rústicos "punzóes" de Civilización y barbarie, con una antinomia donde "educados" e "ineducables" a las instituciones norteamericanas desempeñarían el papel de pueblo y parias en la era constitucional.

Los tres pensaban en lo mismo, aunque se expresaban en palabras diferentes y creían perseguir fines opuestos. En las patrias de ayer, de mañana y de hoy -de Carril, Alberdi y Sarmiento- la sola realidad política y social sería una fracción de la Argentina: aquella que Carril en palabras unitarias llamaba gente decente, Alberdi con los términos de la Joven Argentina parte sensata y racional de la población, y Sarmiento lector de libros norteamericanos clases educadas.

En los tiempos coloniales hubo una aristocracia que, por sus méritos (palabras ilegibles) el gobierno de las ciudades indianas y administró los intereses generales: la clase de los "vecinos", exclusiva en la dirección de la ciudad. Pero en el siglo XIX -y tal vez antes- había perdido sus virtudes y no tenía ya conciencia de "clase dirigente". Sus integrantes no interpretaban los anhelos de los gobernados. No hay aristocracia sin pueblo: el aristócrata -el verdadero aristócrata- vive identificado con el pueblo que dirige, es la cabeza de un agrupamiento que sabe comprender y atina a interpretar. No hay orgullo de clase en un aristócrata: hay conciencia de mandar y arte de saberlo hacer; de allí que no esté necesariamente en la sangre ni en la riqueza. Los privilegios de la tradición, del dinero y aún de la inteligencia no dan por sí solos títulos de aristocracia: solamente el ascendiente espiritual sobre los dirigidos (la "virtud política" que dijera Aristóteles hace 25 siglos) produce al conductor de la comunidad.

La tragedia de nuestra historia es que entre nosotros faltó una clase dirigente: una minoría capacitada para asumir la dirección y la responsabilidad de la nación que surgía. Los hombres que tomaron el gobierno a poco de 1810 tenían títulos intelectuales, pero no estaba identificados con el pueblo gobernado; pertenecían a una clase que ya no era una aristocracia: una clase que ignoraba o despreciaba el medio popular. Y una minoría gobernante sin "virtud política" no es una clase dirigente porque nada dirige: simplemente medra. No es una aristocracia, es una oligarquía.

Los directoriales de 1814, los principistas de 1820, los alumbrados de 1824, los unitarios de 1826 (como más tarde los mayos de 1838 y los liberales de 1852) vivieron de espaldas al pueblo, sordos y ciegos a la realidad que los rodeaba. Sus gobernantes fueron hombres de capacidad intelectual y conocimientos teóricos, pero por no sentirse identificados con el pueblo no podían comprender a la nación ni los intereses nacionales. Su obra política -valga el ejemplo de Rivadavia entre 1821 y 1824- se reduce a reglamentaciones municipales de una eficacia discutible, al tiempo que San Martín no podía continuar en el Perú porque Buenos Aires no lo ayudaba. Brasil se incorporaba a la provincia Oriental, se separaba al Alto Perú y se consolidaba la segregación de Paraguay. Sus congresos de 1819 y 1824 (brillantísimos congresos) discutían la excelencia de ésta o de aquella forma de gobierno a copiar de Francia o de Estados Unidos, mientras las provincias combatían entre sí y el enemigo exterior arrebataba las fronteras. No era la hora de reformar el Estado sino de consolidar la Nación, pero no podían saberlo porque no sentían la nacionalidad: veían al Estado, es decir lo formal, lo transitorio; no a la Nación, la esencia, lo perdurable. Para ellos el gran problema era asemejarse a Europa por un plan de reformar edilicias o educativas, o importando una Constitución.

Durante su predominio la poderosa nación del Plata se escindió Por sus desaciertos en cuatro fracciones insoldables. Si hubieran persistido después de 1829, es fácil conjeturar que la actual Argentina, la mayor de esas fracciones formaría hoy, en el mejor de los casos, una centroamérica de catorce republiquetas controladas y enemistadas.


La Constitución que acabó en 1852

La oligarquía chocó contra la realidad popular que se obstinaba en no ver; esa masa ignorada o menospreciada que había hecho la Revolución y donde pervivían las reservas, las únicas reservas, de la nacionalidad. Porque la Nación, incomprendida o rebajada entre los decentes, se manifestaba precisa y fuerte en la clase popular y sus grandes caudillos: Artigas en el litoral, Güemes en el Norte, conductores de muchedumbres y federales. Esto último porque defendían sus comunas contra Buenos Aires, asiento de Directorios.

El caudillo era la multitud misma, hecha acción y símbolo. Justamente por encontrarse identificado con la multitud, es que llega a dirigirla; posee la virtud política de interpretarla; por su boca y su gesto habla y se expresa la multitud misma.

A veces fue un capitán de milicias rurales que se impuso a los señores del cabildo urbano: ha sido llamado por éstos para contener e! desorden de los demagogos orilleros y poner final a la anarquía. Casi siempre pertenece, por su cuna, a la clase vecinal: pero perdura en él la vieja aristocracia perdida en los demás. Consolida un orden real y no simplemente legal, que por estar en la naturaleza de las cosas será perdurable: será el gobernador y administrará la comuna con los representantes -desaparecen los cabildos para dar paso a las Juntas de elección popular-. donde los vecinos aplican su experiencia y criterio a las cosas menudas de la administración. La ciudad indiana ha sido profundamente transformada por la Revolución. Ya no la gobierna un cabildo de vecinos afincados; ahora tiene a su frente a un jefe popular que es capitán general de sus milicias, y a una junta de representantes con funciones consultivas. Las elecciones se hacen por sufragio universal. El derecho constitucional argentino -el auténtico derecho, no las Constituciones que se copiaron de otros pueblos- se basa en el voto general que confiere autoridad a los gobernantes y puede darles plenos poderes de gobierno. El sufragio universal es consecuencia directa, aunque no inmediata, de la revolución popular de mayo y el fracaso de la minoría como clase dirigente. Está en la legislación artiguista de 1814, en el Estatuto de Santa Fe de 1819, en las Constituciones y leyes constitucionales que se fueron dando las provincias y son el verdadero derecho político según "nuestras modalidades y costumbres" que no encontraba Gorostiaga. Puede considerarse una institución típicamente argentina: en 1819 no había sufragio universal -no había gobierno del démos- ni en Estados Unidos, ni en Francia, ni en Inglaterra. Lo había sí, en el Santa Fe de Estanislao López, en la Salta de Güemes, en la provincia Oriental de José Gervasio de Artigas.

