viernes, 13 de noviembre de 2020

Traición en el sur - Beatriz Celina Doallo

 REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA

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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años. 
El que ahora damos a conocer corresponde a un artículo de la profesora Beatriz Celina Doallo, que apareció en la "Revista del Instituto Nacional de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas" N° 61 de octubre/diciembre de 2000.

TRAICION EN EL SUR

                                                                                                por Beatriz Celina Doallo

 

Coronel Prudencio Ortiz de Rozas

A lo largo de la historia argentina, la traición a la Patria ha tomado diversas formas y se ha revestido de muchos rostros. Curiosamente, casi todos los episodios de traición ocurridos a partir del 25 de mayo de 1810 y hasta fines del siglo diecinueve, al pasar por la hábil pluma de célebres historiadores se convirtieron en hechos heroicos, merecedores de figurar en los textos en la misma categoría que la batalla de San Lorenzo o el cruce de los Andes por el Ejército Libertador.

La traición a la Patria es de por sí un acto horrendo. Cuando quien la comete es un militar que ha combatido valientemente por la independencia de esa misma patria, el acto es aberrante. El general Juan Galo de Lavalle, patriota que se destacó por su coraje desde Chacabuco hasta el Perú, lanzó por una simbólica borda todos sus principios, primero con la insensata rebelión contra Dorrego y el fusilamiento de este mandatario en 1828 y, diez años más tarde, asociándose con los franceses para obtener dinero, armas y barcos a fin de derrocar a don Juan Manuel de Rosas. Por aquello de “haz lo que yo digo pero no lo que yo hago”, en diciembre de 1838 Lavalle escribió a Martiniano Chilavert opinando sobre la emigración argentina en Montevideo y su convicción de que no buscaría una alianza con los franceses para “no ser maldecida con el dictado de vil traidora”.

Lavalle, a quien uno de sus amigos muy acertadamente calificó de “espada sin cabeza”, no podía avanzar en su ambición de presidir la Confederación Argentina con la sola ayuda de Francia. Necesitaba quintacolumnistas en Buenos Aires, un material humano fácil de hallar cuando existe de por medio la tentación del poder. Con promesas de esta índole consiguió ganarse en Buenos Aires el apoyo del coronel Ramón Maza, íntimo de la casa del Restaurador e hijo de uno de los más antiguos amigos de éste, el doctor Manuel Vicente Maza, presidente de la Sala de Representantes.

El hermano de Lavalle, José, hacía de recadero entre el general y Maza, que prometió la adhesión de su antiguo regimiento, que en 1839 comandaba el coronel Nicolás Granada y estaba acantonado en Azul. Como lo demostrarían los acontecimientos, era un compromiso que Maza nunca hubiera podido cumplir e indudablemente hizo con extrema irresponsabilidad: el regimiento —tropa, oficialidad y comandante— permaneció fiel al gobernador desde el principio al fin de los sucesos.

Con todo, algo de vergüenza conservaba Maza por cuanto, según con Lavalle, por su intermedio “que apareciera en cualquier punto de la costa, previo aviso, y allí estaría él a sus órdenes, pero sin bandera francesa, ni de Rivera, éste fue un escrúpulo constante a que nunca quiso renunciar”.

Es sabido que un secreto deja de serlo cuando son más de dos quienes lo conocen. Maza, por fuerza, tuvo que buscar copartícipes para el plan y creyó contar con un aliado seguro en el coronel Nicolás Martínez Fontes. Fontes, leal al Restaurador, pero indeciso ante el dilema de delatar a su compañero de armas, se confió a su padre, militar retirado, quien no dudó en referir lo que ocurría a un viejo amigo, el general Manuel Corvalán, edecán de Rosas. De esta manera, la que pasó a la historia como la conspiración de Maza fue conocida oficialmente a fines de junio de 1839 en el despacho del gobernador. Y hay que recalcar lo de “oficialmente” por cuanto, aún sin la intervención de los Martínez Fontes, la conjura no habría progresado. En efecto, desde meses atrás Rosas sabía de la existencia del complot. Según testimonio de Máximo Terrero a Saldías, 50 años después, en febrero de 1839 el Restaurador comentó a su gran amigo, ex socio y futuro consuegro, Juan Nepomuceno Terrero:

“¿Sabes que conspiran contra mí en Buenos Aires? Sí: el plan es asesinarme; y están en combinación con los unitarios de Montevideo, quienes auxiliados por los franceses desembarcarán por algún punto de la costa para completar el golpe de mano. Lo peor es que hay algunos federales en el complot. Pero quiero saber quiénes son todos estos. No temo por mi vida, sino por los horrores que va a presenciar Buenos Aires si me matan”.

Cuando el general Corvalán expuso a Rosas lo que acababa de conocer de labios de Martínez Fontes, el gobernador se vio impelido a terminar de una vez con una confabulación que ya prácticamente había tomado estado público. El general José María Paz, hecho prisionero tras el combate en Tío, Córdoba, el 11 de mayo de 1831, y que en 1839, merced a la benevolencia del Restaurador, gozaba de libertad bajo palabra en la ciudad de Buenos Aires, escribió en sus Memorias:

“Yo sabía positivamente de lo que se trataba, pues se obraba con tan poca reserva que he oído en un estrado hacer mención delante de dos señoras de los puntos más reservados”.

