viernes, 1 de junio de 2018

Litografías de Bacle - Carreta de desembarque

  Publicado en el Periódico El Restaurador - Año XII N° 47 - Junio 2018 - Pags. 10 y 11 

Litografías de Bacle – Carreta de desembarque

Por Norberto Jorge Chiviló

 

Litografías de Bacle

La litografía “Carreta de desembarque”, es la N° 1 del Cuaderno 4, de “Trages y costumbres de la Provincia de Buenos Aires”. 

Desde la fundación del “Puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire” por Pedro de Mendoza en 1536 hasta el año 1889 en que se inauguró la primera dársena de Puerto Madero (dándose finalización a toda la obra el 31 de marzo de 1898) la ciudad careció de un muelle que permitiera hablar de un verdadero puerto que posibilitara el desembarco cómodo de mercaderías y de viajeros que arribaban por agua a Buenos Aires.

Hasta entonces, la playa extendida, la poca profundidad del río frente a la ciudad y los bancos de arena, impedían que los navíos pudieran acercarse a la costa para descargar mercaderías y pasajeros. Si bien ello era un inconveniente, también tenía sus beneficios pues ponía a salvo a la ciudad de ataques de piratas o fuerzas enemigas, que pudieren atacar por el río. Podemos recordar que durante la Reconquista de Buenos Aires en 1806, el navío inglés HMS Justine,  quedó varado por la bajante del río, en el lugar aproximado que en la actualidad ocupa la plaza Fuerza Aérea Argentina en Retiro y que en aquél entonces era río, y fue atacado por fuerzas de caballería al mando de Martín Miguel de Güemes, quienes pudieran abordarlo y apresar a su tripulación (ver ER N° 3 y 40)

Por todos esos inconvenientes, los navíos que arribaban de ultramar debían echar anclas lejos de la costa –en balizas exteriores- y el desembarco de mercaderías y pasajeros, debía realizarse en dos o tres etapas, en la dos primeras se hacía el trasbordo a barcas balleneras, que tenían fondo plano y una pequeña vela o chalupas o barcos de alije y por último, se volvía a trasbordar todo a carros, con altas ruedas, piso de tablas y el costado con barandas de caña, tirados por uno o dos caballos de gran porte y mucha fuerza. Cuando los equinos no hacían pie en el fondo del río, debían nadar arrastrando ese carro. Estas carretas no eran muy seguras y muchas veces los pasajeros sufrían mojaduras y contratiempos de todo tipo. Este medio primitivo e incómodo de desembarco hacía más fatigosas todas las tareas de trasbordo y traslado y por ello se encarecía el valor de las mercaderías y en realidad lo convertían en más costosos que la travesía del mar, además del mayor costo de los contratos de seguros, por los averías que podían sufrir las mercancías o su pérdida, como consecuencia del azar de los vientos, las encrespadas olas del río y las inclemencias del tiempo sobre todo en invierno, lo que convertía al desembarco en un gran problema.

De acuerdo al calado de los barcos que llegaban, por ejemplo uno de 16 pies debía anclar prácticamente a 5.000 metros de la costa, debiendo permanecer allí durante varios días para descargar y cargar mercaderías, meciéndose muchas veces en la superficie del río por los fuertes vientos y azotados por implacables olas, produciendo inconvenientes y malestares en las tripulaciones y ocasionando no pocos naufragios. Por ello el puerto de Buenos Aires era llamado por los marinos “infierno de los navegantes”.

En 1824, encontrándose al frente de la gobernación de la provincia el general  Martín Rodríguez, siendo Ministro de Gobierno, Bernardino Rivadavia, se gestionó un préstamo por un millón de libras esterlinas a la banca inglesa Baring Brothers con la finalidad de construir un puerto, dar aguas corrientes a la ciudad y promover la fundación de pueblos. Nada de eso se hizo y el país quedó endeudado hasta principios del siguiente siglo… y sin puerto.

En el año 1855 se realizaron obras que ayudaron a mejorar las cosas, con la construcción de la Aduana Nueva o Aduana Taylor edificada en hemiciclo aprovechando el foso del Fuerte y separada de la Casa de Gobierno por una calle, este nuevo edificio servía para el depósito y almacenaje de mercaderías. A su frente se construyó un muelle de madera dura que se adentraba en el río más o menos 300 metros. La Aduana Taylor fue demolida veinticinco años más tarde a raíz de la construcción de Puerto Madero. (1)

Muchos viajeros y de distintas nacionalidades, hicieron mención en sus relatos y memorias de ese primitivo medio de desembarco todo lo cual les llamó la atención, refiriéndose algunos de ellos con miedo, otros con asombro, y no pocos considerando el lado cómico, según como les fue su experiencia personal en ese traslado, que en más de una oportunidad se convirtió en una verdadera odisea. 