Después de las violentas crisis de 1825-27 y 1828-31, en que la minoría desplazada quiso retomar posiciones valiéndose del Congreso en aquélla y de la oficialidad del ejército en ésta, tres provincias firman en Santa Fe el Pacto Federal, poco después aceptado por las restantes de la nacionalidad escindida. El Pacto organiza la nación -lo que sobrevivía de la nación- como un acuerdo de convivencia y defensa mutua entre comunas autónomas: nace la Confederación Argentina, "unión permanente" dice el art. 1°, ligada por una vinculación espiritual que suplía la inexistencia de un fuerte poder central. Otra cosa no se podía hacer en 1831, por recelos mediterráneos al puerto y susceptibilidades provincianas. Pero se creaba el instrumento que, manejado con prudencia y voluntad, daría por resultado la consolidación definitiva.

Rosas, el iniciador del Pacto en los trámites previos en 1830, haría esa obra. Es un político -un gran político- que no se deja alucinar por palabras ni lo satisfacen victorias aparentes. No cree en la eficacia de las constituciones importadas, ni en la urgencia de reunir un Congreso de notabilidades intelectuales: los ejemplos de 1819 y de 1826 están fijos en su memoria, y no cesa en sus cartas a los caudillos de provincias de desenmascarar la prédica minoritaria por el cuadernito. Su enérgica voluntad logra en veinte años de gobierno concluir con la anarquía endémica de Buenos Aires y reconquistar el bienestar económico para el interior, pese a los obstáculos que tesoneramente le colocan los desplazados. Afirma la Confederación Argentina en el exterior y en el interior, y hasta intenta -obra en donde fracasa y es la causa de su caída- la reconstrucción de la antigua nacionalidad del Plata.

La unidad nacional es producto de sus veinte años de gobierno. Poco a poco, sin premura pero con energía, ha limado las asperezas que obstaban. El Encargado de las relaciones exteriores de 1831 se convierte en el omnipotente Jefe Supremo de la Confederación de 1850; las provincias "soberanas" prontas a escaparse de la nacionalidad, vuelven a su antigua condición de municipios autónomos. El federalismo argentino no era otra cosa.


La Constitución importada

Esa Constitución real que iba madurándose en sufragio universal, autonomías municipales, plena soberanía, no era comprendida por la minoría culta incapaz de entender los sistemas no explicados por los libros extranjeros de derecho teórico. La "lección de cosas" no les llegaba; para los más no era un régimen constitucional porque no revestía la forma de un código escrito y rígido. Dijo Seguí que su ambición de constituyente era un texto impreso "cualquiera que fuese": pedía una constitución escrita con el afán imitativo de los judíos pidiendo un rey a Samuel "para estar como todas las naciones". No para afirmar la soberanía, ni reglar derechos, asentar igualdades o frenar malos funcionarios; la quería para aparentar, para que los hombres de Europa no los despreciaran por el hecho de no tenerla impresa. Para estar -en fin- "como todas las naciones”.

Algunos, como Sarmiento y Carril, la querían para conseguir con ella el retorno de la gente decente. Y pocos, los románticos, habían acabado por darle la razón a Rosas, como Echeverría en sus Cartas a de Angelis:

“Hoy -escribía en 1847- que las masas tienen completa revelación de su fuerza, que Rosas a nombre de ellas ha nivelado y realizado la más absoluta igualdad, pensar en otra cosa que en la democracia es una quimera, ¡un absurdo! Buscar reglas de criterio social fuera de la Democracia, una estéril y ridícula parodia del pasado... Si me preguntasen ¿quiere usted para su patria un Congreso y una Constitución? Contestaría no. ¿Y qué quiere usted? Quiero, replicaría, aceptar los hechos consumados existentes en la República Argentina, los que nos han legado la historia y la tradición revolucionaria. Quiero, ante todo, reconocer el hecho dominador, indestructible, radicado en nuestra sociedad, anterior a la Revolución de Mayo y robustecido y Iegitimado por ella, de la existencia del espíritu de localidad... ¿Cuándo, preguntaréis, tendrá la sociedad argentina una Constitución? Al cabo de veinticinco, de cincuenta años de vida municipal, cuando toda ella la pida a gritos y pueda salir de su cabeza como la estatua bellísima de la mano del escultor"

Echeverría había muerto en 1850. Y en 1852 era imprescindible redactar una Constitución: era el “programa escrito por la mano del ilustre general Urquiza en los pabellones libertadores que triunfaron en Caseros" como decía Delfín Huergo. ¿Qué otra cosa podía hacerse? La política internacional argentina parecía terminada para siempre con el triunfo de Brasil en los tratados del 12 de octubre. Ya no seríamos una Nación soberana, y solamente podíamos aplicarnos a ser un Estado constitucional. También las colonias tienen constituciones.

La Constitución debería ser federal porque así lo dispuso el Pacto de 1831 y Urquiza impuso la divisa punzó. Los libros de derecho constitucional no trataban de más forma federal que la norteamericana. ¿Podríamos "acaso inventar otra"?, se alarmaba Sarmiento; es la "única federación digna de ser copiada", decía Juan María Gutiérrez. Digna y posible. Y allá fue el federalismo norteamericano, depurado apenas de sus disposiciones absolutamente inaplicables. A los municipios autónomos que eran las provincias, se los organizó como Estados con su poder de policía, facultad de dictar códigos de procedimiento y de faltas, tres poderes equilibrados, sistema teórico de frenos y contra frenos, etc. Con el resultado que nunca fueran Estado, y dejaran de ser municipios y autónomos.