En la noche del 26 de junio el coronel Maza fue arrestado. En la noche siguiente, 27 de junio, el doctor Maza, solo en su despacho de la Sala de Representantes, fue asesinado por dos individuos mal entrazados a quienes un ordenanza entrevió en momentos que huían. El presidente de la Legislatura no fue fusilado ni degollado, como equivocadamente indican algunos cronistas del hecho, sino muerto a puñaladas. Los unitarios se apresuraron a adjudicar la autoría intelectual del crimen a Rosas, quien en 1869 escribió desde Southampton:

“[...] Los autores del asesinato del doctor Manuel V. Maza fueron de los primeros hombres del partido unitario. Cuando supieron que se preparaba a descubrirme con los documentos que tenía todo el plan de la revolución, sus autores y cómplices se creyeron perdidos si no hacían desaparecer sin demora al doctor Maza. Fue entonces que lo descubrieron a los federales exaltados como el principal agente de la conspiración, ligada y pagada por las autoridades francesas. Así que se empezó el sumario y me impuse de las muchas personas unitarias y federales notables que aparecieron figurando como autores y cómplices, lo mandé suspender, y pasados algunos días, ordené la ejecución del que, pagado, fue el ejecutor de ese espantoso asesinato. De otro modo habría sido preciso ordenar la ejecución de no pocos federales y unitarios de importancia [...]”.

En la madrugada del 28 de junio, a pocas horas del horrendo final del su padre, el coronel Maza era fusilado en el Fuerte. El complot del que se le consideró cabecilla en la ciudad de Buenos Aires, tenía ya ramificaciones en la provincia. Lavalle había demandado varios lugares seguros y opcionales para desembarcar con la gente que traería desde la Banda Oriental y para eso era necesario contar con la complicidad de estancieros con establecimientos a lo largo de la costa, desde el Tuyú hasta Dolores.

A fines de 1838 Maza visitó a Pedro Bonifacio Sabino Castelli hijo del vocal de la Primera Junta Juan José Castelli. Pedro Castelli había sido sargento mayor del regimiento que comandaba Maza y tenía una estancia en el Cerro de Paulino. Sobre este hacendado no se ponen de acuerdo los historiadores: Ángel Justiniano Carranza en su libro La revolución del '39 en el sur de Buenos Aires hace un retrato muy desfavorable del hombre y del dirigente en que los hechos le convirtieron, en tanto que Juan B. Selva, en su obra El Grito de Dolores comenta que Castelli era poseedor de una brillante foja de servicios. Sea como fuere, era para Maza un individuo de fiar por cuanto le confió el proyecto y lo agenció para la conjura. De ahí en más Maza, a quien no convenía ausentarse de Buenos Aires porque significaba perder su privilegiada posición de visitante habitual en la casa del Restaurador, con lo que ello implicaba para conocer los movimientos de éste, delegó en un joven, Jacinto Rodríguez Peña, la tarea de continuar reclutando hacendados con Castelli como consejero. Rodríguez Peña, integrante de un cisma de la Asociación de Mayo llamado El Club de los Cinco, cuyos otros miembros eran Enrique de la Fuente, Carlos Tejedor, Santiago Albarracín y Daniel Corvalán, solamente consiguió incorporar a Marcelino Martínez Castro, dueño de una estancia en Laguna de los Padres. Pero Martínez Castro resultó un elemento valioso para los conspiradores, ya que además de ofrecer sus tierras para el desembarco de Lavalle, se ocupó de atraer a otros hacendados. Así quedaron incorporados a la conspiración José Ferrari (Samborombón), Francisco Ramos Mejía y sus hijos Francisco, Matías y Exequiel (Kakel), Domingo Lastra y su hijo Domingo Fermín (Las Lagunas) y Felipe y Benito Miguens (Las Cinco Lomas).

Los hacendados conspiradores

El plan de Lavalle era un levantamiento simultáneo en la ciudad y la campaña, objetivo que quedó cancelado con la detención y fusilamiento de Maza, el arresto de los jóvenes del Club de los Cinco, y la precipitada huida a Montevideo de todos los que en la ciudad de Buenos Aires habían tenido alguna participación en la conjura. El 29 de junio, en tanto en el Cementerio del Norte, sin ceremonia alguna, eran enterrados los cuerpos de don Manuel Vicente Maza y su hijo Ramón, un grupo de alicaídos complotados llegaba a la Banda Oriental con auxilio de las naves francesas, llevando las malas nuevas, que de inmediato fueron transmitidas a Lavalle.

Es harto conocida la inestabilidad de carácter del jefe unitario, personaje de explosivos entusiasmos, veloces desalientos y riesgosas indecisiones. La noticia del fracaso del complot en Buenos Aires la recibió en la isla de Martín García, adonde se había trasladado el 2 de julio de 1838, amparado por los cañones de la escuadra francesa, junto con unos 160 hombres que hasta entonces acamparan en la falda del Cerro de Montevideo y estaban preparados para la invasión a la provincia de Buenos Aires.

