REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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En el Archivo Americano y Espíritu de la Prensa del Mundo N° 28, del 30 de julio de 1846, se reprodujo un debate que tuvo lugar en la Cámara de Pares de Francia el 14 de enero de ese año sobre la intervención anglofrancesa, con comentarios de la Gaceta Mercantil y del Courrier du Havre.
Debates en la Cámara de Pares de Francia sobre los negocios del Río de la Plata
Sesión
de 14 de Enero
Estando
en discusión el proyecto de contestación al discurso del trono, se empeñó el
debate sobre los negocios del Rio de la Plata.
Después de una violenta diatriba del Conde de Saint-Priest, llena de falsedades y calumnias, tantas veces refutadas, y siempre reproducidas con una imprudencia extraordinaria, tomó la palabra -
El Sr. Marqués de Gabriac - Señores, difiero completamente del honorable preopinante en las dos cuestiones de que he tratado: la tocante a los negocios del Plata, y la conducta del ministerio en esos negocios. Tocaré desde luego la primera cuestión.
Dos
poderes y dos intereses están en lucha sobre las riberas del Plata, Dos
poderes: por una parte Rosas a la cabeza de Buenos Aires, y Oribe gobernando
ocho departamentos de los mueve de que se compone la República del Uruguay; y
de la otra, el gobierno, encerrado en las murallas de Montevideo. Ved ahí la
lucha americana. Dos intereses: los franceses establecidos en la Banda
Oriental; los de Buenos Aires, y una parte de aquellos de Montevideo llamados
neutrales, y no armados, contra un cierto número de franceses establecidos en Montevideo,
y armados a favor del gobierno actual de esa ciudad. Ved aquí la lucha francesa.
Examinemos ante todas cosas el estado de la lucha americana.
Señores,
el honorable preopinante, en el discurso tan detallado y tan interesante que
acaba de pronunciar, nos ha sin embargo recordado el primer origen de esta
lucha. Este se remonta a los tiempos primeros, pero aún, poco distantes de la
fundación de la independencia. Sus fundadores querían un poder central y firme
que reputaban indispensable para la civilización de su país. Se llamaban Unitarios. Pero las grandes distancias,
la falta de población, la afición a la Independencia local de los españoles, y
el mismo impulso comunicado a estos pueblos por el éxito de la lucha de la
independencia, favorecieron sobre las riberas de la Plata, en la Confederación
Argentina, la tendencia del partido opuesto a localizar el poder a ejemplo de
los Estados Unidos del Norte. Estos se han llamado Federalistas. Los unitarios prevalecieron hasta 1828. Pueyrredón y
Rivadavia han ennoblecido este partido. Pero a consecuencia de un tratado
vergonzoso concluido con el Brasil, aunque fue desconocido tan pronto como
concluido, el partido Federalista fue preponderante; y cuando su Jefe Dorrego
fue sorprendido y fusilado por el general unitario Lavalle, Rosas, amigo de
Dorrego, fue su sucesor y su vengador. Desde entonces el partido unitario
derrotado en Buenos Aires y en las provincias, fue por un instante resucitado,
o más bien galvanizado por nosotros en 1838. Rivera tan pronto brasilero, como español,
como unitario, como federalista, y con este motivo llamado Pardejón u hombre
pardo, fue uno de los jefes de ese movimiento unitario, que abatanado dos
veces, vencido en Arroyo Grande y en India Muerta, ha venido a encerrar sus
restos en Montevideo.
Esta
es pues en substancia la conclusión de la lucha entre el partido unitario y el
partido federalista a la cual ayudamos. Cuál es el partido cuyo éxito puede
asegurar la paz? Esta es la cuestión.
Ahora
bien, según mi opinión, el buen éxito del gobierno de Montevideo no puede
darnos la paz. Aun cuando fuese momentáneamente victorioso, nada se habría
concluido. Porqué? Porque a cualesquiera le es posible hacer la guerra asistido
de una facción; más no todo partido puede dar la paz. Se precisa para
conservarla, a la par de la mejor voluntad, un poder un dominio sobre el país,
sobre los ánimos, que la nacionalidad solo puede dar. Y el Gobierno de
Montevideo no tiene esta nacionalidad.
Puede llamarse un gobierno nacional, aquel que, en su propio país, no quede subsistir sino con el auxilio de escuadras extranjeras, de caudales de un inglés rico, y de los brazos de pobres Franceses?
Escuadras extranjeras. Qué sería del Gobierno actual de Montevideo, si desde 1843, el almirante inglés Purvis, no hubiera tomado su defensa, no hubiera prohibido a cañonazos al almirante argentino Brown el bombardear a Montevideo; no lo hubiera obligado a restituir a ese gobierno la isla de Ratas, que los argentinos habían tomado en el interior de la rada de Montevideo, y a restituirle aun la pólvora y municiones que allí se encontraban, como pertenecientes a propietarios ingleses? El almirante Purvis suministró además a Montevideo ingenieros para reparar sus fortificaciones, y aún vacas y carne fresca. El almirante Lainé, por su parte, rehusó en enero de 1845 el permitir que el almirante Brown bloquease vigorosamente a Montevideo, diciendo que debía consultar a su gobierno. Ved aquí parte de los auxilios extranjeros a los cuales el gobierno de Montevideo ha debido la conservación de su existencia.
He
dicho un inglés rico, o un jefe de una sociedad de capitalistas ingleses,
segundo auxilio. El gobierno de Montevideo ha convertido todo en dinero. Ha
vendido cuanto ha podido de propiedades públicas. Algunos derechos de privilegio;
los derechos de aduana hasta 1845; después hasta 1848, que se yó? La plaza de
la catedral, las antiguas fortificaciones por el término de veinte años, las
Islas de Flores, Lobos y Gorriti. Ha vendido hasta el palacio de la
representación nacional, hasta los derechos de navegar, durante quince años en
el Uruguay. ¡Qué es lo que no ha vendido! Ha sido pagado, mitad en dinero,
mitad en harina, Ha hecho negocios ruinosos. Pero, como ningún otro gobierno montevideano
querrá ratificar tales ventas, se ha asegurado de la buena voluntad de los
capitalistas ingleses, quienes a su turno, han movido en favor de ese gobierno
las bolsas de Liverpool y de Londres, y han concluido por acarrear la
intervención.
Finalmente,
los brazos de pobres franceses han servido maravillosamente al gobierno
Montevideano. Esto nos conduce al asunto de la legión, sobre cuya formación soy
de opinión diferente a la del Sr. Conde de Saint-Priest. El la atribuye a los
temores que inspiraba Oribe, y a las medidas del cónsul. Yo no convengo en eso.
Sin duda que el temor de un asalto por Oribe, y del desorden que en tal caso
podrían ocasionar, ya los vencedores, si fuese tomada la ciudad, o la
guarnición, bien poco segura de Montevideo, compuesta en parte de negros y Condottieri de todas las naciones, bien
que inspiran muy poca confianza; este temor, digo, hizo pensar en las medidas
de defensa: pero esos medios, aquellos al menos a los cuales se adhería el cónsul,
eran la designación de ciertos lugares, de ciertos barrios neutrales, adonde
los franceses sin armas se refugiarían, y serían custodiados por marinos de la
escuadra. Pero el que reúne al pueblo, lo amotina, se ha dicho.
Aprovechándose
de esta agitación, el gobierno de Montevideo, privado de defensores, ejercía su
influjo sobre los pobres artesanos franceses, que el sitio dejaba sin trabajo,
por el intermedio de algunos franceses ardientes por la resistencia. Los mismos
que habían protestado en aquel tiempo contra el tratado hecho por el honorable
Ministro de la Marina, el Sr. Almirante Mackau. Estos se dirigieron entonces a
un gran número de esos pobres artesanos que carecían de pan, para formarlos en
regimientos en favor de Montevideo: y como el gobierno por su parte no tenía
soldados, estas dos miserias reunidas han producido la legión, cuyo verdadero
origen es ese. También es cierto, después de esto que el gobierno montevideano
empleó toda clase de seducción para aumentarlos, dando a estos legionarios no
solo las raciones, sino también el privilegio, si no de derecho, al menos de hecho,
para no pagar ni sus alojamientos, ni sus deudas; y perseguían con mil rigores,
como lo ha referido muy propiamente el Sr. Ministro de Negocios Extranjeros en
otro recinto, a los franceses que no querían enrolarse, o que disuadían a sus
compatriotas del enrolamiento. De esta manera, por temor de que Oribe, decían,
no se apoderase de sus vacas, se las quitaban, comiendo su carne, y vendiendo
sus cueros sin indemnización para los dueños. Se les quitaba sus tejas, sus
ladrillos, sus maderas para las fortificaciones, sus negros para la guarnición,
sus alojamientos para la gente de tropa, en necesidad, sin contar los
vejámenes, los insultos, y algunas veces las prisiones.
Pues
bien, Señores, ¿es un gobierno nacional aquel que, por tales medios, concluye
por reclutar un ejército tan poco nacional como aquel, del cual voy a
presentaros el estado, y que componía el 24 de mayo último la guarnición de
Montevideo?
Orientales 419 / Negros esclavos 615 / Franceses 1,554 / Italianos 500 / Españoles 715 / Varios 300 / Totalidad 3,503
Ejército,
en el cual la gente del país figura por una novena parte! ¿Es un gobierno
nacional aquel que reclama contra un bombardeo, porque, las bombas, dice,
caerían casi todas sobre edificios de extranjeros y sobre todo pertenecientes a
ingleses?
¿Es
un gobierno nacional, el que ha consentido, en favor de capitalistas
extranjeros, tales enajenaciones de posesiones de tierras públicas, que no
podría subsistir conservándolas, o que le sería preciso arrancar para ellas
indemnizaciones ruinosas de su pueblo, si él no las tuviera? ¿Es, finalmente,
un gobierno nacional, propio para conservaren un país tan profundamente
agitado, para conservar su dominación y la paz, el representante de un partido
vencido, que solo deriva su existencia y su defensa del extranjero?