Las ventajas constitucionales tenían que ser para pocos, como en los Estados Unidos. Alberdi había hablado de gobierno democrático en su proyecto de Valparaíso, pero la comisión de la alfajorería borró la incómoda palabreja que recordaba los tiempos de Rosas. La Constitución sería liberal, y bastaba: nada diría sobre la forma de las elecciones, y los gobiernos tendrían amplia libertad para reglamentarlas según mejor conviniera. Ya no hubo elecciones populares, y por lo tanto gobiernos populares, hasta entrado el siglo XX. En economía, la Constitución debería ser liberal, y a nombre de esa libertad los constituyentes renunciaron a la defensa de las pequeñas industrias obtenida por Rosas con su ley de aduana de 1835. Renunciaron también a la soberanía argentina de los ríos afirmada por Rosas en los tratados de 1849 y 1850 después de la guerra contra Francia e Inglaterra. El país quedó en impotencia frente a los imperialismos extranjeros.


El derecho argentino

En 1853 el país "se organizó"; fue una frase acuñada por los triunfadores. Una legalidad ficticia, mantenida por un andamiaje en que entraban muchas cosas: la enseñanza liberal, la prensa, el ejército de linea, los cantones de fronteras, los intereses foráneos. No hay verdadera ley cuando ésta no proviene de una voluntad nacional ni se inspira en las maneras o las necesidades de un pueblo.

Lo que se ha llamado "organización nacional" fue una desorganización jurídica. Uno de sus resultados fue la crisis del derecho: el orden anterior a 1853 no estaría en los libros, pero era respetado y se aplicaba por igual a todos. El que vino después, vivió solamente en los textos de instrucción cívica o las lecciones teóricas de los profesores de derecho constitucional. Asi como la Constitución de 1853 no se aplicó ni podía aplicarse sino a favor de aquellos que estaban cerca del poder, el pueblo no vio en el ordenamiento legal dictado en su consecuencia otra cosa que palabras "lindas pero inaplicables" como decía Manuel Leiva. Palabras que servían para malabarismo y distorsiones gramaticales. Nadie tuvo en adelante respeto por la ley ni creyó en la justicia pura: para el Viejo Vizcacha las leyes tenían dos puntas como las picanas de los bueyes y la autoridad encargada de aplicarlas “a uno le da con el clavo y a otro con la cantramilla”.

Tampoco "entró el país en 1852 por la tranquila vía del progreso", como dicen los textos oficiales de historia. El progreso material argentino es anterior a 1852, y tiene su origen en la ley de aduana de 1835.

No fue una "tranquila vía" la tomada después de 1852. En los tiempos anteriores hubo orden, pese a las guerras internacionales y sus inevitables consecuencias que fueron los alzamientos internos. Excepto los sucesos ocurridos entre 1839 y 1842, provocados por sugestiones y francos foráneos, en los veinte y tantos años de Rosas la mayor parte del territorio argentino gozó de paz: solamente perdurarían luchas en Corrientes; y por supuesto en Montevideo donde se hacía sentir plenamente la influencia extranjera.

En cambio, durante el período comprendido entre 1852 y 1880 las luchas internas fueron continuas y tuvieron como escenario a todo el país. La inestabilidad de los gobiernos provinciales era la regla, y las revoluciones ocurrieron al extraordinario promedio de una por año. Tampoco habría paz en el orden nacional: guerras entre la Confederación y el Estado de Buenos Aires, guerras de montoneras, guerras civiles a cada renovación presidencial. Y estas luchas fueron más cruentas, pero mucho más, que las ocurridas en tiempos de Rosas.


El país legal

La Constitución de 1853 no se cumplió estrictamente ni podía cumplirse. La Constitución no existió como sistema jurídico: vivió como instrumento de dominación, temida por unos y adorada por otros.

No hubo Presidentes, ni legislados, ni federalismo ni nada de eso que esperaron, con mayor o meor ingenuidad, los hombres del 53. Presidente es quien preside, ejecutivo el que ejecuta; y ni Mitre, ni Sarmiento, ni Avellaneda, ni Roca, ni sus sucesores presidieron o ejecutaron: sencillamente mandaron. Mandaron con el congreso, sin el congreso o contra el congreso, y las más de las veces con "estado de sitio". Tampoco los legisladores legislaron; su misión aparente era decir discursos que pocos oían en el recinto y ninguno leía en los diarios de sesiones; lo trascendental, conseguir el mayor número de puestos públicos para su clientela electoral, o influir en las concesiones que reclamaba la otra. Los gobernadores tampoco gobernaron, si “gobernar se entiende por conducir: en el siglo XIX el comandante de las fuerzas nacionales preparaba una "revolución" local, por orden del ministro de guerra, si no marchaban a la cadencia del Presidente; en el XX no hubo necesidad de revoluciones porque los abogados descubrieron el "derecho de intervención” en la construcción gramatical de los arts. 5° y 6°. El gobernador fue solamente el "agente del P.E. nacional" que previsoramente habían puesto los reformadores del 60 en la Constitución. Diputados para gestionar puestos de maestras y jueces temerosos de ser echados por un cambio administrativo, completaron el equilibrio provincial de poderes.

El desorden escrito sustituyó al orden no escrito; la colonia legal del 53 a la patria real de la Independencia y la Restauración.


Las diez noches históricas
por José María Rosa

Hermenegildo Zuviría, conocido en Santa Fe por Merengo, abrió, al empezar el año 1852, un despacho de bebidas refrescantes y fábrica de alfajores y dulces en la esquina de las calles Cabildo y San Gerónimo, al lado del local donde funcionaba el Congreso Constituyente.

La alfajorería de Merengo era el primer establecimiento de "confites" que se abría en la ciudad, y llegó a disputar al aljibe de las Zavalla, ser el punto de reunión de la sociedad santafesina en los anocheceres veraniegos en que el insoportable calor imponía la tertulia con abanicos, panales y dulces provincianos.  

En los altos de Merengo don Manuel Leiva había alquilado cuartos para sus colegas o avenidos a la hospitalidad del convento de San Francisco o la del viejo y por entonces vacío convento de la Merced, antiguo Colegio de los jesuitas. En el privilegiado hospedaje se alojaban Juan María Gutiérrez, José Benjamín Gorostiaga y Delfín Huergo. Fue allí que Gorostiaga esbozó el proyecto de la Constitución durante el bochornoso verano de 1853.