Este movimiento de Lavalle obedeció a la feroz interna política que se desarrollaba en la Banda Oriental y en la que estaban mezclados los intereses de la Comisión Argentina, cuyo portavoz principal era el doctor Florencio Varela, y los del general Fructuoso Rivera, gobernante de facto del país luego de defenestrar al general Pascual Oribe. Rivera buscaba la manera de hacer la paz con Rosas —que le había apodado “El Pardejon“— y mal podía demostrar buena voluntad hacia el gobernador de Buenos Aires manteniendo en Montevideo una tropa armada pronta a invadir la Confederación Argentina.

En Martín García, proscripto de la Banda Oriental y carente de aliados en la ciudad de Buenos Aires, Lavalle se dedicó a lamentarse por la muerte del coronel Maza, estado depresivo del que pareció librarlo una misiva que le hizo llegar Pedro Castelli. En esa carta el hacendado del Cerro de Paulino reafirmaba su intención de facilitar al jefe unitario el desembarco en un punto de la costa, le aseguraba contar con gente amiga dispuesta a secundarlo y le solicitaba el pronto envío de armas.

Lavalle escribió con fecha 21 de julio a su secretario, Félix Frías, que seguía en Montevideo:

“Lo que ha sucedido en Buenos Aires me induce a hacer una observación: yo pensaba desembarcar en el Norte por la incertidumbre en que he estado desde el asesinato de Maza, pero estando libre Castelli me voy al Sur llevándome yo mismo las armas si las encuentro”.

Pero, luego de explicar su nuevo designio, Lavalle, como en tantas otras oportunidades, no hizo movimiento alguno para ponerlo en ejecución, limitándose a pedir consejo a amigos y subordinados. El doctor Julián Agüero, delegado de la Comisión Argentina, opinó que convenía invadir por Entre Ríos, en tanto el jefe de estado mayor, Cirinel Chiilavert, defendió la idea de desembarcar en Laguna de los Padres. Aún no se decidía Lavalle por un lugar u otro, cuando el ejército federal a las órdenes del general Pascual Echagüe cruzó el río Uruguay entrando en la Banda Oriental para derrocar a Rivera. Esto brindó al “León de Riobamba” un excelente pretexto para zanjar la cuestión. Con fecha 10 de agosto escribió al doctor Andrés Lamas, hijo del intendente de policía de Montevideo:

[...] Todo ha cambiado desde que el ejército enemigo ha pasado el Uruguay en el Salto y desde que encuentro cooperación en el gobierno oriental y simpatía en el pueblo. A mí me es indiferente empezar por una o por otra parte, pero no al pueblo oriental invadido. Yo tengo pues que obedecer a su interés, que es el interés de todos, el de nuestra hermosa causa. Querido, me voi a Entre-Ríos; en Buenos Aires se van a desesperar, pero así lo exije el bien público”.

De esta manera Lavalle se desentendió de los estancieros que aguardaban su desembarco en el sur de Buenos Aires, y al frente de lo que denominaba ampulosamente “Legión Libertadora” se hizo a la vela desde Martín García hacia la costa de Entre Ríos, transportado por buques franceses. A principios de septiembre todos los efectivos dispuestos para la invasión de Buenos Aires se hallaban en la provincia entrerriana, donde Lavalle lanzaba una proclama tras otra haciendo hincapié en que no llegaba con divisa alguna, pese a haber aceptado el transporte, las armas y el dinero —nada menos que 200.000 patacones, según documentos— por cuenta y orden de Francia. 

Castelli y los demás estancieros complotados, que ya llevaban dos meses aguardando el aviso de desembarco de Lavalle y comenzaban a desesperar, enviaron a Marcelino Martínez Castro a Martín García para que “fijara fecha”. Castro llegó a la isla los últimos días de agosto, encontrándose con que las tropas del jefe unitario ya se habían marchado y éste se disponía a imitarlas embarcando en el navío “Bordelaise”. Lo único que el hacendado de Laguna de los Padres pudo lograr fue una vaga promesa de acudir desde el Litoral con sus fuerzas en apoyo de la revuelta en el Sur, que Lavalle incitó a realizar pese a su ausencia.

En los sesenta días transcurridos desde el fusilamiento de Maza, Castelli se había visto obligado a tomar decisiones por cuenta propia, y recordando la insistencia de aquél en fortalecer la rebelión con militares, había mantenido conversaciones con los comandantes Pedro Lacasa, José Mendiola y Francisco Villarino, de la zona de Chascomús. Lacasa insistió en contactar al coronel Narciso del Valle, del Quinto Regimiento, con asiento en Dolores, y a coronel Granada, del Tercer Regimiento, que había sido menester mover de Azul a Tapalqué a causa de un malón perpetrado a ese pueblo de frontera el 20 de agosto por el indio blanco Baigorria, un antiguo oficial del general unitario José María Paz.