No,
Señores, ciertamente no: el gobierno actualmente encerrado en Montevideo,
siendo tan poco nacional, no puede darnos la paz que anhelamos. Ah! Si
tuviésemos las miras que tuvieron los ingleses sobre las Indias, o los rusos
sobre la Polonia, sería diferente: proteger al gobierno actual de Montevideo
sería muy útil a un plan de conquista. Nada más conveniente que el sostener
entonces al partido más débil, más impopular en un país, Como ese partido no
puede prevalecer por sí solo, como está incesantemente atacado, incesantemente
en peligro, presenta incesantemente, bajo pretexto de socorrerlo, oportunidades
a un poder ambicioso para repetir sin cesar una mediación armada, que acabaría
por volverse una mediación conquistadora. Pero con miras tan puras, tan desinteresadas
como las vuestras, un sistema tal nada vale; y no puede servirnos sino para
hacer lo contrario de lo que deseamos; es decir, para implicarnos sin cesar en
las contiendas de ese país, y por nuestra mediación misma a eternizar la guerra
allí. Esto es lo que yo pienso, Señores, de las consecuencias del triunfo de
Montevideo, de una de las dos potencias que están en lucha en el Rio de la
Plata, yo lo consideraría como un obstáculo a la paz. Veamos lo que podemos
esperar de la otra.
Aquí,
Señores, lo diré a mi riesgo y peligro, lo diré bajo el fuego de los anatemas
del honorable preopinante contra el General Rosas; el triunfo de Rosas me
parecería a mí el triunfo de la paz. Es quizás un error, pero tengo la profunda
convicción de que es el único hombre capaz de afianzarla sobre las riberas del
Plata.
Después
de lo que se ha dicho en los periódicos, esta opinión parece tener algo de tan
paradójico, que me es preciso, lo conozco, entrar ante todas cosas en algunas
explicaciones, sobre esa seria acusación de horrible crueldad, que se intenta
contra Rosas; y por vía de prólogo, pregunto, si se lisonjea uno, con que los
descendientes de una nación tan orgullosa y tan violentamente apasionada como
la nación española; si se lisonjea uno con que los hermanos en América de los
Minas y de los Nogueras en España, empleen en los furores de sus guerras
civiles una conducta mucho más benigna, legal, humana, que estos en sus
discordias en el seno de la Europa? Pregunto en seguida al honorable
preopinante si cree que los actos de crueldad que han echado en cara a Rosas y
a Oribe, suponiéndolos positivos, son el privilegio de ese partido, del partido
federalista, y si piensa que el partido unitario no tiene otros iguales que
reprocharse? Qué, tocante a los asesinatos de generales y gobernadores de las
provincias, los de Dorrego, de Quiroga, de Villafañe de la Torre, de Heredia,
muertos atrozmente en Buenos Aires o en las provincias, no son acaso la obra
del partido unitario? No se ha querido hacer el ensayo de una pequeña máquina
infernal contra Rosas? ¿Son por ventura los federalistas solos, los que matan a
sangre fría prisioneros? ¿No han sucedido casos iguales en la Tablada, en
Córdoba, en Chancay, obra de los unitarios? ¿No hizo fusilar en Mercedes diez y
seis o diez y siete prisioneros un ministro de la guerra del actual gobierno de
Montevideo? ¿No ordenó el gobierno actual de Montevideo, por un decreto, con
fecha 6 de Febrero de1843, que los prisioneros con la divisa oribista fuesen
fusilados por la espalda como traidores? ¿No se volvió a publicar ese decreto
en el mes de julio último? ¿Han faltado a esa legislación casos para su
aplicación?
Pero,
lo que es peculiar, creo, de los montevideanos es que no solamente practican,
estos actos, sino que, permítaseme la expresión, los erigen en dogma. Sirven,
me dicen, para, recomendar la aplicación de máximas de la Convención, Lo que es
cierto, al menos, es que tengo en este momento en la mano este librito azul,
obra de un redactor del periódico el Nacional
en Montevideo, y que en él encuentro, que es
obra santa matar a Rosas. Siguen textos de Séneca, de los cuales deduce que
se puede seducir la mujer, o cortar los días de un tirano, sin hacerse culpable
de un adulterio, o bien de un homicidio verdadero. Exhorta, en consecuencia, a
las mujeres de Buenos Aires a que se entreguen al tirano, armándose de un puñal
mojado en un veneno sutil, en el ácido prúsico, por ejemplo, para atravesarle
el corazón y envenenarlo al mismo tiempo en un momento de lascivia. Pues no se
adelanta hasta dar tal consejo a la hija misma de Rosas, a aquella que llama la
infame Manuelita, asegurándole, que si ejecuta tal acción, cesará de ser
infame, para pasar al rango de las mujeres sublimes como Judit, o Carlota
Corday. Ved aquí la moral, o más bien los furores insensatos del espíritu de
partido en esos países! ¿Se debe después de esto dar gran fe a las acusaciones
de semejantes hombres contra Rosas? Pero corramos un velo, Señores, sobre
semejantes infamias. Tenemos para juzgar a Rosas hechos más positivos, más
verdaderos.
Señores,
de este modo, como ya creo haber hecho la observación, ese gran país de la
América española, ha estado, y aún está tan violentamente agitado por el
espíritu de independencia, que no solamente cada provincia quiere ser un
estado, cada ciudad una capital, sino también, qué cada ciudadano quiere ser
presidente, gobernador, dictador; y que, como es consiguiente, nadie puede
serlo mucho tiempo, sean cuales fueren sus servicios, o sus aptitudes. De esta
manera, ni los mismos fundadores de la libertad Hispano-Americana han podido
conservar el poder.
El
mismo Bolívar, el Libertador, murió en el retiro y aislamiento; su amigo Sucre,
vencedor de Ayacucho, murió a consecuencia de heridas que le hicieron los peruanos,
a quienes había libertado. En la Plata, Pueyrredón y Rivadavia, a pesar de sus
talentos, fueron expulsados; y si no me equivoco, en momentos en que Rosas tomó
el gobierno en la Confederación Argentina, tanto en Buenos Aires como en las
demás provincias, treinta y nueve revoluciones, habían tenido lugar en esos
países.
Rosas
solo ha podido hacer frente. Solo él, de todos los hombres de estado americanos,
ha gobernado cerca de diez y ocho años, en medio de guerras las más peligrosas.
¿Creéis que sea únicamente por razón de la sangre que ha derramado? ¿Qué sea
porque haya tenido maneadores de caballo de piel humana en su caballeriza, como
lo han dicho los montevideanos, o fuentes con orejas humanas sobre el piano de
su hija como lo ha dicho há pocos momentos el honorable Conde de Saint Priest?
No, Señores, no! se puede dominar algún tiempo por la crueldad y la violencia;
pero no se conserva mucho tiempo el poder sin equidad y sin justicia, sobre todo
en un país tan agitado, tan inestable, tan inconstante como el de las riberas
del Plata, y adonde se podría decir, que no solamente soplan los vientos, sino
también los huracanes de la libertad.
Rosas
ha tenido la vida más larga de hombre alguno del poder que hasta hoy día haya
existido en América, porque ha hecho a su país de esa clase de servicios que
presuponen a la vez vigor, inteligencia y equidad. Encontró a Buenos Aires y
las provincias asoladas por las guerras civiles; en las ciudades ladrones y asesinos;
en el campo salteadores y tiranuelos; el país arruinado, el peso papel del
Estado a 17 centésimos, los extranjeros asustados, y el comercio destruido. Ha
contenido a los asesinos, a los tiranuelos, a los caciques salvajes, a dos patagonenses;
ha alentado el comercio, casi apagado las guerras civiles; se ha podido andar
en Buenos Aires de día y de noche, ha restituido al comercio y a la agricultura
la seguridad de que precisaban, y ha severamente atajado los desórdenes
financieros. Sin duda ha hecho triunfar el sistema federalista, pero tal es el
deseo del pueblo; y es tanto más meritorio para el gobierno de Buenos Aires,
cuanto que en el sistema unitario, era el centro de poder en toda la
Confederación. Esta es la razón por que ha sido conservado, y tan vivamente
sostenido en el primer puesto: ved aquí, como ese hombre sin el prestigio de
las tradiciones, y a pesar de tantos enemigos, excita entre sus partidarios
tanta adhesión, tanto entusiasmo! Aunque nos sea permitido encontrarles mal
gusto, no por eso es menos cierto que su duración de por sí demuestra su poder
de orden, y su utilidad para conservar la paz.
Pero,
en mi concepto existe un hecho que protesta por nosotros, de una manera más
fuerte aún, y más decisiva contra las imputaciones dirigidas contra él; y es,
que sobre una población de cerca de 6 a 7,000 franceses encerrados en la ciudad
de Montevideo antes del sitio, cerca de 2,000 que quisieron permanecer
neutrales, y evadir el mal tratamiento del gobierno de Montevideo, se fueron a
refugiar, ¿a dónde? precisamente, a Buenos Aires, en lo del tirano, en lo del
Nerón de la Plata; lo prefirieron al Bruto de Montevideo. Pienso, pues, que
Rosas es de los dos combatientes aquel, cuyo triunfo puede garantizarnos la
paz, y la duración de la paz. Pienso, que si, como el honorable conde de
Saint-Priest parecía desearlo há pocos momentos, derribásemos a Rosas, haríamos
en las riberas del Plata el mismo servicio que las grandes potencias rindieron
a la Siria en 1840. Entonces también se le compadecía por la duración del yugo
de Mehemet. Pero la paz, el comercio y la agricultura florecían allí. A pesar
de los sabios consejos de la Francia, la dominación de Mehemet ha sida arrojada
de la Siria, y los efectos deplorables de la anarquía no han tardado en hacerse
sentir, y vienen, a veces a despertar un interés doloroso en este recinto. Lo
mismo sucedería, creo, con el país argentino, si se voltease a Rosas.