El Congreso fue inaugurado el 20 de noviembre (de 1852), pero hasta el 24 de diciembre demoró el nombramiento de la comisión de negocios constitucionales encargada de despachar el proyecto. No debió ser ajena la difícil situación de los diputados dada la presencia amenazadora del general Paz, en San Nicolás, y la orden de movilización que el gobierno disidente de Buenos Aires había dado a sus milicias. Pero las noticias del afortunado pronunciamiento de Lagos contra Alsina, con esas mismas milicias, y las posteriores del sitio e inminente caída de Buenos Aires, acabaron por tranquilizar los espíritus y permitiría a los constituyentes seguir los trámites constitucionales. Él 24 de diciembre se formó la comisión con Leiva, Ferré, Colodrero, Gutiérrez y Gorostiaga: los tres primeros delegaron en los dos últimos la confección del anteproyecto; Gutiérrez, a su vez, declinó en el joven Gorostiaga la redacción del borrador, reservándose la corrección de las imperfecciones gramaticales.

Durante dos meses -del 25 de diciembre a mediados de febrero- laboró Gorostiaga en su habitación de los altos de la alfajoreria. Para concentrarse mejor, rehusaba asistir a las tertulias y saraos a que tan afectos eran la mayoría de sus colegas, Gutiérrez sobre todo. Se puso a trabajar de inmediato: con el texto norteamericano a la vista fue depurando las ligerezas y no pocas de las exageraciones de Alberdi. Por desdicha la traducción que tenía a mano era persistente de García de Sena. También, y en ello anduvo Salvador María del Carril, se valió de la Constitución unitaria de 1826, tal vez para que los artículos tan agriamente rechazados en 1827 quedaran, melancólica compensación póstuma, en la Carta Federal Argentina. Extrajo del texto desafortunado las garantías individuales, composición del legislativo y algunas atribuciones dispersa del ejecutivo; por su parte Alberdi -sin saberlo- ya había incorporado de la misma procedencia el régimen de ministerios y el estado de  Fuera de las garantías individuales (que los diputados del 26 tomaron de los del 19, y éstos a su vez de Daunou; los trozos añadidos por Carril a través de Gorostiaga a la remendada pieza de Alberdi también habían sido tijereteados de la carta de Filadelfia por los constituyentes unitarios, aunque someramente desteñidos para hacerlos coincidir con el conjunto centralista y ministerial. De ese mal avenido maridaje federounitario de lo de Merengo quedaría entre otras cosas. la curiosa representación de "dos senadores por la capital", lógica en la carta unitaria de donde fue tomada, pero que desvirtúa la esencia de un senado federativo.

Groussac, para restarle méritos a Alberdi, le atribuye al santiagueño un cometido que nunca pretendió. Laboriosidad no es originalidad. Ni Alberdi ni Gorostiaga fueron originales: el primero en Valparaíso había adaptado, para una fervorosa desargentinización de la Argentina, una mala traducción corriente de la Carta norteamericana; el otro en la alfajorería hizo una meritoria labor de corrección gramatical y jurídica del proyecto de Alberdi, que refundió con algunos artículos de la Constitución unitaria alcanzados por Carril. Ninguno de los dos, ni Alberdi ni Gorostiaga, tomaron nada de la realidad argentina.

   

Hoy y aquí

Mientras Gorostiaga realizaba la fusión de Alberdi con Carril, Gutiérrez redactaba el Informe:

"...el proyecto que la comisión tiene la honra de someter a V.H. no es obra exclusivamente de ella. Es la obra del pensamiento actual argentino manifestado por sus publicistas y recogido en el trato diario que los miembros de la comisión mantienen con sus dignos colegas...".

Cuando Gutiérrez escribía manifestado por sus publicistas, la frase en plural tenía una significación en singular: Alberdi. Cuando agregaba y recogido en el trato diario que los miembros de la comisión mantienen con sus colegas, también el plural expresaba una sola persona: Carril. Alberdi y Carril, dos hombres que estuvieron fuera de la Argentina -aquél desde 1838, éste desde 1820- eran la prueba de la argentinidad del proyecto. El león "romántico" que descreía de los hombres y las cosas de su tierra, y el pelucón "clásico" que cerraba los ojos y los oídos para abstraerse de la chusma. El desterrado del oeste que iba hacia una Argentina futura desbrozada de malas simientes, y el que llegaba del este exhumando la Constitución de los viejos tiempos decentes sin caudillos ni puebladas. Poniente y occidente; mañana y ayer: ése fue el pensamiento actual argentino para los forjadores de la alfajorería.

Alberdi y Carriliban, por caminos y tiempos opuestos, a un mismo lugar. Tal vez Alberdi no lo supiera; pero Carril bien lo sabía. Ambos rumbos llevaban a idéntico paraje. Porque en política no hay oriente ni occidente, ni mañana o ayer; política es realidad, y la realidad se la afirma o se la niega. No admite más que dos posiciones: hoy aquí y lo que no es de hoy ni de aquí; confluencia desconcertante del ayer y del mañana, del este y del oeste.

"Hoy aquí" era una Argentina de masas y caudillos, una realidad que esa copia confesada de instituciones foráneas; su opuesto sería necesariamente una organización minoritaria, exclusiva para la gente decente. La Constitución proyectada reglaría la convivencia de una clase y sus relaciones con los hombres y los capitales de afuera; las masas no tendrían nada que ver con la Constitución, no la entenderían tampoco ni la precisaban: para ellas serían suficientes la leva y el cepo.


"Circuleros" y "montoneros"

A mediados de febrero estuvo despachado el trabajo de la alfajorería y se le dio pase a la comisión en pleno: pero allí quedaría detenido pues Leiva, Ferré y Colodrero -es decir, la mayoría de la comisión- no dieron trámite al borrador de Gorostiaga corregido por Gutiérrez.