Al coronel Granada nadie osó irle con proposiciones y en cuanto a del Valle, se lo dejó de lado al aparecer en escena, por intervención del estanciero Juan Ramón de Ezeiza, el ex-Juez de Paz de Dolores y segundo comandante del Quinto Regimiento, coronel Manuel Rico. Lacasa, Mendiola y Rico —Villarino era comandante de cívicos— tenían dos rasgos en común: eran militares ambiciosos y se consideraban injustamente relegados de categoría. Rico detestaba a su superior del Valle y aspiraba no solamente a mandar su regimiento sino que sus miras estaban puestas en la comandancia general de la ciudad de Buenos Aires. Suya fue la idea de atraer a la conspiración al coronel Ambrosio Crámer. Crámer, de honroso historial, había nacido en Francia en 1792, integró el ejército de Napoleón Bonaparte y marchó al exilio tras la derrota de Waterloo en 1815.

Ambrosio Crámer

Llegó a Buenos Aires y ofreció sus servicios al gobierno patrio; le dieron un cargo en el Ejército Libertador del General San Martín, junto a quien participó en la batalla de Chacabuco, más tarde fue ayudante de campo del General Belgrano y en 1824 solicitó su retiro. Obtuvo el título de agrimensor y adquirió una estancia cerca de Chascomús, pastoral refugio de donde, en mala hora, vino a sacarlo el coronel Rico para ofrecerle el mando de la revuelta que se gestaba. Crámer aceptó poner su veteranía guerrera al servicio de los complotados, pero rehusó el liderazgo de los mismos, arguyendo que ello correspondía a un nativo de este país. En esas circunstancias quedó consagrado Pedro Castelli como jefe del movimiento, elección insólita por cuanto la lógica indicaba que para una revolución contra el poder central era imprescindible contar con la guía de un militar experto. Que Rico, Mendiola y Lacasa hayan otorgado la máxima jerarquía a un ex-sargento devenido estanciero siembra fuertes dudas sobre si los militares desleales no le estaban convirtiendo en el “cabeza de turco” de la insurrección. Estas sospechas se acrecientan ya que para entonces los tres militares conocían que, por gestiones del estanciero Antonio Pillado, se habían unido a la conjura otros dos coroneles, Juan Francisco Olmos y Zacarías Márquez, y dos comandantes, José Antonio López Calveti y Jacinto Machado, este último propietario de una estancia en proximidades de Chascomús. Así las cosas, hartos de aguardar las armas que Lavalle había prometido enviar desde el Litoral y de recibir mensajes del general instándolos a tener paciencia —“yo por el Norte y ustedes por el Sur nos damos la mano”, le escribía en tanto se alejaba más y más de la provincia de Buenos Aires—, hacendados y militares se reunieron a mediados de octubre en la estancia “El Durazno”, de Ezeiza, y decidieron iniciar la revuelta el 6 de noviembre.

Rico partió hacia Madariaga para tratar de incorporar al movimiento a un escuadrón de veteranos a sus órdenes, Lacasa se aproximó a Tapalqué para “tantear” a oficiales y soldados al mando de Granada y los estancieros reunieron sus respectivas peonadas para tenerlas dispuestas el día señalado. Como lo demostrarían los hechos, estos tres objetivos conformaron tres garrafales errores. El regimiento de Divisadero que pretendió sublevar Rico, justamente por estar compuesto de veteranos y no de bisoños, no aceptó sumarse a la rebelión, Lacasa hizo el viaje de balde, puesto que las tropas de Granada estaban enfurecidas por el daño causado en Tapalqué por los indios del unitario Baigorria, y los peones de las estancias pertenecientes a los conjurados no compartían las ideas de éstos y marcharon de mala gana con los rebeldes, por lo que, a la postre, no fueron de utilidad y generaron confusión.