Ahora,
pues, habéis podido balancear los dos platillos de la balanza adonde he
colocado de un lado a Montevideo, y del otro a Rosas. ¿Creéis que convenga
anhelar el triunfo de Montevideo?
Pero
mi honorable adversario dice, que Rosas quiere apoderarse de Montevideo. Sin
embargo, ¿qué prueba de ello da? Ninguna, que yo sepa. Sin duda que Rosas no
quiere, sobre la ribera opuesta de la Plata, un gobierno unitario; es decir
enemigo. Pero la prueba de que él no piensa en la anexión de Montevideo a la
Confederación Argentina, es que sostiene con todas sus fuerzas. A quién? A un oriental,
Oribe; un hombre que posee el favor de los principales propietarios; un hombre,
que en la época la más libre y la más tranquila de la República del Uruguay,
fue nombrado Presidente de la República en 1835, a quién Rosas reconoce por
único presidente legal de aquel país, y a cuya disposición ha puesto tropas con
la facultad de conservarles o de devolverlas cuando no precise de ella más.
Esta no es la marcha de un conquistador de la Banda Oriental.
Además
de que la independencia de la Banda está consagrada por tratados. Pero, a este
respecto, deseo hablar de una interpretación que se da a este artículo, y el
cual me parece abusivo.
Se
le dice a Rosas: Haced retirar vuestras tropas de la Banda, porque estáis
ligado por la promesa de respetar su independencia. Señores, no es entender con
demasía la garantía dada por este articulo? Sabéis que estipuló la
independencia bajo esta restricción.
“Salvo
en todos casos los derechos de la justicia, del honor y de la seguridad de la
Confederación Argentina”.
Acaso
se podrá ya decir que esta restricción hace la garantía ilusoria, Pero aún hay
más, es cierto que solo se garante aquellos que uno dirige, y que se colocan
bajo la condición supuesta de la garantía. Aquí esa es la paz de Montevideo.
Aún más todavía, es Montevideo, aun es su presidente Rivera quien, según Oribe,
elegido no legalmente, como se ha dicho, pero por la fuerza, y muy ilegalmente,
es Rivera quien en 1839 declaró formalmente la guerra a Buenos Aires, y trató
de atacar su territorio. Puede entonces invocarse la garantía, sobre todo en el
sentido en el cual, acabo de hablar? De este modo, por ejemplo, las cinco,
grandes potencias han garantido la neutralidad de la Bélgica; pero es
evidentemente con la condición que ella misma no atacaría primero a otra
potencia. Y que diría la Francia si la Bélgica, habiéndole declarado la guerra,
si el ejército francés después de dos sangrientas victorias, llegase delante de
Bruselas, y que se nos intimase la orden de retirarnos, porque hubiéramos
garantido la neutralidad de la Bélgica? Sería esto soportable? Digo pues, que
la pretensión de hacer retirar las tropas argentinas invocando el artículo 4°
no me parece admisible, y que la presencia de esas tropas no es un indicio de
voluntad de conquista por parte de Rosas sino únicamente del deseo de
reemplazar en Montevideo por medio de Oribe, el sistema federalista, al sistema
unitario, y Rivera a quien Rosas considera como un intruso.
Después
de haber de éste modo examinado la cuestión de la lucha americana; llego a la
lucha francesa. Quienes son los actores de ella? Ved aquí su estadística.
Había, creo, en la ciudad misma de Montevideo antes de la guerra de 6 a 7,000
franceses. En los alrededores y en los campos de la República Oriental 8 a
10,000 y 4 a 5,000 en Buenos Aíres.
Como,
pues, se repartieron estos 20 a 22,000 franceses en tal proporción que
contemplasen la lucha existente entre Montevideo por un lado; y del otro Oribe
y Rosas? Si doy fe a los informes que he tomado de personas que han estado en
esos parajes, habría por Montevideo la legión que nunca alcanzó un guarismo más
alto que el de 1,500 a 1,600 hombres. Después, 3 o 400 personas más. En todo
como 2,000. El resto en Montevideo mismo, y con más fuerte razón en la Banda
Oriental y en Buenos Aires, anhela ardientemente la caída del gobierno actual de
Montevideo, y la entrada de Oribe, como la única buena solución posible de esta
grave cuestión como el único modo de obtener la paz y de concluir el negocio.
Sabéís que numerosas peticiones se han dirigido a las autoridades francesas y al gobierno francés, procedentes de Buenos Aires, de la campaña de la Banda Oriental y de Montevideo mismo, quejándose de la obstinación de aquellos de nuestros compatriotas que sostenían un gobierno que ellos llamaban agonizante y moribundo, exigiendo aun armas para los combatientes. Ahora bien, yo no juzgo que hayan sido escritas, como se ha dicho, bajo el cuchillo de Oribe, desde que Oribe rehusó armarlos. No es pues bajo su dictado ni el de Rosas que han sido trazadas.
El Señor Conde Alexis de Sait-Priest - En que época socedió eso?
El Señor Marqués de Grabiac - Fue en 1844. El Sr. Picho por su parte, de quien el Sr. Ministro de Negocios Extranjeros ha hecho un tan justo elogio en otro recinto, el Sr. Pichon quien recibía a veces tratamiento harto duro y harto inmerecido por parte de los franceses armados en favor de Montevideo, el Sr. Pichon no obstante los ha protegido de dos maneras, induciendo a oribe a negarles armas a los franceses de la Banda; y en seguida consiguiendo de oribe un convenio cuyo artículo 4° está concebido como sigue:
“Ningún francés será molestado por sus opiniones y actos políticos anteriores a la entrada de las tropas sitiadoras o de sus jefes en la ciudad de Montevideo”.
Esto
sirva de contestación, aunque algo tarde, a lo que se ha dicho há pocos
momentos por el honorable preopinante, con motivo de los temores manifestados
por los franceses al acercarse Oribe, a consecuencia de su proclamación. Los franceses,
en primer lugar, pudieron no haber tomado las armas, y en tal caso no tenían
nada que temer de Oribe; en segundo lugar, aun cuando las hubiesen tomado,
estaban defendidos por él artículo 4° que cabo de citar.
En
tercer lugar, el interés de Oribe les garantía el cumplimiento de sus promesas
en caso que hubiese entrado; porque, habiendo sido expulsado en 1838 por la
escuadra francesa cuando estaba en Montevideo, sabía por experiencia que tan
difícil como sería alcanzarlo en la campaña y tan vulnerable sería por la
escuadra mientras estuviese en la ciudad.
El Conde Alexis de Saint Priest - Oribe no estaba en Montevideo, lo sitiaba.
El Sr. Marqués de Gabriac - Ciertamente, lo sitiaba; pero fue para en el caso que hubiese tomado la ciudad que M. Pichon obtuvo de Oribe la promesa de que ningún francés sería molestado por haber llevado las armas contra él.
Vuelvo a la estadística con la cual ocupaba la atención de la Cámara. La mayoría, la muy grande mayoría, una mayoría de 18 a 20,000 franceses contra una de 2,000, ardientemente desea la caída de Montevideo. Tengo toda razón para creer que este sentimiento más bien se ha exaltado que no enfriado, desde que nuestra expedición hace temer una nueva prolongación de la guerra; y un periódico de Montevideo del 9 de agosto último contiene una nueva petición de los franceses de la Banda, quienes, dicen ellos, reducidos a la desesperación, exigen de nuevo armas contra sus compatriotas legionarios en Montevideo, que sostienen la guerra.
Pero
lo que es de observarse, al balancear estos dos partidos de franceses de
interés tan dividido, es, no solamente la superioridad del número de aquellos
que hacen votos contra el gobierno actual de Montevideo, sino lo que es más,
permitidme la expresión, la superioridad de su conducta, su sumisión a su
gobierno, su obediencia a las leyes, negándose a enrolarse bajo el pabellón, y
a tomar parte en las contiendas de los extranjeros. Así según la carta dirigida
por el Sr. Ministro de Negocios Extranjeros al Sr. Conde de Sainte Aulaire con
fecha 21 de enero 1845, y comunicada a la Cámara, esos franceses son según
varias expresiones, los objetos de la solicitud de nuestro gobierno, y habla de
ellos particularmente de estos términos —
“No
queremos permitir se consume la ruina de aquellos de los franceses, que han
permanecido fieles a su obligación, y que reclaman con instancia nuestra
protección en la desgraciada y tan peligrosa situación en la cual la obstinada
ceguedad de una parte de sus compatriotas ha tanto contribuido a colocarlos”.
Señores,
cual es el resultado a que me conduce este examen? Debo yo acaso decirlo? Es a
creer que la paz no podrá conseguirse sino por la disolución del gobierno
actual de Montevideo.
Puedo
equivocarme. Quizás se encuentren términos medios, quizás se obtenga una libre
emisión de todos los votos válidos en la República del Uruguay; lo deseo aún
más de lo que lo espero, y me parece difícil, a decir la verdad, que en
presencia de tantas pasiones ardientes y armadas, las cosas puedan suceder de
una manera tan legal y regular.
Ahora,
pues, que he concluido de impugnar la opinión del Señor Conde de Saint-Priest
relativa a lo esencial de la cuestión, haré una observación sobre una de las
críticas que ha dirigido a la conducta del ministerio. Deploraba que fuese en
ocasión de mandarse la escuadra inglesa, que nuestro gobierno se hubiese
determinado a hacer una expedición igual.