Por las palabras de Zuviría en la sesión del 20 de abril, y la oposición de los diputados minoritarios a algunos artículos en los debates del 21 al 30, puede saberse que la resistencia de los tres ilustres ancianos fue, en general, a todo el proyecto, pero en especial a la libertad de cultos y cuestión capital. Hubieran preferido un texto más aproximado a la realidad que esa copia condesada de instituciones foráneas; también una terminante declaración de catolicismo en el art. 2°, con simple tolerancia a las confesiones disidentes “sin entregarse al proselitismo"; y que la capital de la Confederación, al menos por disposición constituyente, no se estableciera en Buenos Aires.

El Congreso, como la comisión, quedó dividido en dos campos: el grupo dirigente -que Sarmiento llama círculo - habilidosamente conducido por Carril e integrado por Gorostiaga, Gutiérrez, Zavalía y Huergo; y el núcleo de resistencia católico-localista -que Lavaisse llama montonera- compuesto por la mayoría de la comisión, el presidente Zuviría y los sacerdotes Pérez y Centeno. Los restantes diputados estuvieron un instante a la expectativa hasta que Seguí, Lavaisse y Campillo rompieron la fila para plegarse al círculo: Urquiza debió decirles que los había mandado a Santa Fe a votar y no para andarse con remilgos y disidencias. Precisaba la Constitución, y pronto -no interesaba cómo ni qué- para tapar la propaganda en su contra de los diarios de Buenos Aires.

Pero la Constitución no salía. Los circuleros, no obstante su mayoría en el Congreso, eran minoría en la comisión (dos contra tres). Fue necesario un golpe de fuerza parlamentario para apurar las cosas: en la sesión del 23 de febrero, pese a la inoperante protesta de Leiva, el círculo amplió a siete el número de miembros de la comisión: eligió en los nuevos puestos a Derqui y Zapata. Para mayor seguridad, también a Zavalía para que supliera la ausencia de Ferré, en misión a Buenos Aires. La minoría de dos contra tres se cambió en mayoría de cinco contra dos y el proyecto quedaría aprobado.


De febrero a abril

El 23 de febrero dijo Leiva que el proyecto "estaba para terminarse y sólo se esperaba la venida del Sr. Gorostiaga, ausente en comisión, para presentarlo al congreso". Pero desde el 24 en que se dio licencia a Derqui, sustituyéndolo en la comisión por Campillo, el Congreso no volvería a reunirse - salvo una breve sesión en marzo- hasta el 18 de abril en que dio entrada al proyecto de constitución. La pausa fue por las tentativas de arreglo con Buenos Aires. El 9 de marzo la comisión urquicista -de la Peña, Zuviría y Ferré- firmaba en Balvanera, junto a las trincheras porteñas, la conciliación con los insurrectos: Buenos Aires enviaría sus diputados al Congreso en proporción a su población, y además se reservaba el derecho de aprobar la constitución por su organismo provincial. Por lo tanto había que esperar a los porteños.

Urquiza rechazó la transacción por "no estar facultado para derogar el acuerdo de San Nicolás”; pero las negociaciones siguieron hasta mediados de abril y las tareas constituyentes quedaron interrumpidas a la expectativa. El 15 las ilusiones de una armonía con Buenos Aires quedaron desvanecidas y Urquiza debió ordenar la fecha de darla: el 1° de mayo, segundo aniversario del Pronunciamiento. De otra manera no se explicaría la premura que tomó a los diputados: el 18 de abril vuelve a reunirse el Congreso, da entrada al proyecto y dispone reuniones diarias hasta terminar con todo. Ese mismo día chocaban las escuadras de Buenos Aires y de la Confederación de la boca del Paraná.


Oposición de Zuviría

El proyecto tuvo entrada el 18, pero empezó a discutirse el 20. La pausa fue porque el reglamento espaciaba cuarenta y ocho horas entre la entrada de un proyecto y su discusión. No era el caso de tratarlo sobre tablas, que hubiera hecho reír a los porteños. El 28 Zuviría hizo moción para su aplazamiento "hasta esperar, siquiera, la completa pacificación de la República". Los del círculo vieron el propósito de alargar el debate con una cuestión previa, y Zuviría la retiró porque no era "...su ánimo producir tal entorpecimiento contra la opinión que veía pronunciada en tos señores diputados, sino emitir simplemente el voto de su conciencia sobre tan grave asunto, reservándose expresar lo sustancial de ella en la conveniente oportunidad". El 20 se trata en general el proyecto. Funda brevemente Gorostiaga:

" su proyecto (de la comisión) está vaciado en el molde de la Constitución de los Estados Unidos, único modelo de verdadera federación que existe en el mundo".

Zuviría pide la lectura de un largo memorial de catorce pliegos, que había confeccionado pidiendo el aplazamiento de la Constitución. No era reglamentaria la lectura, pero la mayoría la prefirió antes de oír un discurso del presidente. El círculo, por voz de Gutiérrez, aceptó la lectura de un discurso "contra la Constitución" porque había que ser "...magnánimos y tener la suficiente prudencia y resignación para tolerar cualquier molestia".

Fray Manuel Pérez expresa que él también está de acuerdo con el presidente:

"había manifestado en otra ocasión que no sería llegada la oportunidad de dictar una Constitución porque el país debía constituirse antes prácticamente”.

El secretario lee el memorial. Zuviria lo había escrito para extractar "lo sustancial de su pensamiento" y no dejarse "arrastrar por la improvisación en cuestiones tan arduas". Su discurso -la única pieza completa, por escrito, que se conserva de las sesiones- no era para llamar a la realidad a sus colegas, a quienes sabía decididos a votar una Constitución "cualquiera que fuese", sino que para "emitir el voto de su conciencia". Sus palabras, resonando en el momento de aprobarse en general la Constitución, formarán tal vez -junto a la carta de la Hacienda de Figueroa de Rosas- entre las opiniones más sensatas expresadas en nuestra historia sobre la naturaleza de las leyes políticas:

"Si los principios y las teorías bastasen para el acierto, no lamentaríamos las desgracias de que hemos sido víctimas hasta hoy. Queriendo ensayar cuanto hemos leído y buscando la libertad constitucional en libros o modelos, y no en el estado de nuestros pueblos y nuestra propia historia, hemos desacreditado esos mismos principios con su inoportuna y hasta ridícula aplicación".