En los mejores proyectos el diablo mete la cola y en el complot de los estancieros del Sur quiso el destino que alguien extraviara en plena calle del pueblo de Dolores una carta con detalles comprometedores. Quien la halló fue un guitarrero oriental, medio payador y medio delincuente, Juan Cuello, al que 40 años después le llegó la celebridad, al igual que a Juan Moreira, gracias a la pluma de Eduardo Gutiérrez. Cuello, buen federal, entregó la misiva al Juez de Paz, Manuel Sánchez, que a su vez la remitió al Restaurador. La respuesta, firmada por el general Corvalán, fue la orden de enviar engrillados al Fuerte de Buenos Aires a cuatro unitarios prominentes, a su elección. Simultáneamente, el Juez de Paz de Lobería, José Otamendi, recibió una nota del edecán de Rosas ordenándole detener al comandante Pedro Lacasa, a Pedro Castelli, a Juan Ramón de Ezeiza y a su propio hermano, Fernando Otamendi, que formaba parte de la conjura, lo que demuestra que el Restaurador tenía excelente información sobre las derivaciones de la conspiración de Maza en la provincia de Buenos Aires. Sánchez temiendo perder su cargo si no obedecía, y la vida si engrillaba a cuatro unitarios cualesquiera de la zona, ya que por la famosa carta conocía que se gestaba una revolución, optó por enviar una nota a Rosas solicitando le indicaran los nombres de los que debía remitir a Buenos Aires. Otamendi se apresuró a avisar a su hermano Fernando para que huyera, pero éste corrió a comunicar la nueva a Lacasa, quien a su vez informó a Castelli. Este último cabalgó frenéticamente hasta los Montes Grandes, donde se hallaba Rico, quien comprendió que ya no podía dilatarse el pronunciamiento. Junto con Castelli y otros complotados marcharon hacia Dolores, adonde llegaron en la madrugada del 29 de octubre. Se batió un tambor por las calles para convocar al vecindario a la plaza y cuando la concurrencia fue apreciable —unas 170 personas— Rico le dirigió la palabra en un discurso improvisado que los escritores de la historia oficial han titulado ampulosamente “grito de Dolores”. No está de más recordar que el primigenio “grito de Dolores” fue el pronunciamiento del cura párroco Miguel Hidalgo el 15 de septiembre de 1810, con el que comenzó la guerra de la independencia en México. Otro grito célebre fue el de Ypiranga, lanzado. por el regente Don Pedro el 7 de septiembre de 1822 y por el cual se declaró la independencia del Brasil. Pero si el “grito de Dolores” de Hidalgo es una proclama cuyo texto —que no ha variado en 190 años— se enseña en las escuelas mexicanas, y el “grito de Ypiranga” fueron tres decisivas palabras: “¡Independencia o muerte!”, el “grito de Dolores” del coronel Manuel Rico, al pasar de un historiador a otro, ha cambiado de manera notable. Según unos, la arenga de Rico fue: “Este pueblo heroico, cansado de tanta humillación y amenazado en vida y en los intereses de sus hijos, se pone en armas. Juremos todos no dejarlas mientras no hayamos dado en tierra con el amo y el último de sus esclavos. Patriotas del Sur, ¡viva la libertad! ¡abajo el tirano Rosas!”. Otra versión, menos épica, asegura que Rico se dirigió a la población de Dolores en estos términos: “Compañeros: Nos hemos reunido aquí con el objeto de elegir para el partido de Dolores un nuevo comandante militar y otro juez de campaña que respondan y apoyen el levantamiento de la campaña del Sur contra el gobernador don Juan Manuel de Rosas”. Existen otras versiones del “grito de Dolores”, cuyas primeras consecuencias fueron la redacción de un acta, la destitución del juez de paz Manuel Sánchez, el nombramiento en su reemplazo de don Tiburcio Lenz, la asunción del orador como nuevo comandante militar del partido, la rotura a puñaladas del retrato del Restaurador que ornaba una pared del juzgado, y el asalto a la estancia Las Víboras, de la familia Anchorena, para proveer a los insurgentes de gran cantidad de lanzas que allí guardaba el mayordomo, como recuerdo de los malones o para defenderse de éstos.

Rico despachó un chasque a Chascomús para comunicar a Villarino y a Mendiola que había sido necesario adelantar la fecha del alzamiento.Mendiola no perdió el tiempo: el 2 de noviembre convocó al vecindario en la plaza, hizo arrestar el Juez de Paz, Felipe Girado, leal a Rosas, lo reemplazó por el comandante de cívicos Jacinto Machado, procedió a hacer fusilar” un retrato y destrozar un busto de yeso del Restaurador que se hallaban en el juzgado, todo ésto luego de una arenga. La alocución de Mendiola también ha sido objeto de diferentes versiones y la más divulgada es la siguiente “Libres hemos nacido, libres queremos vivir, y si la suerte nos traiciona, quedaremos tendidos en el campo de honor con la muerte más linda, que es la que se sufre por la Patria”.

Crámer había llegado a Dolores y a la primera ojeada a las fuerzas rebeldes le espantó la desorganización que entre ellas existía y la carencia de armamento. A sus instancias, Rico envió partidas a saquear todas las estancias cuyos dueños no se habían plegado a la revuelta; de esta expedita manera fueron confiscadas armas y caballos y obligados, capataces y peones, a sumarse a los insurrectos. El efecto visual del paso por las poblaciones de huestes cada vez más numerosas de revolucionarios hizo que algunos estancieros apolíticos o decididamente federales prefirieran ofrecer su colaboración para evitar los latrocinios. En realidad, la mayoría de los presuntos rebeldes era rehén de unos pocos, y estaban bajo el mando de no más de una veintena de militares que, a excepción de los cabecillas, eran tenientes, sargentos o alfereces.

Por la costa hasta Quequén y en el interior hacia el Tandil había varios establecimientos que pertenecían a hermanos del gobernador. Esas estancias tuvieron un tratamiento especial por orden de Rico, según cartas de éste que luego fueron halladas y publicó La Gaceta Mercantil a mediados de noviembre. Una de las misivas, dirigida a Zacarías Márquez y fechada 3 de noviembre, decía textualmente: “Don Gervasio Rozas fue prendido por López (Calveti) y éste sorprendió “El Tala” tomando toda la gente de esos establecimientos, lo mismo que el armamento y municiones. A Camarones he mandado a Pedro Nanzo con una partida para que me traiga la gente de esas estancias, municiones, armas, etcétera...”. Esta carta fue enviada desde Chascomús, donde Rico había entrado ese mismo día 3 al frente de la vanguardia de sus tropas.

