REVOLVIENDO LA BIBLIOTECA
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En esta sección que llamamos "Revolviendo la biblioteca", incluimos distintos artículos de gran interés histórico, poco conocidos por el público en general, publicados hace ya muchísimos años.
No siempre la admiración de la
posteridad se detiene en hechos victoriosos. A veces, como en el presente episodio histórico, la atención va
dedicada a exaltar gestas que, no obstante su fracaso, salvan la dignidad de un
pueblo. Al cumplirse el 150° aniversario del alzamiento porteño de 1839 contra
un sistema degradante y regresivo rememoraremos sus alternativas como homenaje
a la protesta viril ante ese estado de cosas.
Cuatro años hacía que asumiera el
mando provincial don Juan M. de Rosas. Investido por la Legislatura con la
“suma del Poder Público”, su autoridad omnímoda se había hecho sentir de
inmediato para eliminar a sus opositores, a los enemigos de la Federación y a
quienes calificaba de traidores a la
misma. Listas de cesantías de todo tipo de funcionarios, sin exceptuar a
clérigos o profesores universitarios, pasando por la baja de militares,
llenaron páginas del Registro Oficial; paralelamente se fulminaba con amenazas
tremendas a quienes osaran manifestarse contra el régimen imperante, denostados
con dicterios aterradores.
Se había trocado libertad por
orden, y éste se hizo sentir pesadamente. Una severa fiscalización que no
perdonó siquiera modas, impuso todo tipo de control, hasta llegar incluso a prohibir
el acceso a las Iglesias a quienes no portaban la divisa partidista.
Lo descripto —y mucho más que no
permite referir el espacio— podía perpetuarse merced a la ausencia de una
Constitución. Nada bastaba que el propio Pacto Federal de 1831 impusiera la
obligación de convocar al Congreso, ni que el mismo Rosas lo hubiera
ratificado, como tampoco que reinase formalmente la “paz y tranquilidad”
fijadas como presupuesto para dicha convocatoria.
La uniformidad cromática era
reflejo de la igualdad de conductas, y la pasividad vino a ser la
característica del pueblo porteño, otrora levantisco y altivo, que había
rechazado a los ingleses y expulsado a los españoles.
En 1838 este panorama sombrío
vino a complicarse cuando un conflicto con el Reino de Francia derivó en el
establecimiento de bloqueo primero, y de hostilidades después. Motivaba el
entredicho la negativa de las autoridades de la provincia a someter a proceso a
ciertos franceses detenidos, y a licenciar a otros que prestaban servicio
militar. Presentado por el gobernador Rosas como un ataque a la propia
independencia nacional con propósito de colonización, esta interpretación pronto
fue refutada por el gobernador López de Santa Fe, que la redujo a los límites
de Buenos Aires por procederes de sus funcionarios. De su parte, Francia negó
todo intento de conquista.
La sorda protesta culminaría en
1839, no ya encarnada en opositores emigrados, sino por los hasta entonces
sostenedores de la situación. La crítica dio paso a la conspiración.
Numerosos hombres vinculados al circulo
dominante se propusieron lograr la renuncia de Rosas, encabezándolos el comandante
Ramón Maza en la capital de la provincia, con ramificaciones en su campaña.
Todos, por cierto, militaban dentro del partido Federal.
Los más prestigiosos hacendados
del sur de Buenos Aires, hombres de alma templada y espíritu valeroso, sin
agitaciones partidistas sino cansados de todo tipo de imposición oficial, resolvieron
secundar aquellos esfuerzos. Se preveía el apoyo del general Lavalle, quien al
frente de una Legión Libertadora vendría desde Montevideo para derribar la
tiranía uniendo en la empresa común a los antiguos bandos adversarios. Tres jóvenes
decididos actuaban como enlaces entre la capital, la campaña y el cuartel de la
Legión, instalado en Martín García: Marcelino Martínez Castro, Félix Frías e
Isaías de Elía. Estaba previsto que Lavalle conduciría el armamento preciso hasta
la costa bonaerense, en cercanías de la actual Mar del Plata, donde poseía una
pequeña estancia el jefe de los complotados del sur; que era el antiguo mayor
de caballería Pedro Castelli, ex oficial de Granaderos como aquél, e hijo del
prócer del año 10.