Cuerdos razonamientos que ninguno -fuera de unos pocos ancianos empecinados en descreer las excelencias de afuera- estaba en condiciones de atender. Nadie oyó la lectura (rápida lectura diría Gutiérrez), nadie entendió otra co- sa sino que el salteño "no quería una Constitución".

¿...Y... los Pueblos? ¡La voluntad de los Pueblos que nos mandaron aquí a votar una constitución! ¡Qué van a decir los Pueblos!" Zapata, Huergo, Lavaisse, Seguí, Zavalía se sintieron indignados por lo que tuvieron por apostasía a los objetos precisos del Congreso. Hubieran tolerado un desacuerdo que no trasluciera de la comisión, como el de Leiva, Ferré y Colodrero; pero una nota disonante en pleno recinto, un escrito donde quedara estampada, después de Caseros, la herejía de "lanzar a la faz de los Pueblos el insulto grosero con que fueron escarnecidos por el Tirano" (Seguí), eso no.

Solamente Gutiérrez contestaría con razones. Era exacto que una Constitución debiera ser la síntesis de las costumbres políticas de una nación, como la de los Estados Unidos; pero nosotros no teníamos modalidades cívicas. Teníamos que recurrir a un código prestado que obrara como molde: 

"Muy al principio de este siglo dijo un distinguido político que sólo hay dos modos de constituir un país: tomar la Constitución de sus costumbres, carácter y hábitos, o darle el Código que debe crear ese carácter, hábitos, costumbres. Si, pues, el nuestro carece de ellos, si la Nación es un caos, la Comisión en su proyecto presenta el único medio de salvarla de él".

Advendría un porvenir maravilloso; la Argentina de mañana sería como los Estados Unidos pues:

"La Constitución...está vaciada en el molde de la de los Estados Unidos, única federación que existe en el mundo digna de ser copiada".

¿Acaso podría llamarse "pueblo" a ese conglomerado de mestizos que llamaban política a irse en montonera tras sus caudillos? No: eso no sería en adelante el "pueblo":

"La Constitución... es el Pueblo, es la Nación Argentina hecha ley y encerrada en este Código”.

El pueblo la nación, no estaría más en los hombres, en las tradiciones, en la historia; la Patria sería desde ahora este código que confesaba copiado de los Estados Unidos. Pero no hay que tomarlo muy a lo serio: no pensaba Gutiérrez sustituir a la patria vieja de la Independencia y la Restauración por la República de los Derechos de Filadelfia. No era que Gutiérrez, hombre de vida espiritual, creyera que los privilegios y garantías que aseguraban a los comerciantes la inviolabilidad de su barraca y su caja fuerte eran algo superior a la Patria misma. Tampoco él, como Alberdi, como ninguno de quienes protestaban contra Zuviría había comprendido gran cosa del juego real del código votado.


Unanimidad por mayoría

Ninguno de la montonera contestó la retahila. No era Zuviría hombre de hacerlo; tampoco fray Pérez, ni el padre Centeno ni Colodrero. El único hubiera sido Ferré, pero afortunadamente presidía la sesión. Leiva no estaba presente y tampoco hubiera dicho algo de suceder lo contrario; el corondino era hombre discreto y se limitó a escribir su manera de pensar sobre la Constitución:

"No es esta opinión sola mía, sino de varios diputados y sujetos de este pueblo. Creemos que en el proyecto de Constitución no se consulta nuestra actualidad física, moral ni política, ni nuestras necesidades, ni nuestras tendencias; tampoco consulta nuestro pasado. Todo lo violenta y esto no es lo que hemos venido a hacer”.

A pedido de Seguí la Constitución fue aprobada -en general- por aclamación. Singular aclamación que el acta registra de esta poco congruente manera:

“y resultó unánimemente aprobado y aclamado, por una mayoría de catorce votos contra cuatro".

Los cuatro montoneros en condiciones de votar: Zuviría, fray Pérez, Centeno y Colodrero. Leiva estaba ausente y Ferré presidía. Seis opiniones en un total de veinte diputados: la minoría es importante numéricamente. Pero, además, eran de los pocos que podían hablar de los Pueblos sin ruborizarse. Ninguno de ellos había recogido su acta en Palermo, ni viajado en el Countess of Londsdale el 9 de setiembre.


Las diez noches históricas

En diez días, solamente (del 21 al 30 de abril) se discutió, analizó y aprobó la Constitución en particular, Los constituyentes argentinos superaron en mucho la "premura patriótica" de sus colegas de Filadelfia, que insumieron cuatro meses para la misma labor. Es un mérito que no ha sido loado.

González Calderón demuestra la ímproba labor cumplida en esos diez días con el libro de actas, que cierra cada sesión a "muy altas horas de la noche”. Es exacto: los constituyentes trabajaron hasta las 11 de la noche, y a veces levantaron la reunión a las 12 o 12 y media: una ímproba faena exclusivamente nocturna pues -González Calderón lo omite- las sesiones empezaban a las 7 de la noche. Cuatro horas diarias de labor. Porque la Constitución se hizo de noche. Entre el último canto de gallos y medianoche trabajaron los constituyentes ese otoño de 1853 de prisa, en la penumbra escasamente destellada con dos velones de cera. Tan de prisa que no omitieron ni la pausa del domingo y continuaron su función trascendental a los acordes de la retreta vespertina tocada en la plaza; tan de prisa que omitirían en actas formalidades esenciales. Pero había que terminarse antes del 12 de mayo.

La umbría tarea se cumplió sin interrupciones y con acelerada velocidad. No fue uniforme en las diez históricas noches, y a medida que se acercaba el angustioso término los impulsos constituyentes tomaron proporciones de vértigo.