En tanto, Castelli, cuyo protagonismo como hipotético jefe del movimiento había quedado diluido a causa de las actuaciones de Mendiola y Rico, se dedicaba a escribir cartas buscando adherentes a la revolución y, lo más importante, procurando que Lavalle o los franceses vinieran en ayuda de los amotinados. Una de las cartas fue enviada al general Eustaquio (o Eustoquio, según otras grafías) Díaz Vélez, que hiciera la campaña del Ejército del Norte junto al General Belgrano. Se había expatriado en 1820 y regresó al país en 1822, dedicándose a administrar sus varias estancias cercanas a Chascomús. Castelli le ofreció el liderazgo de la revolución, aparente honor que Díaz Vélez se apresuró a rechazar pero, cuidadoso de sus bienes terrenos, ofreció su colaboración a la causa y marchó a unirse a la gente de Rico con sus peones.

El contraalmirante Leblanc, quien el 28 de marzo de 1838 declarara “el puerto de Buenos Aires y todo el litoral del río perteneciente a la República Argentina en estado de riguroso bloqueo por las fuerzas navales francesas”, también recibió cartas de Castelli instándolo a realizar un desembarco en la franja costera que, supuestamente, tenían los sublevados bajo su dominio y solicitándole que las naves de su mando facilitaran la llegada de exiliados que, seguramente, querrían acudir desde la Banda Oriental para sumarse a la revolución.

El Juez de Paz de Azul, don Manuel Capdevila, se enteró de lo sucedido el 29 de octubre en Dolores y de inmediato envió un correo a Buenos Aires notificando al Restaurador. Lo que este buen federal ignoraba es que el gobernante ya conocía lo que estaba ocurriendo en la provincia, pero tenía sus razones para tomarse su tiempo antes de ordenar reprimir la insurrección.

Mientras la vanguardia de los rebeldes salía de Dolores en dirección a Chascomús y, por orden de Rico y Crámer, las diferentes partidas enviadas a recolectar gauchos y armas tomaban el mismo rumbo, el coronel Prudencio Rosas, desde Azul, despachaba grupos de soldados para observar el engrosamiento de las filas revolucionarias.

El 1° de noviembre estuvo en condiciones de mandar un chasque a su hermano el gobernador informándole que los cabecillas de la revuelta contaban con alrededor de mil hombres que, a excepción de las dos compañías que integraban un regimiento de caballería sublevado por el coronel Olmos, eran a todas luces inexpertos y estaban mal armados.

Coronel Nicolás Granada

El correo llegó a Buenos Aires en la mañana del 2 de noviembre. Era lo que Rosas había estado aguardando antes de remitir órdenes de movilizarse a las tropas leales al gobierno. Los coroneles Granada, del Valle, Vicente González (Monte), Antonio Ramírez (Morón), Quesada (Mulitas) y Aguilera (San Vicente), fueron avisados de que los rebeldes se dirigían a Chascomús y partieron hacia allí con sus tropas. A Prudencio Rosas, que comandaba el 62 de Caballería, le aconsejó el Restaurador que esperara a que se le uniera la División del Sur al mando de Granada, la más numerosa y que disponía de armamento más moderno. Fue así como el coronel Rosas salió de Azul en la tarde del 3 de noviembre, al frente de mil cuatrocientos soldados, muchos de ellos veteranos de la Campaña del Desierto, y con Granada como segundo jefe.

Díaz Vélez había marchado a Tandil al frente de una partida compuesta por un capitán, dos alfereces y un centenar de peones, y logró apoderarse del fuerte Independencia. La escasa guarnición del fortín estaba justificada: la mayor parte de las tropas que lo custodiaban se hallaba de camino para reprimir a los rebeldes.

El 5 de noviembre Castelli arribó a Chascomús. Con él llegaron el resto de las partidas y los militares que se habían ocupado de expropiar gente, caballos y armas. Rico, Mendiola y Crámer llevaron al estanciero a inspeccionar el campamento rebelde —establecido mirando hacia el este y de espaldas a la laguna— presentándolo como el líder de la revolución. Ya les habían llegado informaciones acerca de los diversos regimientos que convergían hacia esa zona, de los cuales los más cercanos eran los de Prudencio Rosas y Granada, y el del coronel Vicente González, a quien apodaban Carancho del Monte, que tenía mucha y temible indiada de lanza en sus filas. La esperanza de los insurgentes estaba puesta en las armas que la Comisión Argentina remitía desde Montevideo, y Rico, sensatamente, aconsejó no presentar batalla hasta recibirlas. La vista del campamento pseudo-militar poblado por algo más de mil hombres aumentó el alboroto que originaron en Chascomús los episodios del 2 de noviembre. Doña Carmen Machado de Deheza, a quien varios cronistas describen como “distinguida niña chascomucense” o “dama patricia”, y que casualmente era hija del recién designado Juez de Paz, Jacinto Machado, brindó un espectáculo singular galopando entre las tropas a lomos de un caballo overo (pelaje formado por manchas blancas y negras), colocando una guirnalda de flores en el asta de la bandera que sostenía el joven Domingo Fermín Lastra y prendiendo cintas celestes sobre la pechera de militares y civiles de cierta categoría. Este acto desató la habitual cuota de emulación en el mundillo femenino y a otra dama se le ocurrió organizar un baile para homenajear a los cabecillas revolucionarios. En la noche del 6 de noviembre, mientras las fuerzas de los coroneles Rosas y Granada vivaqueaban en Ranchos, junto al río Salado y a ocho leguas de Chascomús, Crámer, Márquez, Rico, Villarino, Lacasa, Mendiola y otros oficiales, junto con los estancieros Castelli, Ramos Mejía, Gándara, Ezeiza, Barragán, Madero, Pillado, Ferrari, Mujica y Otamendi —según consigna una crónica posterior de los hechos— fueron agasajados con una velada danzante en la que menudearon los brindis por la victoria de las fuerzas revolucionarias.