Señores,
la Cámara comprenderá, según la opinión que acabo de emitir, que por lo que a
mí toca, habría deseado que el negocio terminase por la observancia de una
neutralidad rigorosa, antes que por una intervención.
Temo,
lo confieso, las intervenciones, porque introducen otras, acarrean deberes de
garantía y de mezclarse en las guerras civiles de otros países, que por lo
general tienen sus serios inconvenientes. Sin embargo, debo decir que, desde el
momento en que los ingleses se determinaron a intervenir; a mandar una escuadra
y un negociador al Plata; desde el momento en que quisieron hacerse cargo de la
dirección y de la terminación de estos graves negocios, en que tantos intereses
franceses se encuentran mezclados y comprometidos, habría sido imposible que
permaneciésemos en la inacción, El gobierno, pues, ha obrado bien, en mi
opinión, en enviar entonces, y a su turno, un negociador y una escuadra. Creo
aún más, que no podía haber obrado de otra manera.
Pero
después de esto ¿cómo sucede que esa mediación que tenía por objeto reconocido,
sabio y generoso, el restablecer la paz y proteger todos los franceses
neutrales, como resulta de las comunicaciones del Sr. Ministro de Negocios
Extranjeros, se haya convertido, al contrario, y tan prontamente, en medio de
volver a encender la guerra, mas vivamente que nunca, y de prolongar más que
nunca los sufrimientos de nuestros compatriotas? El como, tan repentinamente,
se han encontrado nuestras escuadras las auxiliares de los condottieri, quienes entre otros excesos, han saqueado la ciudad, y
manchado por orgías repugnantes la iglesia de la Colonia, es lo que
ardientemente deseo oír explicar por el Sr. Ministro de Negocios Extranjeros,
Agrego, que si yo pudiera creer la relación de los periódicos de Buenos Aires,
tocante a las negociaciones de Sir Gore Ouseley, anteriormente a la llegada de
nuestro negociador en esa ciudad, estaba casi convenido con el gobierno de
Buenos Aires, que se adoptarían, por base de la paz las cuatro proposiciones
siguientes:
1ª.
Reconocimiento del bloqueo de Montevideo en toda su extensión;
2ª.
La República del Uruguay será de nuevo reconocida como enteramente soberana; la
constitución, y el general Oribe como presidente constitucional, se
establecerán en Montevideo;
3ª.
Habrá perdón absoluto, ninguna efusión de sangre;
4ª.
Cuando el general Oribe haga conocer que no precisa por más tiempo de las
fuerzas de mar y tierra del gobierno argentino, el general Rosas los retirará.
La
llegada del Barón Deffaudis sería lo que hubiera concluido la negociación.
Nadie más que yo estima la grande experiencia, la alta capacidad y el generoso
patriotismo del Sr. Deffaudis; pero deploraré, todo cuanto prolongue esta
guerra.
Mientras
que el Ministro tenga a bien darnos las explicaciones sobre estos puntos
diferentes, al concluir, le preguntaré dos cosas.
La
primera es, que se explique el artículo 4° de nuestro tratado con Buenos Aires,
y que se entienda, que la República de Montevideo no debe contar con nuestra
garantía y auxilio sino en el caso en que su independencia fuere amenazada por
una agresión no provocada por su parte; pero que en las guerras que quisiera
emprender, atacando a sus vecinos de la banda derecha o izquierda sin haber
rigurosamente justificado la necesidad, no podrá contar con tenernos por sus
campeones y caballeros.
En
segundo lugar, que los franceses neutrales sean eficazmente socorridos, y que
en cuanto sea posible hallen protección y recompensa por su desinterés en los
negocios políticos del país que habitan.
Señores,
en resumen, la cuestión de la Plata no es para nosotros un negocio de política
sino un negocio comercial. Buscamos en ella, no el dominio sino relaciones
buenas y provechosas para nuestro comercio y para nuestros compatriotas. Así
que, nada sería más funesto a estas buenas relaciones que la injerencia de los franceses
en las discordias de ese país. Deseo pues que se les prevenga bien, de que
siempre seguros de la protección de su gobierno mientras se acomoden a las
leyes de Francia y a las del país donde se encuentran, nada tienen que esperar
de ella, cuando ellos mismos se unan a los agitadores tan comunes en esos
países, y mientras quieran implicar a la Francia en las disensiones en las
cuales tomen parte; que sepan bien, una vez por todas, que el gobierno francés
no se dejará arrastrar a justificar la ilegítima confianza que ellos pondrían
en él; y que en una palabra, el puño de la potente espada de la Francia está en
Paris, y no en Montevideo. (Muy bien! muy
bien!)
El Sr. Conde de Saint-Priest - Quisiera dirigir una nueva pregunta al Sr. Ministro de Negocios Extranjeros.
El Sr. Marqués de Gabriac ha preguntado, al concluir, cual era el sentido que se le daba al artículo 4° del tratado hecho por el Sr. de Mackau.
Siempre
he entendido que la independencia de la República del Uruguay estaba
comprendida en él, del modo más absoluto; aunque nunca haya encontrado en los
términos de ese artículo, la franqueza que en él habría deseado, con todo eso
jamás he dudado que la independencia de la República del Uruguay fuese comprendida
en él.
El
Sr Marqués de Gabriac puede alimentar dudas sobre esta interpretación. Pregunto
al Sr. Ministro de Negocios Extranjeros cual es según su modo de ver, el
verdadero sentido de ese artículo.
El Sr. Ministro de Negocios Extranjeros - Señor Presidente, tendré el honor de explicarme mañana ante la Cámara sobre ese punto de la cuestión, como también sobre todos los demás (Sí! Si! mañana).
La sesión se levantó a las seis y media.
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SESION
DE 15 DE ENERO
El Sr. Conde de Pelet. Sres, ayer pedí la
palabra en momentos en que nuestro honorable colega, el Sr. Conde de
Saint-Priest, estaba en la tribuna y hacía una alusión al tratado de 29 de octubre
de 1840 relativo a los negocios del Rio de la Plata. El Sr Saint-Piest dice que
Rosas, cuándo llegó el Sr. almirante de Mackau, se hallaba en una situación
difícil, y que se hubiera podido acabar con él por medio de la guerra en lugar
de consentir en un tratado de paz. Mi honorable colega se ha engañado acerca de
los hechos, y por lo tanto, en la consecuencia que dedujo de ellos. De ningún
modo se pueden atribuir al tratado de 1840 los inconvenientes y peligros que
presenta la situación actual. Remontemos a 1840, y recordemos las
circunstancias en que se hizo aquel tratado El Sr. almirante de Mackau partió a
fines de julio para el Rio de la Plata. Esta fecha por sí sola, indica la
naturaleza de los instrucciones que debieron dársele. Había en Francia una
grande emoción que se calmó después, pero que entonces estaba muy viva. Se
trataba de hacer recoger a la Francia con la mayor brevedad posible, por
tratado honroso, los 6,000 marinos y los buques que estaban en el Rio de la
Plata. El Sr. almirante de Mackau desempeñó esta incumbencia de una manera
pronta y honrosa. Lejos de hallar los negocios en el estado que pintó ayer el
Sr. de Saint-Priest, es decir, el gobierno de Buenos Aires en vísperas de ser
humillado, halló, por el contrario, que los negocios de Montevideo estaban en
la peor situación posible. El efecto del tratado fue librar a la Francia de
mezclarse en todo lo que era guerra civil entre Montevideo y Buenos Aires;
terminó la cuestión puramente francesa, la de las quejas de la Francia contra
Buenos Aires, y consiguió este objeto honrosamente, porque estipuló la
independencia de Montevideo, aseguró un subsidio razonable a todos los
refugiados, amnistías políticas; finalmente, todo cuanto podía entrar en un
tratado de esta naturaleza.
Voy
a rectificar otro hecho indicado por nuestro honorable colega. Dice que el
sistema de intervención a favor de Montevideo costó a la Francia 500,000
francos. Es un error. Los subsidios fueron mucho más considerables. (Adhesión en los bancos de los Ministros)
El
ministerio de 12 de mayo había entrado en un género de intervención donde el
que le sucedió no quiso seguirlo. Era una intervención, una guerra civil por
subsidios; tan cierto es esto, que el Sr. mariscal Soult ya había dado orden
por 300,000 francos de los fondos secretos para este objeto, y que en la época
en que tomé razón del estado de la hacienda, recibí luego letras por 1,200,000
francos, y aviso de que se había de sacar más para suplir aquellos subsidios.
Fue menester, pedir a las Cámaras un crédito de 1,500,000 francos, a más, de
los 800,000 francos ya invertidos, y se escribió a Montevideo para que cesase
ese sistema, al mismo tiempo que el Sr. de Mackau partía para poner término a
esta guerra.
¿Cómo
es, pues, que volvemos ahora a una situación casi semejante? El Sr. Ministro de
Negocios Extranjeros, en una discusión tenida en mayo de 1844, rehusó en otro
recinto asentir a las invitaciones que se le dirigían para que interviniese a
favor de Montevideo; dijo, que el tratado de 1840 había tenido su efecto; que
Buenos Aires había cumplido con sus obligaciones, que había indemnizado a
nuestros nacionales perjudicados, y que los trataba como a las naciones más
favorecidas; que sería además, peligroso mezclarse otra vez en esa guerra sin
fin, con pueblos muy poco acostumbrados a respetar el derecho de gentes, y que
juzgaba preferible nuestra neutralidad. ¿Cómo es que en el mes de enero
siguiente fue adoptada una conducta diferente? He visto en los documentos que
nos fueron distribuidos, que fue en consecuencia de la invitación de la
Inglaterra. Parece que, hallándose los intereses del comercio inglés
comprometidos en el Rio de la Plata por la continuación de la guerra, el
Ministro inglés fue impulsado por sus nacionales a intervenir en los negocios
de Montevideo; y que a su vez nos impulsó a nosotros a acompañarlo en esta
intervención, como lo hicimos en los negocios de Tejas, porque allí nuestros
intereses eran diferentes de los de la Inglaterra; más reconozco que en los
negocios del Rio de la Plata puede haber intereses comunes entre la Francia y
la Inglaterra. La navegación del Plata y de sus afluentes importa al comercio
de ambas naciones. Por lo tanto, no me uniré a los que censuran al Sr. Ministro
de Negocios Extranjeros, por haber en esta ocasión obrado de concierto con la
Inglaterra. Reconozco que la intervención de los dos gobiernos reunidos debería
tener un resultado más positivo; pero siento que el Sr. Ministro de Negocios
Extranjeros ha ya pensado que le era imposible obrar solo, o no haya tomado la
iniciativa para con la Inglaterra. Siento que nunca se ejerza nuestra
iniciativa, y que siempre sea preciso esperar la invitación de otro gobierno.