Día hubo -el sábado 29 de abril- en que se discutieron y aprobaron nada menos que cuarenta y cuatro artículos. El 21, primer día de consideración en particular, fueron aprobados el preámbulo y dos artículos; al siguiente, otros dos; el 23, siete; el 24, uno (el 14). Faltaban noventa y se disponía de seis días y se hizo necesario acelerar la velocidad: el 25 se despacharon diecisiete... y pudo llegarse al último día laborable -el 30- finiquitando las dieciséis disposiciones últimas. Ya ni se decía discursos: “entierros de pobres” los hubiera llamado Dorrego.

Si se considera la cantidad de artículos aprobados en cada sesión -contándose el preámbulo y cada una de las atribuciones del legislativo y ejecutivo como un artículo- se obtiene el promedio de 11'30" por artículo. La Constitución fue aprobada a la extraordinaria velocidad de un artículo cada once minutos y medio, comprendiéndose debate, votación, rectificación y asentamiento en el acta, además de los numerosos cuartos intermedios que hubo a lo largo de las diez sesiones, así como los debates ajenos a la tarea constitucional. (Ver cuadro).

Constitución de 1853

Omisiones graves

La premura del Congreso, hizo incurrir al secretario en importantes deslices al extender las actas. Errores que pasaron inadvertidos para los constituyentes al aprobarlas; tal vez porque cada uno estuvo solamente atento a la transcripción de sus exclusivas palabras.

No hay constancia de la aprobación de los artículos 11, 12, 13, 63, 64, inc. 10° y 83, inc. 7°. Del 64, inc. 10° informa el acta su debate pero omite la votación.

Siete disposiciones de la Constitución de 1853 no tienen legalmente existencia por haberse prescindido el requisito formal de todo acto deliberado. Son artículos nonatos que viven solamente en los textos impresos.

No basta para suponerles valor la transcripción en el Códice firmado por los representantes. Un artículo constituyentes no es un contrato que se perfecciona por la firma, sino un acto deliberativo que se prueba, precisamente, con el acto formal de la sesión donde fue deliberado. Por lo tanto en 1853 no se prohibieron, sino de hecho, los impuestos al tránsito de mercaderías y ganados (art. 11), de buques (art. 12), no podían admitirse nuevas provincias (art. 13), ni había obligación constitucional de abonar dietas a los legisladores (art. 63), ni podría el Congreso sellar moneda (64, inc. 102), ni conceder el ejecutivo jubilaciones, retiros, licencias o goces de montepío (83, inc. 7°) Como los reformadores de 1860 no aprobaron un nuevo texto, y se limitaron a enmendar algunas disposiciones, los artículos nonatos del 53 siguieron insubsistentes. Salvo el 12, que al ser adicionado con la prohibición a las preferencias portuarias, quedó impensadamente válido, pues consta en las actas de la Convención ad-hoc su correcta aprobación.

Por lo tanto durante casi un siglo -hasta 1949 en que al votarse nuevamente los artículos nonatos, quedaron corregidos sus vicios formales- corrieron sin vida esos preceptos constitucionales fantasmas. ¿Por qué no figuran en el libro de actas de 1853? Debe descartarse que por la distracción del secretario José María Zuviría, y la ligereza de los diputados al aprobar las actas sin advertir sus fallas. La sesión del 23 se cierra con la aprobación del art. 10°, pero la siguiente, del 24, se inicia con el debate del 14°. ¿Qué ha sido de los artículos 11, 12 y 13? Lo probable es que fueron aprobados sin debate en los últimos momentos de la sesión del 23, pero el secretario olvidó anotarlos. Debe tenerse en cuenta, para disculpa de Zuviría, que la sesión del 23 fue la más prolongada del histórico debate levantándose a las doce y media de la noche; y el doctor Manuel Leiva con su palabra "igual, lenta, monótona, soporífera" tuvo a su cargo el último discurso de la larga noche. Por lo menos que alcanzara a anotar el secretario.


El 1° de mayo

Llegaron los constituyentes a las 12 de la noche del 30 de abril con la aprobación del art. 107, el último; justo a tiempo para firmar solemnemente la Constitución el día señalado. Como el Congreso no tenía un secretario con mediana letra, o la excesiva labor de redactar las actas ocupaba a José María Zuviría, se ofreció Campillo a caligrafiar el texto en el Códice de cantos dorados que previsoramente se había adquirido. Laboró esa noche y la mañana con tan buen pulso, que los caracteres bien perfilados no traslucen el indudable cansancio del meritorio cordobés.

Diez horas de labor para inmortalizar el producido de diez noches constituyentes: a las 10 de la mañana del 1° de mayo, Campillo cerraba el Códice con la tarea concluida. Inmediatamente se reunió el Congreso en la solemne sesión del juramento y las firmas. No iba a desaprovechar Zuviría para un discurso; se había opuesto a la aprobación, pero acababa de jurar y estampar su firma de complicada y pretenciosa rúbrica en el lugar de honor. Además, diez noches de reflexión lo habían convencido del peligro en que su afán oratorio lo había metido. Debía recuperar la gracia soberana con un golpe de efecto:

" ..Acabáis de ejercer el acto más grave, más solemne, más sublime que es dado a un hombre en su vida mortal -dijo a los somnolientos representantes-: fallar sobre los destinos prósperos y adversos de su Patria; sellar su eterna ruina o su feliz porvenir. Acabáis de sellar también, con vuestra firma, vuestra eterna gloria y la bendición de los Pueblos, o vuestra ignominia en su eterna maldición. Los Pueblos impusieron sobre vuestros débiles hombros todo el peso de una horrible situación y de un porvenir incierto y tenebroso... Nos han mandado darles una Carta Constitucional que cicatrice sus llagas y les ofrezca una época de paz y orden... Se la hemos dado cual nos ha dictado nuestra conciencia. Si envuelve errores, resultado de la escasez de nuestras luces, cúlpense ellos de su errada elección...

Por lo que hace a mí, Señor, el primero en oponerme a su sanción... sin otra parte en su confección que la que me ha impuesto la ley en clase de Presidente... quiero ser el primero en jurar antes Dios y los hombres, ante vosotros que representáis los Pueblos, obedecerla, respetarla y acatarla hasta en sus últimos ápices... quiero ser el primero en dar a los Pueblos el ejemplo... en la mayoría está la verdad legal, lo demás es anarquía..." La prosódica alocución en segunda persona de plural lo hacía agregarse, constante debilidad de su carácter, al coro que había acatado la orden de Urquiza. Nos han mandado darles, se la hemos dado: se sentía uno de los autores de la constitución. si no tuvo parte en ella, sería el primero en jurarla, el primero en acatarla, el primero en inclinarse ante la verdad legal. Urquiza bien podía devolverle su favor y darle la apetecida Vicepresidencia.