Al lado de éste anudaban
adhesiones sus amigos Martín Campos, Francisco Matías Ramos Mejía; Martín de la
Serna, José Otamendi, José Ferrari y varios jóvenes más. Carreras de caballos y
yerra servían de ocasión para unir voluntades, y el círculo creció: Anselmo
Sáenz Valiente, Martín de Alzaga. Leonardo Gándara, Domingo Lastra, Juan Ramón
Ezeiza, Francisco Bernabé Madero y otros hacendados de fortuna, enviaron dinero
a Montevideo para adquirir los fusiles, sables y lanzas que les faltaban. Cabe
apuntar otros nombres de quienes se movilizaban con entusiasmo; el veterano
coronel de la Independencia Ambrosio Crámer, Pedro Lacasa, José María Guerra;
José Iraola, José María Pizarro, Pascual Calvento, Miguens, Agustín Acosta,
Tiburcio Lens, Miguel Miller, Antonio Pillado, Juan Antonio Fernández Suárez, Ildefonso Torres, Rufino Fornaguera, Saturnino
Lara, Manuel Silva, Juan Dillon, Francisco Mujica y multitud más que resulta
imposible mencionar.
En el mes de junio la
conspiración del teniente coronel Maza en la capital fue descubierta, y
ejecutado su jefe y detenidos muchos implicados. Empero, contra lo que podía
esperarse, el movimiento de la campaña no se detuvo pese al grave contraste,
sin cundir el desaliento. Rosas sintió la agitación, y en septiembre ordenaría que
los vecinos de la costa del Tuyu internasen sus caballadas a 20 leguas, para privar
de elementos de movilidad a los legionarios del general Lavalle si desembarcaban
allí.
Pero el esperado adalid había
alterado sus planes: noticiado que el Ejército Entrerriano cruzaba el río
Uruguay para atacar a su aliado el presidente Rivera en el estado oriental,
tomó la funesta decisión de invadir Entre Ríos para aliviarlo en vez de
dirigirse al sur...“A mí me es indiferente empezar por una o por otra parte,
pero no al pueblo oriental invadido —escribió Lavalle a Andrés Lámas—. Yo tengo,
que obedecer a su interés, que es el de todos: en Buenos Aires se van a
desesperar, pero así lo exige el bien público”.
Esta alteración tan importante no
detuvo tampoco a los complotados, quienes contaban con lograr la defección del
coronel Granada, jefe de valor y prestigio, a fin de sumarlo a sus filas, tal
como se había adherido el comandante Manuel Rico, segundo jefe del Regimiento 5
de Milicias y antiguo juez de paz de Dolores.
El pronunciamiento estaba
previsto para el 6 de noviembre. Unos 3.000 hombres sólo esperaban el armamento
necesario; ya estaba impresa la Proclama suscripta por Castelli, quien se
denominaba en ella: “el jefe de los patriotas armados en la campaña del sur
contra el tirano Rosas”.