No sé hasta qué punto pueda esta asociación traer dificultades entre las
marinas de las dos naciones, o entre los dos gobiernos. Ruego al Sr. Ministro
tenga a bien explicarnos esta mudanza, al menos aparente, que ha habido en sus
opiniones o en su conducta.
Diré
algunas palabras más sobre el medio que se emplea.
Parece
que se han prohibido recíprocamente desembarcos de tropas, limitándose a
desembarcos de marineros que no pueden servir en una guerra continental. Mas
ved cual es el resultado, y lo siento vivamente. Se emplean bandos armados de
extranjeros que obran de un modo deplorable bajo la protección de las banderas francesa
e inglesa. Ayer el Sr. de Gabriac hizo alusión a esos actos, y los atribuyó
únicamente a barbarie del gobierno Montevideano; mas esto es mucho más grave
cuándo sucede bajo la protección de las banderas francesa e inglesa.
Oíd
en dos palabras lo que sucedió en uno de aquellos parajes. Estoy persuadido de
que la Cámara ha de estar indignada.
Sucedió
en el mes de agosto del año próximo pasado. Se había resuelto en Montevideo y
en las dos escuadras auxiliares apoderarse de las ciudades que están en las
márgenes del Plata y del Uruguay, y que estaban ocupadas por las tropas de
Oribe, auxiliares de las de Buenos Aires. La Cámara sabe cuán numerosas son las
complicaciones de las guerras civiles en aquel malhadado país existe guerra
civil entre Rivera y Oribe, que pelean por la presidencia de Montevideo; guerra
civil entre Rosas y Lavalle que luchan por la de Buenos Aires, además de esto,
guerra de estado a estado entre Montevideo y Buenos Aires, y una guerra con
nosotros. Los almirantes francés e inglés resolvieron apoderarse de las
ciudades situadas en la margen del Rio, y que están ocupadas por las tropas de
Oribe, y particularmente de la Colonia. En consecuencia desembarcaron de 400 a
500 hombres, la mayor parte italianos, pues hay hombres de todas las naciones
en Montevideo, excepto montevideanos; y ved, lo que hicieron esos hombres
desembarcados bajo la protección de las dos escuadras. Saco esto de la
correspondencia del diario de más crédito entre los que sostienen al gobierno.
“Mientras
que nuestros marinos, obedeciendo a sus oficiales, y fieles a la disciplina, se
ocupaban en reparar los parapetos y las escarpas, los condottieri, nuestros aliados, saqueaban las casas, cercaban las
puertas de los almacenes que había perdonado el incendio, hacían correr los
licores fuertes, y llenaban las calles de destrozos. La linda iglesia de la
Colonia no se escapó de sus ultrajes. Los condottieri
vencedores se instalaron en ella; se tendían sobre los asientos del coro,
colgaban sus gorras y cartucheras de los candeleros sagrados. El altar se
transformó en una mesa de orgia, donde el soldado ebrio se revolcaba en un mar
infecto de aguardiente”.
Y no
es este un hecho aislado. Dicen que el valor del pillaje ascendió a 750,000
francos.
Pregunto yo ahora, Señores, cuando queremos dar lecciones de civilización a Rosas, cuando queremos favorecer en aquellos países, con la sangre y el dinero de la Francia, no solo los intereses comerciales, sino el desenvolvimiento de los principios de civilización que deben regir a las naciones, ¿entonces ha de ser cuando debemos proteger tales bandos y hacerlos obrar así bajo la protección de nuestros buques de guerra? Yo estimaría saber si el Sr. Ministro de Negocios Extranjeros o el de la Marina ha dado instrucciones para que en lo sucesivo el género de intervención que se ejerce en el Rio de la Plata, y que tiene ya tantos inconvenientes, no continúe en ser acompañado de esas escenas de barbarie y de desorden.
François
Guizot (1787-1874) Notable escritor y político francés
El Sr. Guizot, Ministro de Negocios Extranjeros - La Cámara ha oído ya hablar mucho de esta cuestión; no solo ha oído hablar, sino que algunas veces ha manifestado su opinión. No quiero por lo tanto, hacer la historia de las cosas desde su origen. El valor del tratado de 1840, el valor de la política que antes se había adoptado, y de la que después fue seguida hasta 1844, todo esto fu sometido a la consideración de la Cámara; todo esto fue examinado, discutido, determinado. Quiero tomar el negocio del punto en que estaba en 1844, cuando hubo el último gran debate a este respecto en la Cámara de los Diputados; quiero examinar cuales fueron los motivos que determinaton al gobierno del Rey y a desviarse hasta cierto punto de la política seguida anteriormente, y establecida por el tratado de 1840.
Esa política, bien lo sabe la Cámara, era la neutralidad. La neutralidad de la Francia en los negocios del Rio de la Plata data del tratado de 1840. Por eso elogio al tratado y a sus autores, elogio al gabinete que dio las instrucciones, y al negociador que lo firmó.
La
neutralidad, en semejante materia, es el derecho común; nada de intervención en
las guerras civiles de un estado, ni en las guerras de estado a estado;
sostener los derechos e intereses de los nacionales, he ahí el derecho común
que la Francia debe practicar, y que con efecto practica en todos los países.
En
aquella ocasión teníamos una razón más para seguir ese sistema de neutralidad,
y practicar esa política. Había razones para creer que la cuestión se
terminaría por sí sola, ya por la derrota de uno de los dos partidos, ya por
una transacción entre ellos, y sin que fuese necesaria intervención alguna
extranjera. Era esta esperanza una de las razones que determinaron al gobierno
del Rey a persistir en la política de neutralidad, fundada por el tratado de
1840.
Uno
de los honorables preopinantes se admiraba de que el gobierno del Rey hubiese
concebido esta esperanza, y no hubiera previsto que la cuestión no terminaría
por si sola. Los acontecimientos, dice, desmienten su previsión. Lo confieso;
más diré que, aun cuando el gobierno del Rey hubiese previsto que la cuestión
no se terminaría inmediatamente, y por sí sola, no por eso habría dejado de
esperar, hubiera debido esperar para ver si no podía terminarse sin intervención
extranjera.
Como
acabo de decirlo, la neutralidad, la no intervención, es el derecho común.
Deber es de un gobierno sensato y regular, persistir en el derecho común hasta
que sea evidentemente probado que no basta ese derecho: cúmplele no salir de la
regla sino por graves motivos excepcionales. Sé que hay políticas, más
precipitadas, más impacientes, menos prudentes, que luego llevan las cuestiones
hasta los extremos, que piensan que se puede recurrir a los medios extremos
desde luego, en el origen de una cuestión; no me parece esto prudente. Pienso
que no se debe entrar en la excepción u ocurrir a los medios extremos sino
cuando se hubiese probado la insuficiencia y la imposibilidad de los medios
regulares de la política del derecho común. Aun cuando la provisión del
gobierno no hubiese sido tanta cuanta ha sido, él habría esperado, antes de
meterse otra vez en una intervención cualquiera; antes que se hubiera probado
la insuficiencia del derecho común.
He
aquí ahora lo que pasó en 1844 y 1845, porque esto es lo que pudo modificar la
actitud y la conducta del gobierno del Rey.
El
primer hecho que tuvo lugar fue la prolongación de la guerra, la prolongación
casi indefinida de que acabo de hablar.
El
segundo hecho que sucedió, y de que se habló ayer con tanta ligereza, son las
peticiones de los franceses neutrales, de aquellos que no habían tomado parte
en la contienda de Montevideo, y que se dirigieron al gobierno del Rey para
pedirle que hiciese cesar una situación tan peligrosa y nociva a sus intereses;
porque, a continuar las cosas así, iban a tomar partido por Oribe que sitiaba a
Montevideo. Esas peticiones estaban firmadas por un gran número de franceses.
Si se calculase los franceses que tomaron partido por Montevideo, y los que
amenazaban tomarlo contra Montevideo, estos ciertamente serían los más
numerosos. El número de los franceses neutrales, ya en la ciudad, ya en el
campo, que quedaron ajenos a la legión de Montevideo, es más considerable que
el número de aquellos que tomaron las armas.
Por
lo tanto, el peligro que aparecía en el horizonte era el que estallara una
guerra civil entre los franceses, a más de la guerra civil entre ambas
Repúblicas del Rio de la Plata. Ese peligro era un hecho importantísimo que
debía influir mucho en la actitud y en la conducta del gobierno. El cónsul
francés, como vio la Cámara en los documentos que tuve el honor de comunicarle,
consiguió durante cierto tiempo impedir esa nueva guerra civil: persuadió a los
franceses que estaban fuera de la ciudad, a no tomar las armas, a no unirse a
los sitiadores; mas al mismo tiempo que participaba que había conseguido
postergar esa ocurrencia, agregaba que ella era inminente, y que no podía
prometer por mucho tiempo poniéndole obstáculo.