Los jefes del movimiento no habían permanecido inactivos; luego de su llegada a Chascomús, enviaron correos a todo aquel que podía sumar fortaleza a la rebelión. Uno de los que recibieron carta fue el cacique Cipriano Catriel, que tenía su toldería cerca de Azul y cumplía lealmente su pacto de paz con Rosas. Le informaron que, tras el asesinato del Restaurador, Buenos Aires estaba en poder de unitarios y que las tropas de Granada y del Valle se habían plegado a esta revolución, aconsejándole que marchara con su gente en auxilio de las “fuerzas leales” reunidas en Chascomús. Estas falsas nuevas provocaron conmoción en los indios; Catriel se preparó para vengar la muerte de Rosas, y costó grandes esfuerzos al comandante Echevarría, al frente de la guarnición de Azul en ausencia del coronel Rosas, convencerlo de que había sido engañado.

El contraalmirante Leblanc recibió otras misivas de los insurgentes. Una de ellas, firmada colectivamente por Manuel Rico, Pedro Castelli, Tiburcio Lenz, Zacarías Márquez, Juan Ramón de Ezeiza, Jacinto Machado, Matías Ramos Mejía y otros, decía textualmente:

“Invocando la afinidad que reina entre los principios que nos animan y los de los súbditos de S.M. Luis Felipe, pedimos libre tránsito y un salvoconducto para que el portador de esta comunicación llegue al campo del general Lavalle.

Nos es grato comunicar al señor contraalmirante que no reconociendo los ciudadanos que suscriben ninguna clase de enemigo en el extranjero, esperamos que los puertos del Salado y del Tuyú que están en nuestro poder, abriguen cualquier pabellón ultramarino, por más enemigo que sea del tirano que domina nuestra patria”.

Con la sola firma de Francisco Villarino, el jefe naval recibió otra carta solicitando, en nombre de los revolucionarios, que barcos de la escuadra francesa se apostaran en la desembocadura del río Salado o en las costas del Tuyú, lo que hizo Leblanc.

En un despejado y temprano amanecer del 7 de noviembre de 1839 tuvo lugar el fin de la aventura. El coronel Rosas conocía que muchos soldados del regimiento que el coronel Juan Francisco Olmos remolcara a la insurrección no participaban de las ideas de su jefe. En el bando rebelde, Rico y Crámer se hicieron eco de rumores acerca de que Granada se sublevaría, aportando toda su división, lo que aseguraría el triunfo. Esta suposición de ambos militares se propagó por el campamento rebelde, ocasionando que, al aproximarse el ejército federal a un cuarto de legua de Chascomús, varios revolucionarios le salieran al paso vivando a Granada y recibieron la primera descarga de fusilería de la jornada.

Parte de la caballería de Olmos cargó contra los federales y la batalla se generalizó. Las tropas bajo el mando de Mendiola y Márquez siguieron a las de Olmos, para ser inmediatamente arrasadas por una embestida federal que también concluyó con la vida de ambos comandantes y, a los pocos minutos, con la del coronel Crámer. Tocó entrar en escena, y espectacularmente, a la indiada de lanza que trajeran el coronel Rosas y Granada desde Azul, no muy numerosa pero aguerrida y bien montada, que sembró desorden y terror en las filas rebeldes. Rico dio orden de cargar a la segunda compañía del regimiento de Olmos, pero ésta se negó a entrar en batalla y su capitán, Francisco Javier Funes, ató un pañuelo blanco en la punta de su sable en señal de rendición a las fuerzas leales. Sobrevino el ¡Sálvese quien pueda! Los peones compelidos a meterse en el entrevero tiraron las armas, otros se lanzaron al galope para alejarse de Chascomús y fueron muchos, militares y civiles, quienes cruzaron la laguna para ponerse a salvo. El combate duró menos de tres horas, si en ese lapso se cuenta el desbande en el campo revolucionario, éxodo que imitaron en el pueblo de Chascomús todos aquellos que habían participado de los agasajos a los rebeldes.