Cuando los hermanos Robertson arribaron en 1810 relataron en una carta: "Nada sorprende más al llegar por primera vez a Buenos Aires que los carros y los carreteros de la ciudad. Los primeros son vehículos de anchos ejes de madera y ruedas enormes, tan altas que solamente los rayos tienen unos ocho pies y se elevan muy por encima de los caballos y del conductor. Este último va montado sobre uno de los animales. Cuatro tablas anchas de madera clavadas entre sí forman un paralelogramo sobre el eje y a este paralelogramo se agregan cañas de bambú horizontales en el fondo y verticales a los lados, todo lo cual viene a constituir lo que se llama el carro”.

“El piso del vehículo tiene naturalmente aberturas muy perceptibles y el agua puede subir por ellas con toda facilidad. Las cañas verticales de los lados están a considerable distancia una de otra y sirven para sujetar los cueros que se ponen allí como para proveer de agarraderas al pasajero. La primera impresión que producen estos incómodos y rústicos carros, la experimentamos al desembarcar en la ciudad. Salen arrastrados por los caballos, como casillas de baño, una docena de estos carros, en dirección al hotel… Así salen con su carga en el vehículo que va dando tumbos sobre las toscas hasta que de pronto se hunde en un pozo bastante profundo, circunstancia ésta en que podéis estar seguros de salir empapados, porque a pesar de todos vuestros esfuerzos para evitarlo, el agua del río sube e través del piso de cañas y por lo menos el calzado, calcetines y pantalones se mojan inevitablemente”.

“Y por temor a un vuelco del carro acaba uno por olvidar cuanta precaución pueda tomarse para salvar la vestimenta. Al llegar a la orilla, siéntese deseos de formular una oración de gracias. Y, con todo, es maravillosa la destreza que los carreros exhiben al manejar los carros. Los caballos están atados de la cincha a una lanza corta por una correa de cuero trenzado y solamente con este rudo y sencillo aparejo los carreros de Buenos Aires hacen prodigios en el sentido de ir para un lado y otro, retroceder cuando quieren colocarse en un espacio reducido y avanzar en un camino -como lo hacen en la Aduana- entre una doble o triple fila de competidores".

Otro viajero, el inglés Williams Hadfield, que arribó al país en 1852, relató: "En varios aspectos, la apariencia de la ciudad no es muy halagüeña. Después de esperar durante dos horas al oficial, pudimos al fin desembarcar, y ¡que desembarco!, peor, seguramente, que el que encontraron los españoles en su primera visita, porque desde entonces, montones de barro petrificado se han ido acumulando en la orilla, formando verdaderas rocas, y los botes están obligados prácticamente a buscar a ciegas el camino, llegando tan cerca cómo es posible de la tierra. Más el procedimiento común para el desembarco de los viajeros es el ser llevados fuera del barco en una gran carreta abierta tirada por dos caballos, frecuentemente con el peligroso riesgo de caer al agua y verse empapados”. 

"Nada más calamitoso que ese desembarco, en una de las más hermosas ciudades de América, que no posee un solo desembarco, Muelle o Dique, aunque sí, un paseo muy hermoso situado en la margen del río y que sirve de solaz, siendo sin embargo muy poco frecuentado" (2).

"La vista del Puerto de Buenos Aires desde las azoteas de las casas es muy pintoresca. Se divisan barcos, tan lejos como alcanza el ojo humano. A la izquierda, hacia Palermo, se levantan numerosas residencias de muy hermoso aspecto; a la derecha, está el antiguo fuerte, luego la Aduana, depósitos de almacenes de diferentes clases; más allá lo que se llama la Boca, entrada de un pequeño río donde gran cantidad de barquichuelos cargan y descargan en perfecta seguridad. Pero algunas veces se dificulta esta operación por la acumulación de arena en la boca del río. Mirando más lejos aún, pueden divisarse cantidades de carretas yendo o viniendo a las pequeñas embarcaciones ancladas, siendo ésta la única manera de que pueda descargarse o cargarse las mercaderías, expuestas desde luego a mojaduras, ya que los caballos marchan casi siempre con el agua hasta el pecho, y las mismas carretas a veces se hunden en el fango. Es asombroso como puede llevarse a cabo cualquier clase de comercio con tanta desventaja".

Existen muchos otros relatos, pero por falta de espacio se escogieron estos dos.


Carreta de desembarque
El desembarco en Buenos Aires. Grabado de Emeric Essex Vidal

También debemos decir que muchos pintores y dibujantes de la época reflejaron en numerosas obras este primitivo medio de desembarco y además de esta litografía de Bacle, podemos mencionar a Emeric Essex Vidal, León Palliere, Julio Arienta, Gregorio Ibarra, Maurigio Rugendas, entre otros.


Notas:

(1) Sobre los restos de las galerías de la Aduana Taylor y del antiguo Fuerte, se instaló el Museo Casa Rosada algunos años atrás.

(2) Se refiere al Paseo de la Alameda o Paseo de Julio, remodelado por el Ing. Felipe Senillosa en 1846, por encargo del gobierno de Rosas.