Las
peticiones del mes de abril de 1844, que deposité en la mesa de la Cámara, se
renovaron en 1845. Hoy mismo, he sabido por los diarios, que en 1844 un gran
número de franceses volvieron a hacer semejantes representaciones, y que con
efecto, cierto número de ellos tomaron las armas y sentaron plaza en el
ejército de Oribe.
El
tercer hecho que tuvo lugar después de 1844, es la aparición del Brasil en este
negocio. Vimos en Paris y en Londres al Sr. Vizconde de Abrantes, encargado por
el Brasil de venir a decir a la Francia y a la Inglaterra los motivos que había
para intervenir, el daño que causaba esa prolongada lucha a la tranquilidad de
sus fronteras, a la provincia del Rio Grande, y a sus relaciones comerciales
con el Paraguay y el Uruguay: la imposibilidad en que estaba de dejar subsistir
un estado de cosas tan nocivo, y su disposición a intervenir para ponerle
término. Vimos por esto aparecer la posibilidad de que una intervención
extranjera americana viniese a complicar más la cuestión.
Esta
misión del Sr. Vizconde de Abrantes en Paris y Londres fue causa de una
determinación común sobre la cuestión entre los gobiernos inglés y francés.
Algunos sienten que la iniciativa en esta cuestión hubiese sido tomada por el
gobierno inglés. Para hablar exactamente, por ninguno fue tomada la iniciativa,
excepto por el Brasil. Fue él quien volvió a ventilar la cuestión en Europa. La
misión del Sr. Vizconde de Abrantes se dirigía igualmente a los gobiernos de
Londres y de Paris; y fue a consecuencia de esa misión que ambos gobiernos,
igualmente solicitados, deliberaron en común sobre la conducta que les convenía
guardar. Esa conducta fue determinada por los nuevos hechos que acabo de
someter a la Cámara. No se trataba ya de desechar absolutamente toda
intervención. Era casi indudable que habría una, fuese del Brasil solo, fuese
del Brasil con la Inglaterra, fuese de la Inglaterra solamente. No nos convenía
que hubiese una intervención a la que quedásemos ajenos. Teníamos intereses
franceses, ya por nuestro comercio, ya por aquellos de nuestros nacionales que residen
en las márgenes del Plata; teníamos, digo, intereses muy considerables para
dejar de vigilarlos.
Tales
son los motivos que nos determinaron. No deseábamos en manera alguna
entrometernos en los negocios de otra nación; no es esta la política general que
seguimos; esto no sirve: tuve el cuidado de establecerlo cuando subí a la
tribuna: la política buena y regular es la no intervención. Es únicamente por
vía de excepción que se puede ser arrastrado a una intervención de esa
naturaleza. Fueron necesarios nuevos motivos que no existían en 1840, y que
aparecieron en 1844 y 1845; para determinarnos a modificar nuestra actitud,
nuestra conducta, y a sustituir la neutralidad observada por nosotros desde
1840, la política de mediación armada.
Ahora,
cual es el fin, el carácter de esa mediación armada a la que la Francia y la
Inglaterra se resolvieron en común? Nuestro fin no es tomar parte en las
márgenes del Rio de la Plata por este o aquel partido político, por esta o
aquella facción interior, para hacer prevalecer en una de las dos Repúblicas
este o aquel pretendiente al poder. No: queremos quedar enteramente ajenos a
esas contiendas internas.
Tampoco
es nuestro fin chocar con el gobierno existente en uno de esos estados; nuestro
fin no es hacer la guerra al presidente Rosas; derribar o mudar el gobierno de
la República de Buenos Aires. Juzgo que faltaría a mi deber, al decoro, si
diese una calificación cualquiera a un gobierno extranjero con el cual
concluimos tratados, con el cual vivimos en paz, con el cual tenemos todavía la
intención de vivir en paz. Por lo tanto rechazo absolutamente toda discusión
sobre los actos y el carácter del presidente Rosas, y afirmo que la intención,
tanto del gobierno francés como del gobierno inglés, no es en manera alguna
hacer prevalecer en la República Argentina otro pretendiente al poder.
No,
mientras que el presidente Rosas subsista por sus propias fuerzas, como
subsiste ha diez y ocho años, él será para nosotros el gobierno regular de la
República de Buenos Aires.
Nuestro
fin, el único fin de nuestra mediación, es proteger eficazmente los intereses
de los franceses, ya sea de aquellos, que residen en Francia, ya sea de los que
residen en las márgenes del Plata; restablecer, para asegurarnos esa
protección, la paz en esos países, y llevar a una transacción a las partes
beligerantes por la necesidad, por una necesidad exterior que pesa sobre ellos.
He
ahí nuestro fin.
También
tenemos otro fin: es mantener la independencia de la República del Uruguay. Y a
este respecto no tengo dificultad de explicarme acerca del sentido que damos al
artículo 4° del tratado de 1840, que recordó ayer el Sr. Conde de Saint Priest.
He ahí el texto de éste artículo; pido licencia a la Cámara para leerlo.
“Queda
entendido que el gobierno de Buenos Aires, continuará considerando como en
estado de perfecta y absoluta independencia a la República Oriental del
Uruguay, como se estipuló en la convención preliminar de paz, concluida el 27
de agosto de 1828 con el Imperio del Brasil, sin perjuicio de sus derechos
naturales, toda vez que lo exigieren la justicia, el honor y la seguridad de la
Confederación Argentina”.
El
sentido que damos a este artículo, es que el gobierno de Buenos Aires tiene
obligación de respetar la independencia de la República del Uruguay, de no
conquistar esta República, de no incorporarla, de no hacer de ella una
provincia de la República de Buenos Aires sin que por eso le sea prohibido
hacer, como se puede hacer siempre entre los estados independientes, la guerra
a la República del Uruguay, si lo exigiere el honor y la seguridad de la
República Argentina.
He
aquí el sentido para nosotros del artículo 4° del tratado de 1840.
Por esto si, en contradicción a éste texto,
viésemos al gobierno de Buenos Aires invadir, conquistar, destruir la República
del Uruguay, para incorporarla; tendríamos derecho, según el tratado, para
decirle: faltáis al cumplimiento de vuestras promesas para con nosotros, y
reclamamos su complimiento. Tendríamos ese derecho y de él nos aprovecharíamos.
Mas
si aconteciese que las Repúblicas de Buenos Aires y del Uruguay se hiciesen la
guerra, como sucede entre los estados que no se quieren destruir, tan solamente
para hacer prevalecer este o aquel interés, no deberíamos entrometernos para
hacer triunfar el interés de una nación antes que el interés de la otra.
He
aquí el sentido que damos al tratado.
Nuestra
mediación, nuestra mediación armada, tuvo, pues, por objeto restablecer la paz,
la seguridad de nuestro comercio, y de nuestros nacionales en ambas márgenes del
Plata; tranquilizar la República del Uruguay contra las tentativas de
destrucción, y de incorporación por parte del gobierno de Buenos Aires.
Determinado
así el fin, nos quedaba el resolver una cuestión grave — la de los medios que
convenía emplear.
Los dos
gobiernos inglés y francés concordaron en la cuestión de los medios como en la
del fin. Comprometieronse a emplear primero los medios pacíficos, los medios de
la influencia. Pensamos que en semejante materia, aun cuando se anuncia una
mediación armada, no debe ocurrirse a la fuerza sino después de probada la
imposibilidad de la mediación benévola y pacífica.
Por
consecuencia, hicimos en común nuestros esfuerzos para determinar al gobierno
de Buenos Aires y al gobierno de Montevideo, a transigir.
Este
es el motivo que determinó una circunstancia que no recuerdo aquí sino de paso,
la tentativa hecha con el propio presidente Rosas para hacer servir a la
pacificación los medios de influencia personales que los negociadores de 1840
tenían sobre él. Nos pareció, y aun nos parece conveniente y muy simple,
servirnos de todos esos medios antes de emplear la fuerza. Es lo que hicimos.
No
habiendo alcanzado el fin, recurrimos al empleo de la fuerza.
Y en
esta ocurrencia habíamos resuelto de antemano que no debíamos volver a entrar
en la senda trillada antes de 1840, y de la cual tuvimos la felicidad de salir
en 1840; que no debíamos, digo, volver a entremeternos en las luchas
interiores, en las guerras civiles, en las pretensiones diversas que dilaceran
esos estados. Determinamos emplear los medios marítimos, medios que dejan a las
partes interventoras, a los mediadores, ajenos a las disputas interiores de
ambas Repúblicas.
El
examen minucioso de la cuestión nos parece probar que era posible, por los
medios marítimos, por el bloqueo de los puertos y de ciertos puntos de las
costas, por los obstáculos que interceptan el pasaje de los ríos que separan
las dos naciones e impiden las comunicaciones de una de las márgenes de esos
ríos a la otra, llevar a los dos estados a la necesidad de una transacción.
Este
es el sistema que adoptamos, y la política que se practica en este instante en
las márgenes del Rio de la Plata.
Pensamos
que el empleo de las fuerzas de tierra, que una lucha continental, tendría dos
inconvenientes: por una parte, entremeternos inevitable y fatalmente en esas
disputas interiores de las dos repúblicas, e internarnos así en una vía en que
no queríamos entrar. Por otra, el inconveniente de despertar grandes
susceptibilidades, serias desconfianzas de parte de las poblaciones americanas
contra los extranjeros que así se establecían en su territorio. Débese no
perder de vista que, aunque en 1838 y 1839, a pesar del calor de las discordias
civiles, a pesar del odio de los partidos, uno por el otro el sentimiento
americano empezaba a brotar entre todos ellos, toda invasión de tropas
extranjeras en su territorio no habría servido sino para desenvolver ese
sentimiento dominante.