Batalla de Chascomús

Rico se destacó por su sangre fría y mente lúcida. En cuanto comprendió que la contienda estaba perdida para su bando, reunió alrededor de doscientos hombres: —algunos historiadores indican quinientos, otros ascienden la cifra a mil, o sea casi el total de las fuerzas rebeldes, lo cual es un disparate— y los condujo hasta las playas del Tuyú, donde el 9 de noviembre los recogieron los lanchones de la flota francesa para transportarlos a la Banda Oriental. Por esas ironías del destino, mientras los derrotados se embarcaban para el exilio, llegaba al Tuyú el navío fletado por la Comisión Argentina con las armas que tanto reclamaban los rebeldes.

En el campo de batalla quedaron más de cien muertos, y fueron tomados cerca de cuatrocientos prisioneros. El coronel Rosas, refiere Adolfo Saldías en su Historia de la Confederación Argentina, “dio inmediatamente libertad a estos últimos, haciéndoles saber que el gobernador de la Provincia prefería creer que habían sido engañados y obligados por la fuerza a tomar las armas, a castigarlos como rebeldes y traidores unidos a los franceses que hostilizaban la República”.

El principal responsable de esta traición a la Patria en los campos de la provincia de Buenos Aires, Pedro Castelli, huyó hacia el mar con la sola compañía de un asistente de color, de nombre Gabino. Al llegar a un monte en proximidades de lo que hoy es la localidad de General Lavalle, Castelli desmontó para descansar, en tanto Gabino merodeaba en busca de algo para comer. En esas circunstancias, pasó una partida de soldados del coronel Rosas que sorprendió y tomó prisionero al asistente, quien, asustado, se apresuró a indicar el lugar donde descansaba su jefe, y que éste era nada menos que el caudillo de la revuelta. Los soldados rodearon a CasteIli y uno de ellos, José Durán, lo degolló. La cabeza fue llevada al coronel Rosas, quien ordenó remitirla a Dolores y exponerla en la plaza pública en una pica de 7 metros de alto. Allí estuvo el macabro despojo hasta 1847, en que desapareció. Juan B. Selva, en su libro ya citado, El grito de Dolores, manifiesta que la cabeza de Castelli fue ocultada por una mulata correntina, Mama Pancha, y su hijo José, quienes la escondieron en un colchón y tiempo después la enterraron en terreno consagrado.

Entre los muertos en el combate de Chascomús figuraron los Lastra, padre e hijo, y el comandante López Calveti. Jacinto Machado huyó junto con su familia al Brasil, cometiendo la imprudencia de regresar en marzo de 1840 a su estancia Las Lomas, donde fue aprehendido por el comandante militar del partido trasladado a Dolores y fusilado en la plaza, El general Díaz Vélez dejó presurosamente el Fuerte Independencia tratando de llegar al Tuyú para embarcarse, pero fue interceptado por soldados federales y sometido a juicio en Dolores por un tribunal del que formó parte el repuesto Juez de Paz Manuel Sánchez. En Buenos Aires intercedió por él Mr. Slade, el cónsul norteamericano, quien consiguió que Rosas liberara al general y le permitiera exiliarse en Montevideo. Díaz Vélez regresó a cuidar de sus estancias en 1852, tras la batalla de Caseros.

Algunos de los insurrectos —los coroneles Rico y Olmos, el comandante Lacasa, los hermanos Francisco, Matías y Exequiel Ramos Mejia— se unieron a la “Legión Libertadora” de Lavalle, que peregrinó por el norte de la provincia de Buenos Aires para rumbear luego hacia Santa Fe, Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy, siempre perseguida por Oribe y las tropas de los gobiernos provinciales, y de derrota en derrota. El fin llegó para el jefe unitario de una forma impensada: el 9 de octubre de 1841 en San Salvador de Jujuy una partida federal pasó frente a la casa de un conocido unitario, Ramón Alvarado, y por diversión, disparó contra la puerta. En ese momento cruzaba un corredor tras la puerta el general Lavalle, quien, desoyendo el consejo de Félix Frías, había insistido en alojarse en la ciudad, y recibió un balazo mortal. Su séquito, en el que figuraba Lacasa, llevó sus restos, que fue necesario descarnar, a través de la quebrada de Humahuaca para enterrarlos en Bolivia.

Otros complotados volvieron a la chita callando con sus peones a sus estancias, alegando haber sido obligados a punta de fusil a seguir a los revolucionarios. Como esto era verdad en varios casos, hubo una suerte de amnistía para los civiles, de la que se beneficiaron algunos que habían adherido a la revuelta sin coacción de ninguna especie.

La rebelión de 1839 en la provincia de Buenos Aires ingresó a las páginas de la historia argentina con el título de “La Revolución de los Libres del Sur”. La única libertad que anhelaban los estancieros conjurados era la de vender tasajo a ultramar, algo que les estaba vedado por el bloqueo francés. Esta pérdida de ganancias originó disgusto contra el mandatario que rehusaba aceptar las condiciones impuestas por Francia para retirar su flota. Resentimiento que sirvió para captar a Pedro Castelli y a un puñado de terratenientes cuya avidez de lucro no reparó en que estaban en juego la defensa de nuestra soberanía y los legítimos intereses de nuestra Patria.

La codicia, de rango en los militares, de dinero en los hacendados, fue la causante de la revolución de 1839 en el Sur de la provincia de Buenos Aires. Todo lo demás, es historia oficial.