Un raro ejemplar de la misma,
propiedad del historiador Juan Isidro Quesada, informaba sobre los agravios que
los movían: “Un error funesto nos hizo elevar al mando supremo a un malvado
indigno de gobernarnos, y aún de vivir entre nosotros. Juan Manuel Rosas ha
quebrantado todas las promesas, todos los juramentos que hizo cuando le
confiamos el gobierno. Nos prometió restablecer la tranquilidad pública y no ha hecho más que fomentar odios,
partidos y desuniones. Nos ofreció dar paz a la República, y la comprometió injustamente
en guerras con Estados vecinos y con naciones amigas. Juró proteger nuestras
vidas, nuestros derechos, y se ha ocupado diez años consecutivos en encarcelar,
fusilar y degollar a nuestros compatriotas. Nos ha hecho quemarle inciensos, darle
nuestras fortunas, vestir trajes y divisas ridículas e insultantes, arrastrar su
coche, adorar su retrato en los templos mismos”. Concluía el documento: “Os
hablan hombres que conocéis, propietarios, hacendados, que os ofrecen garantías
de sus intenciones: no tenemos aspiración ninguna no queremos partidos, no los
quiere tampoco el patriota general Lavalle ni los valientes que le acompañan, queremos
sólo paz para la República, unión de hermanos entre todos los argentinos, un
gobierno regular y justo, elegido libremente por el voto de los pueblos”.
La delación de un vecino de
Dolores precipitó el estallido. El comandante Rico dio la señal de insurrección
en la plaza de Dolores en la mañana del martes 29 de octubre, quitándose la
concurrencia las divisas coloradas con que sembraron el suelo; esa noche un
grupo de entusiastas damas tiñeron con añil varias piezas de bramante —porque
se carecía de tela celeste, color proscripto oficialmente por “unitario"—
y confeccionaron banderas argentinas para engalanar al pueblo. Cuatro días
después se levantaba en Chascomús el comandante José Mendiola,
Mas una semana después, todo estaba
concluido; sorprendidos los elementos heterogéneos de los “Libres del Sur” al borde
de la laguna de Chascomús, por una división mandada por el general Prudencio O.
de Rozas, hermano del mandatario, en cuyas filas formaba —para confusión y terror
de aquéllos— el coronel Granada con cuyo apoyo se especulaba, la derrota y la
muerte fueron la consecuencia inevitable de la confusión, y la falta de armamento
y disciplina. Apenas pudo salvar Rico unos 1.400 hombres que luego engrosaron la
hueste de Lavalle.
Tremendo fue el escarmiento, y nada
mejor que trascribir un parte del jefe vencedor: “El principal cabecilla motinero,
salvaje unitario Pedro Castelli, había sido encontrado en una isleta de monte,
y habiéndose resistido a entregarse, fue
necesario matarle y cortarle la cabeza, la que reconocida por mí, la remitió el
general que firma a Dolores, para que el comandante de este pueblo la coloque
en un palo en medio de la plaza, lugar donde estalló el motín, para escarmiento
de esos malvados salvajes unitarios”. Los que salvaron de la persecución,
sufrieron la confiscación de sus propiedades, repartidas entre los
triunfadores.
Pero quien mejor juzgó el hecho
que evocamos, midiéndolo con cabal conocimiento y criterio, fue el general José
María Paz, a la sazón residente en Buenos Aires, donde tenía la ciudad por
cárcel. Sabiéndose de la severidad de sus costumbres y lo parco que era en
elogios, llama la atención las vibrantes frases que le dedicó en sus “Memorias”:
“Creo que el movimiento del sur de Buenos Aires es uno de los episodios más
brillantes de esta época: el fue tan espontáneo como general, tan desinteresado
como simultáneo; casi no tuvieron parte en él los cuerpos militares, y fue todo
obra del paisanaje, incluso los ricos propietarios de aquella campaña. Es seguro
que ningún otro suceso ha sorprendido tanto a Rosas, y a fe que tenía razón para
ello: el sur era su comarca predilecta, en la que se freía que conservaba más influencia;
había sido en una palabra la cuna de su poder. Fue para él un desengaño, una
sorpresa, un desencanto: puede creerse sin miedo de equivocarse que han sido
los días más aciagos de su carrera”.
Episodios como el reseñado son los que prepararon el ambiente para la reacción final. Sin ellos, que sedimentaron la resistencia a lo largo del tiempo, el espíritu público habría languidecido para siempre, privando al país de su regeneración. Tal es la enseñanza que se desprende de su análisis, y por eso sus autores y actores son dignos de nuestro reconocimiento en este aniversario de su empresa.