No
quisimos exponernos a ese peligro. Tampoco quisimos comprometer nuestro país en
más de lo que valía la cuestión: no creemos que la cuestión merezca que la
Francia mande 20, 30, o 40,000 hombres a las márgenes del Plata.
La
política no puede renunciar a obrar; mas también debe saber detenerse; todas
las cosas tienen límite, aun una acción que se acepta, aun una vía en la cual
se entra.
Esto
es lo que hicimos. Sentimos habernos visto en la obligación de separarnos de la
política del derecho común, de la neutralidad. Mas reconocemos que los nuevos
hechos que sobrevinieron, desde 1844, exigían necesariamente esta modificación
de nuestra política, en que habría inconvenientes mucho más graves en no
hacerlo, y en abstenernos completamente.
Determinamos
cuidadosamente el fin que nos propusimos alcanzar, determinamos los medios de
acción que nos proponíamos emplear, los límites en los que quedaríamos.
Me
veo obligado a detenerme aquí: el negocio es ahora flagrante: los hechos se
desenvuelven en las márgenes del rio; no conviene que los discuta en este
momento. Caractericé francamente la política seguida en 1840, los motivos que
nos determinaron a desviarnos de ella, los límites de esas modificaciones. El
futuro mostrará si el fin puede ser alcanzado por los medios que empleamos, y
con qué condiciones puede serlo. Cuéstame creer que la Francia y la Inglaterra,
obrando en común por un interés elevado, en una causa tan difícil, lo confieso,
más al mismo tiempo tan buena, no consigan, quedando en esos límites,
restablecer la paz en las márgenes del Rio de la Plata. (Numerosas señales de aprobación.)
Después
de algunas observaciones de los Señores Saint-Priest y Gabriac, el párrafo es
puesto a votación y adoptado.
(Journal des Debats.)
OBSERVACIONES
SOBRE LOS DISCURSOS ANTERIORES.
El
discurso pronunciado por el Sr. Marqués de Gabriac es una prueba de que el
honorable Par ha examinado la cuestión del Plata, y que sostiene con celo e
imparcialidad la verdadera política de la Francia, que aconsejan de conservar
la neutralidad y la paz.
El
noble orador ha ilustrado un asunto muy importante a los intereses de la
Francia en América, y repelido con fundados y tranquilos raciocinios las
difamaciones de Saint-Priest contra el general Rosas. Las observaciones que
haremos con relación al discurso del Ministro Mr. Guizot en la Cámara,
demostrarán que el gobierno francés no ha garantido la independencia del Estado
Oriental; y que así lo probó completamente el mismo Sr. Guizot en su discurso
en la sesión de la Cámara de Diputados el 30 de mayo de 1844. El artículo 4° de
la convención de 29 de octubre de 1840 no es una cláusula de garantía. Allí no
se estipula, allí no se expresa, como es necesario, según el derecho y usos de
las naciones. Tampoco es posible la garantía, porque la citada convención fue
objeto de repulsa y protesta por parte del gobierno intruso de Montevideo en
1840; y la garantía alegada recién en 1845 por el gobierno francés, lejos de
ser admitida, es rechazada por la República Oriental representada de derecho, y
en el hecho del pronunciamiento público, por el gobierno legal que preside el general
Oribe. Además, el artículo 4° de la convención de 29 de octubre de 1840 no solo
reserva al gobierno argentino, como es natural, y se reserva y entiende en todo
tratado o convención, el derecho de beligerante, sino que recuerda un convenio
anterior: la convención del 27 de agosto de 1828 entre la Confederación
Argentina y el Brasil, por la que estas dos potencias americanas son los únicos
garantes de la independencia del Estado Oriental con exclusión de toda otra
potencia.
El
Sr. Marqués de Gabriac demuestra completamente que ni aun ha llegado el caso de
la alegada garantía. El ejemplo que cita, con respecto a la neutralidad de la
Bélgica, coincide con otros de igual naturaleza, en que se distingue legítima y
necesariamente el caso de garantía. Cuando el Austria cedió a la Rusia el
ducado de Silesia, la Francia fue garante, El caso de la garantía hubiera
ocurrido si la Austria hubiese atacado a la Prusia para reconquistar la
Silesia. Mas si la guerra proviniese de otro motivo, y el Austria hubiese
ocupado bélicamente la Silesia, no habría caso de garantía.
En
la cuestión del Plata no solo falta la garantía misma de la Francia, sino
también el caso de garantía; y la ocupación bélica del Estado Oriental es hecha
principalmente por los mismos orientales aliados a los argentinos contra un
enemigo común entregado a la intervención anglofrancesa. El Sr. Marqués de
Gabriac ha demostrado la anti-nacionalidad fragrante del simulacro de gobierno
en Montevideo. En contraposición, las fuerzas orientales al mando del presidente
legal, D. Manuel Oribe, ascienden a 14,000 hombres; mientras que las fuerzas
auxiliares argentinas son 4,000 hombres. La misma ocupación bélica no es argentina
sino en una minoría: es principalmente oriental. Los mismos orientales son
dueños de su territorio así como de su administración interior.
No
es el objeto del gobierno argentino otro que su seguridad con el triunfo de
ambas Repúblicas contra el enemigo común que las provocó a la guerra. Este
enemigo común se halla hoy reemplazado, como lo prueba el honorable Par, por
los elementos y la intervención del extranjero. Ese mismo poder extranjero
agresor es el que se ha arrogado la facultad de conceder privilegios exclusivos
a ingleses para la navegación por 15 años del río Uruguay. Esta es una agresión
a las dos Repúblicas, y una nulidad: 1° con respecto al Estado Oriental, porque
tal concesión no dimana de éste sino de los usurpadores de la ciudad de
Montevideo; y 2° con respecto a la Confederación Argentina, porque el rio Uruguay
es común a los dos estados, y no del exclusivo dominio de la República
Oriental.
En
cuanto al convenio del Sr. Pichon y del almirante Massieu con el presidente
Oribe sobre garantías a los aventureros armados en Montevideo, evidentemente el
Sr. Marqués de Gabriac no ha tenido ocasión de recordar a la Cámara dos hechos
prominentes. El uno fue que el convenio fue a condición precisa que los
franceses armados en Montevideo dejasen las armas. El otro es que, lejos de
dejarlas, siguieron armados hasta que con la sanción del contralmirante Lainé,
en nombre del gobierno del Rey, se declararon “Ciudadanos Orientales”.
Son
muy dignos de nuestra gratitud y simpatía las reconvenciones que el noble Marqués
de Gabriac hace a los difamadores del general Rosas, y tanto más cuanto que, a
pesar del furor de sus enemigos, se distingue y se ha distinguido siempre el general
Rosas por los más constantes y esplendidos actos de generosidad y de clemencia;
nunca ha empleado otros aún en medio de la inmensa irritación del país.
Quisiéramos
que el Sr. Marqués de Gabriac hubiese conocido mejor al desacordado Rivadavia
para haber omitido la inmerecida alusión que hace respecto a tan inepto y
funesto mandatario.
Es
digno también de reparo su discurso en cuanto al modo como establece la
denominación de “partido unitario”; y a la inteligencia de Pardejón con que propiamente se califica en el Rio de la Plata, al
salvaje unitario Fructuoso Rivera. Lo que se llamó partido unitario en la
Confederación Argentina, esto es los ciudadanos que, siendo patriotas y amigos
de la independencia, opinaron por el sistema unitario, se han refundido en la
mayoría federal del país, y defienden actualmente la sagrada causa de la
independencia y del pacto federal de la República, y los principios e intereses
americanos. El bando rebelde que combate, sostenido por la intervención
extranjera, no es unitario sino de salvajes unitarios. Sin principios, sin
carácter nacional, manchado con atrocidades indecibles, su sistema único es el
predominio extranjero, y sus medios la traición, el puñal, el veneno, y los
horrores de desenfrenada barbarie, que tan enérgicamente describe y reprueba el
noble orador de la Cámara de Pares.
Pardejón no significa pardo. Este dictado se aplica a Rivera en otro sentido, que es el único que tiene. Es una expresión provincial. El apelativo Pardejón no designa el color del cutis de Rivera, sino sus calidades morales de bandido obstinado e incorregible. Se le dice Pardejón no porque pardejón quiera decir pardo, pues el ser pardo no es afrenta, y hay en América hombres muy distinguidos y beneméritos que son pardos, sino solamente por la ferocidad en que se asemeja al pardejón. (1)
En el discurso del Sr. Conde Pelet resalta la impresión profunda que ha hecho en Francia el conocimiento de los inauditos medios empleados por la intervención anglofrancesa para asolar a dos Repúblicas nacientes, que en nada han ofendido ni a la Inglaterra ni a la Francia.
El
noble Par incurre en algunas equivocaciones al desenvolver esta idea dominante
de su discurso.
Cree
que la Francia estipuló una garantía a favor de la independencia del Estado
Oriental. Mas está demostrado que esa garantía no se estipuló, y que tampoco
hay el caso de la garantía. Nadie, en efecto, ataca la independencia del Estado
Oriental sino la intervención anglofrancesa, que ha tomado de auxiliares bandas
de condottieri e indignos aventureros
a quienes titula representantes de la nacionalidad oriental.
En
las indemnizaciones de que se trató en la convención del 29 de octubre de 1840,
que recuerda el Sr. Conde Pelet, el gobierno argentino repelió siempre la
justicia de los casos; y la suma indivisa y en globo que pagó por todas ellas,
anteriores a la fecha de la convención, fue únicamente un medio de pacificación
que eligió sin reconocer jamás el derecho con que le era exigida la erogación
pecuniaria. Así consta de todos los protocolos y actas sobre esas
indemnizaciones. El gobierno argentino procedió a un tiempo con sincero y
generoso deseo de la paz, y con su acostumbrada dignidad.