"El 1° de mayo de 1851 -fue el latiguillo final del Presidente- el vencedor de Caseros firmó el exterminio del terror y del despotismo. El 1° de mayo de 1853 firmamos el término de la anarquía, el principio del orden y de la ley. Quiera el Cielo seamos tan felices en nuestra obra como él fue en la suya".


Hijos y entenados 

Hizo bien Zuviría en colarse apresuradamente en la galera del Director. Porque quienes se opusieron a la constitución pagaron cara la chapetonada; en el Congreso de Santa Fe hubo, para Urquiza, hijos y entenados. El acuerdo de San Nicolás establecía que los gastos del congreso "corrieran por cuenta del Director Provisorio", y había que estar en la gracia del Director Provisorio para poder cobrar. Y no habría nadie en Santa Fe que osare dar crédito a un caído.

El primero en saberlo fue Gondra, que después de su proyecto para que el Congreso se entendiera directamente con Buenos Aires como si fuera un cuerpo soberano, vio cortadas sus provisiones y toda posibilidad de crédito. Se fue en enero de 1853 porque:

"Ciudadano pobre y con una numerosa familia... haciéndome saber que su indigencia llega al extremo del hambre. Aliméntase la inmensidad de este dolor al ver que, no tengo aquí recursos para satisfacer aquella perpetua exigencia".

Después le tocaría a la montonera. El Padre Pérez fue el primero en irse discretamente el 25 de abril, después de aprobada la libertad de cultos; no dio esta razón, sino la inverosímil de "que hacía más de cinco años que faltaba de su ciudad natal", y porque preparaba el viaje no asistió a las últimas seis históricas noches. Después, el padre Centeno en mayo, porque no le pagaban los sueldos y no encontraba misas para parar su modesta olla. Se fue sin renunciar, dejando un simple aviso al presidente. Decía volverse a Catamarca por

“...el motivo de llegar a ser muy escasos los medios de subsistencia en esta ciudad".

Díaz Colodrero debió recurrir a Corrientes para que le girasen algo; escribe a Pujol:

"Me es muy dispendiosa mi subsistencia en este destino (Santa Fe) por la falta de ocurrirnos con los subsidios; en pocos días van a agotarse los recursos miserables que nos han suministrado y no tengo esperanza de que nos socorran en adelante".

Ferré, que no precisaba el sueldo para vivir en donde tantos amigos y parientes tenía, acabó expulsado el 7 de octubre "por su actitud descomedida" al no aprobar los tratados de San José de Flores donde Urquiza renunció la soberanía argentina de los ríos. Leiva dejó de asistir al Congreso después de votada la constitución, y fue reemplazado por Urbano de Iriondo el 8 de setiembre. El único en quedarse será Zuviría.

Pero si no había plata para los montoneros, la tendrían -y en abundancia- los afortunados moradores de lo de Merengo: el 4 de abril Urquiza adelanta a Gutiérrez veinticinco onzas de oro; el 8, Gorostiaga obtiene la misma cantidad; Huergo, a su vez, tiene sus veinticinco onzas el 3 de mayo. Los otros integrantes del círculo tuvieron un adelanto de 1.500 pesos al desembarcar del Countess of Londsdale, y después anticipos hasta el total. Y en 1862 la provincia de Entre Ríos demandaba a la Nación por el reintegro de "anticipos hechos (por Urquiza) al doctor Juan Francisco Seguí ya fallecido, por todos sus sueldos como diputado al Congreso General Constituyente".

"Las naciones se crían en un solo día..."

El 5 de mayo fue elevado el Códice a Urquiza con una conceptuosa Minuta redactada por Gutiérrez:

"El Congreso General Constituyente convocado por vuestros esfuerzos y reunido en Santa Fe por el voto espontaneo de la Nación ha firmado el 1° de mayo la Constitución de la Confederación Argentina".

"...habéis dejado en completa independencia al Congreso Constituyente para meditar, combinar y sancionar la Constitución, que su ardiente patriotismo, su conciencia y su leal saber y entender le han inspirado. Este hecho modesto legado a la historia...

"El Congreso obligado por la naturaleza de sus graves tareas a meditar sobre el destino de las sociedades..."

"El Congreso prevé que la sabiduría del mal consejo, y la prudencia que disfraza la debilidad, han de reprochar a la Constitución los defectos de su mérito. Poniendo en contraste la ignorancia, la escasez de población y de riqueza, y hasta la corrupción de los Pueblos y Provincias que componen la Confederación, deducirán aquí su inoportunidad y su impertinencia... ¡Decepción es escándalo... el legislador no podía emplear su ciencia para disimular y confirmar este monstruo social".

Urquiza quedó complacido con la obra de sus diputados. El 24 de julio circulaba a las provincias:

"el Soberano Congreso, con un patriotismo verdaderamente iluminado, ha procedido en el concepto de que en la época en que vivimos las naciones se crían (sic) en un solo día, pues encuentran ya resuelto el gran problema de una civilización completa y de una vida republicana, sin tener que descubrir nada, pues basta aplicarles de aquella solución, como lo ha hecho el Congreso, lo que conviene".

Solamente a Rosas, hombre demasiado meticuloso y lento, se le pudo ocurrir que no era posible hacer una constitución...

"sin guardar el orden lento, progresivo y gradual con que obra la naturaleza, ciñéndose para cada cosa a las oportunidades que presentan las diversas estaciones del tiempo, y el concurso más o menos eficaz de las causas influyentes”.

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Por medio de su ministro Peña, Urquiza alentaría a los constituyentes en el discurso inaugural: "… Aprovechad augustos representantes, de las lecciones de nuestra historia y dictad una constitución que haga imposible para en adelante la anarquía y el despotismo...”