La
navegación de los ríos interiores de la Confederación Argentina, aunque
conviniese a la Francia e Inglaterra, como parece creerlo el Sr. Conde Pelet,
no puede jamás requerirse por los estados extranjeros. El dominio de los ríos
interiores de un estado, pertenece al estado mismo, con exclusión de los
extranjeros. Además, los intereses de la Inglaterra y de la Francia están
completamente divergentes en este punto, fuera de que, ni la una ni la otra
tienen derecho para la pretensión de franquearse la navegación de los ríos
interiores americanos. La Inglaterra sostiene en todos sus dominios y
posesiones de las cuatro partes del globo el principio de la exclusión de los
extranjeros; y si se separase de él en el Plata, ¿cómo lo sostendría para con
la misma Francia y los Estados Unidos, en otros parajes, en cuestiones
importantísimas? La Inglaterra ganaría además en el Plata; respetando, como
debe respetar, los derechos perfectos de la Confederación Argentina, al rio
Paraná y a la provincia del Paraguay; pues que entonces el tratado del 2 de
febrero de 1825 la mantendría en todo este territorio en una posición muy
ventajosa, y de inmenso porvenir, sin el desdoro e inmensas pérdidas que se
está causando ella misma, por su actual injusta e inhumana intervención.
No
hay, pues, comunidad de intereses en la cuestión de la navegación de los ríos,
entre las dos potencias, como indica el Sr. Conde Pelet, no solo por esa clara
divergencia, sino también porque un momento de reflexión basta para demostrar
que la Francia sigue un rol secundario, y sin otro porvenir que pérdidas y
descréditos. El gobierno inglés no sacrificaría ciegamente las grandes ventajas
que hemos indicado, sino meditase hacer adquisiciones de territorio y
predominio. Y, ¿está dispuesta acaso la Francia a servir en esto humildemente
los intereses ingleses, o a contentarse en caso de servirlos así, con lo que
quiera darle el astuto gobierno inglés? No comprendemos como el Sr Guizot, cuya
habilidad reconocemos, haya incurrido de nuevo en sus fatales condescendencias con
la Inglaterra. Es una culpa que puede pagar muy caro la Francia en América, riesgo
inminente, que debería haber dejado recaer exclusivamente sobre el gobierno
inglés, si es que este pretende hacer conquistas en el continente Américo. La
neutralidad de la Francia es el único interés francés en esta cuestión, como lo
es en las que se agitan entre los Estados Unidos de Norte América y la
Inglaterra. Los estadistas más sabios en Francia proclaman altamente este
principio y el mismo Sr. Guizot lo ha sostenido anteriormente. Lo suponemos
demasiado previsor, y amigo de la Francia para no abandonarlo todavía, y
detenerse al divisar los serios acontecimientos que se precipitan sobre el
horizonte americano.
El Sr. Conde Pelet piensa que haya guerra de estado a estado entre las Repúblicas Oriental y Argentina. Pero, ¿dónde está la República Oriental? No se halla ciertamente en la intervención anglofrancesa y sus bandas extranjeras, armadas para el pillaje y el asesinato. La República Oriental, aliada a la Confederación Argentina, combate por una causa común; y las tropas orientales, al mando del presidente legal D. Manuel Oribe, que el Sr. Conde Pelet llama “auxiliares”, son los que forman la fuerza principal. Pasan de 14,000 orientales; y las tropas argentinas, que son auxiliares, no pasan de 4,000 hombres. (Gaceta Mercantil)
(1) Pardejón es el macho toruno que sele encontrar en algunas crías de mulas, tan malísimo y feroz que muerde y corta el lazo, se viene sobre él y atropella a mordiscones y patadas. Jamás se amansa, y si alguna vez llega a serlo, de repente traiciona y pega de patadas al jinete qie lo carga, lo ensilla o monta. Siendo tan de malas mañas, y tan traidos, los paisanos de nuestra campaña llaman pardejón a un hombre perverso y pérfido.
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Observaciones
del Correo del Havre sobre la sesión de la Cámara de Pares, de 14 de Enero.
La
discusión del día anterior, en la Cámara de los Pares, se cerró ayer sin que el
Sr. Matieu de la Redorte tomase la palabra, sin que el Sr. Ministro de Negocios
Extranjeros haya tenido necesidad de defender el tratado del 29 de mayo,
represivo del tráfico de negros.
Los
negocios del Rio de la Plata han dado lugar a un debate entre el Sr. Conde de
Saint-Priest y el Sr. de Gabriac. El primero ha recitado un artículo del Constitutionel, o de los otros diarios
de la oposición, que los ocupantes de Montevideo han ganado a su causa. Solo
que el Sr. Conde de Saint-Priest ha subido a 20,000 el número de franceses que
residen en aquella ciudad, cuando ordinariamente la oposición se contenta con
el guarismo de 12,000. En compensación, en el capítulo de las crueldades del presidente
Rosas, el Sr. Conde de Saint-Priest no ha ido tan lejos como la prensa
parisiense, pues no ha dicho que la hija del presidente Rosas, Doña Manuelita,
se adornaba a guisa de joyas, con restos humanos?
El
Sr. Conde de Saint-Priest ha sido diplomático; ha representado a la Francia en
una de las cortes de Alemania. Las palabras que ayer ha pronunciado en la
tribuna de la Cámara de los Pares se asemejan tan poco, a los de un hombre de
estado, tienen tan fuerte olor a política exterior de a diez centésimos el
renglón como la que se hace en la prensa de la oposición, que verdaderamente
debemos felicitar al Sr. Ministro de Negocios Extranjeros por haber retirado
nuestros intereses diplomáticos de las manos del noble Par, que ha tenido razón
para dejarlos disponibles.
El
Sr. de Gabriac se ha aprovechado del conocimiento práctico que ha tenido de los
hombres y de las cosas del Rio de la Plata para reducir la cuestión a todo lo
que tiene de grave y serio, y promover las explicaciones que el Sr. Ministro de
Negocios Extranjeros ha prometido dar en la sesión de hoy. El Sr. Gabriac ha
dicho con razón que Montevideo era impotente para la conservación de la paz en
el Plata, y que la Francia teniendo la pretensión, y aún la pretensión única,
al intervenir entre las dos Repúblicas, de restablecer la paz, había tomado un
camino que no la conduciría a su objeto; siendo el presidente Rosas, contra
quien obramos, el único que, por la energía de su voluntad, y su aptitud para
gobernar las poblaciones argentinas, es capaz de contenerlas, y dar tiempo a la
civilización de cimentar en ellas el orden y la tranquilidad interior.
Es
menester, pues, que esperemos a mañana para oír las explicaciones del Sr.
Guizot y; por más hábil que sea en la palabra el Sr. Ministro de los Negocios
Extranjeros, no lo creemos capaz de probar que la Francia y la Inglaterra
intervienen por asegurar la independencia de Montevideo. Nunca ha habido, ni
habrá jamás independencia para una nación que no hubiese conquistado esa
independencia ni la gozase sino por la intervención de bayonetas extranjeras.
Es una irrisión hablar de montevideanos independientes, cuando se nos dice que
hay veinte mil franceses en Montevideo, cuando están allí de guarnición
regimientos ingleses, cuando los boletines del ejército no hablan más que de un
jefe Garibaldi y de italianos refugiados, cuando, en fin, el presidente electo
de la República, teniendo de su parte ocho departamentos, de los nueve que
componen la República, está a la cabeza de montevideanos, y no tiene al frente
sino extranjeros, encastillados en una ciudad fortificada; cuya resistencia
favorecen dos potencias como la Francia y la Inglaterra.
Nosotros
en el Rio de la Plata seguimos la política inglesa, servimos allí el interés
inglés; la Inglaterra nos compromete y nos arrastra a la política de equilibrio
americano; ella ve venir de lejos, en previsión de una lucha eventual con los Estados
Unidos, el momento en que se aprovechará ventajosamente de nuestro enganche.
Ella envía sus regimientos a Montevideo, con la esperanza de atraer hacia allá
los nuestros; mas estamos persuadidos de que ese es el escollo contra el que se
estrellará el gobierno inglés, y que de Francia no será mandado un solo soldado
al Rio de la Plata. Aún es tiempo de retroceder; el carro está sobre un declive
que conduce a un precipicio, y nuestra confianza, para desviarlo, está en aquel
que lo conduce.
(Del
Courrier du Havre del 15 de Enero
último.)
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El
Conde de Saint-Priest, profiriendo falsedades, y difamando a la Señorita hija
del General Rosas con necias y bajas palabras, ha excitado el menosprecio,
quedando en una posición irrisoria para sus fines de favorecer a los facciosos
de Montevideo. Es el colmo de la atrocidad y del ridículo suponer, como no ha
trepidado hacerlo Saint-Priest, que esa Señorita, cuyas virtudes, amabilidad y
beneficencia son tan dignamente apreciadas por nacionales y extranjeros, haya ostentado
como gala restos humanos, engalanándose con semejantes joyas. El Conde de
Saint-Priest excede así la maledicencia de los Jacobinos, y para ser Par de
Francia, o para merecerlo, no sabíamos que se necesitase desempeñar el papel de
libelista en asuntos tan graves. Los hombres ilustrados siempre respetan al
bello sexo y muy altamente cuando lo adornan la virtud y el talento, como
sucede en el caso a que aludimos. Desde los tiempos caballerescos de la Francia
hasta su civilización de hoy más filosófica y seria, los caballeros franceses
se han preciado siempre de atentos para con el bello sexo, y de valientes para
defenderle. En cuanto a Saint-Priest, sucede diversamente, sin embargo de ser
Conde y Par de Francia.
(Gaceta Mercantil de 6 de Mayo.)